Esta expresión es un lugar común que abunda en el discurso político de cualquier tendencia. Asimismo es frecuente oírla o leerla en las declaraciones que suelen hacer los rectores de universidades al definir la finalidad de la educación superior. La expresión suena bien, tiene un aura de patriotismo y de seriedad moral que la vuelve incuestionable de hecho. Así, quien dice que hay que educar o hacer política para salvar al país, dice algo que a nadie se le ocurriría cuestionar en principio.
El presente artículo tiene por objeto llamar la atención de nuestros lectores sobre la falacia que se esconde tras esas palabras aparentemente tan nobles. Eso es lo propio de los lugares comunes, suenan bien y por eso nadie se detiene a examinarlos, pues nadie los pone en duda en lo referente a su significación inmediata y aparente. Por eso, la más relevante característica de los lugares comunes es el hecho de su fragilidad, que no resiste el primer intento de ser analizado para verificar el alcance de significación que se les atribuye.
Esa verificación comienza con la formulación de la siguiente pregunta: ¿Qué es el país? Y de inmediato surge una vacilación y una duda en todos aquellos que intentan responderla. La expresión sonaba bien, pero ahora resulta que al intentar definir el objeto de nuestro servicio como políticos, como educadores, profesionales, trabajadores, etc., no se ve claro lo que antes se daba por entendido.
Buscando una definición que se adecue a eso que antes creíamos entendido, nos hallamos con la sorpresa de que aquello que designábamos con la palabra "país" es escurridizo, y el intento por contenerlo en una definición nos permite visualizar posibilidades que parecen converger a verdades no convencionales que en sí resultan inquietantes y por demás incómodas.
Es como evidente, por otra parte, que quien define el objetivo de la política y de la educación superior como un servicio al país, está identificando lo que se quiere designar con la palabra país con sus habitantes, de modo que quien usa este lugar común, en el fondo quiere decir que el servicio aludido es obviamente en beneficio de la comunidad nacional.
Para solucionar este dilema, nada mejor que atenerse a los hechos en su cruda realidad. Esa cruda realidad se percibe al comparar lo que los candidatos triunfantes en las elecciones presidenciales dicen en su discurso inicial el día mismo de las elecciones, con la sensación de vacío que queda al término de su período y de su servicio al país, vacío en el sentido de que todos tienen la sensación de que, no obstante el programa de realizaciones prometido, en los hechos no ha ocurrido nada. Y peor aún, que los beneficiados con la gestión de quien ocupó el sillón presidencial constituye un reducido grupo de emprendedores, quienes, de hecho, controlan la economía del país. Ese grupo de emprendedores militan o son apoyados por partidos políticos conocidos de todos, y se esforzaron invirtiendo grandes caudales en la campaña publicitaria de su candidato, quien, no obstante los grandes recursos financieros disponibles, perdió la elección, pues el candidato de centro izquierda resultó más convincente para las aspiraciones del ciudadano medio que integra la masa de electores.
Con todo, al término del período del presidente elegido, la única realidad tangible es que el reducido grupo de privilegiados emprendedores hizo durante cuatro años negocios de gran envergadura que le permitió incrementar sus capitales de un modo exponencial. Así, nunca falta quien comente que durante los gobiernos de la centro izquierda en Chile de hecho se puso en práctica la mejor política de derecha.
Con estas reflexiones se ha procurado una aproximación a la respuesta de la interrogante formulada más atrás: ¿Qué es el país?
Quizás en otros lugares comunes hallemos pistas que nos aclaren aún más lo que estamos descubriendo. Puede que al término del período presidencial antes mencionado, el ministro de hacienda o de economía diga que la economía del país creció en un cuatro por ciento. Y con todo, la ciudadanía sigue con la sensación de que no ocurrió nada, que en materia social no se hizo nada. En los crudos hechos, puede que la economía del país haya crecido un cuatro por ciento, y que ese lugar común, que contribuye a mantener las apariencias, sea repetido por resonancia imitativa en la gran masa, lo cual, sin embargo, no nos libera de la sensación de que no ocurrió nada, por la sencilla razón de que cuando se dice que la economía de un país crece, ese crecimiento favorece solo a quienes controlan la economía, en tanto que el ciudadano común queda igual o peor que antes. Entonces, ya nos hallaríamos en condiciones de afirmar que en los hechos lo que se señala como finalidad de la política y de la educación superior, esto es, el servicio al país, deja al descubierto la servidumbre a que toda la ciudadanía es reducida para que un pequeño grupo, que detenta el poder económico, pueda maximizar sus utilidades. Así queda en claro que el país no es la nación; es solo un constructo económico y tecnológico, regido por la lógica de los negocios, de una minoría privilegiada.
Así, lo que se designa país en el discurso político, no somos nosotros.
El país necesita energía, pero no tanto para la población, sino para la gran minería. El país necesita un tendido eléctrico de gran envergadura que una las regiones, pero la empresa que ganó la licitación, en principio, se reserva el derecho de fijar el lugar por donde pasarán sus cables y se levantarán sus torres, lugar que siempre altera el buen vivir de la población, habiendo otras opciones que le exigirían una inversión un poco más onerosa. En ese dilema los gobiernos no toman la iniciativa de defender a la gente ni al medio ambiente; esperan que los afectados presenten sus reclamos, en tanto que la solución de la empresa sigue un curso normal para su aprobación, sin que de esto se dé una información adecuada a quienes la megaconstrucción les altera su existencia y la identidad natural tradicional de su región.
La minería siempre tiene un privilegio para intervenir en las regiones. Consume ingentes cantidades de agua, al punto que en ciertos casos las comunidades locales han quedado en seco, pero eso para nuestros políticos no tiene tanta importancia como el hecho de que esa actividad contribuye al crecimiento del país.
Los gaseoductos y las termoeléctricas que instalan ciertas empresas con la mira prioritaria de que la instalación le permita reducir gastos al máximo, siempre han generado conflictos en una población que se siente vivir en la total indefensión de parte de las autoridades. Todos estos conflictos han llegado a formar parte del más amplio movimiento de movilización social que caracteriza a nuestro tiempo, pues da la impresión de que la indefensión cubre todo el espectro de ámbitos de la vida nacional. En Olmué y Limache, si no hubiese habido movilización social para defender a la región de las pretensiones de las empresas, el valle en que están ubicados estos dos pueblos estaría atravesado y cortado en dos por un peligroso gaseoducto que siempre es prudente situar lejos de las zonas habitadas, y contaminado por la emanaciones de una termoeléctrica. El parque de conservación La Campana estaría intervenido por tres explotaciones mineras, instaladas ahí contra la legalidad vigente por muchos años.
Tardíamente y cuando los desastres ambientales se vuelven muy evidentes, los gobiernos se ven en la obligación de tomar cartas en el asunto, como fue el caso del río Cruces de Valdivia, contaminado por los desechos de una planta de celulosa cuyo estudio previo de impacto ambiental lo elaboró la misma empresa. En este caso, si la población no se moviliza para defender su derecho a vivir en un medio libre de contaminación, las autoridades habrían permanecido en la inacción, pues cisnes menos o cisnes más
¿qué le puede importar eso a un político?
El Cajón del Maipo siempre ha estado amenazado por diversas intervenciones de la industria. La argumentación de quienes lo han defendido heroicamente parece dejar indiferentes a los gobiernos, y eso porque el ámbito en que se mueve la política contingente está alejado del país real que tenemos. Así, quien entra en esa maquinaria se ve envuelto en una mecánica constituida por puras maniobras, en ausencia total de una sabiduría política y una cultura humanística que libere la mente del político de la alienación en que está sumida. Esa alienación la provoca el mito del progreso en el puro sentido económico y tecnológico, y según la lógica de los negocios. Por eso los políticos prometen, pero en el ejercicio de su cargo saben que poco o nada de lo prometido se puede realizar.
La única solución a este problema está en manos de la ciudadanía misma, y consiste en comenzar a vivir sin esperar nada de los políticos, conquistando paso a paso su autonomía como comunidad, ejerciendo de hecho su soberanía en forma directa, formándose en una escuela de pensamiento que ponga los valores por sobre los intereses, desengañándose de este modelo de civilización que ya agotó todos sus recursos, demostrando que su creciente poder como intervención del orden dado, natural y humano, nos está llevando a un colapso inevitable.