Revista Dedal de Oro N° 68
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 68 - Año XII, Otoño 2014

LINTERNA-TURA

LOS POLOLOS
Cuento originario de CECILIA SANDANA GONZÁLEZ
Profesora de Historia y Geografía, cajonina desde siempre.
Ilustración de Onii Planett para el cuento Los Pololos.

Las calles del Cajón de Maipo por aquellos años eran polvorientas, donde se oían pasar las herraduras de los caballos, que sobre ellos trasladaban a los grandes señores y a los "malacatosos" de la zona, porque eran los animales el medio de transporte principal. Los que se acuerdan de los años cuarenta en este territorio, hablan de un puñado de casas de adobe, varios potreros y poquita gente. Dicen que pasaban muchos hombres en el tren que trabajan las entrañas de la tierra, que sacaban los minerales del Cajón internándose en su vientre, pero también muchos arreos de animales equinos y ovinos que eran traídos desde Argentina por gauchos y huasos, conocedores de los pasos fronterizos.

En las calles del pueblo la entretención no se hacía esperar, las carreras a la chilena eran comunes, se juntaban los viejos, se ponían de acuerdo y cada uno con su animal a punto, se instalaba para participar. Las competencias eran de velocidad entre dos caballos donde los jinetes iban "a pelo", y "el gritón" les anunciaba la salida.

Toda la gente del pueblo se reunía a verlos, se hacían apuestas, se tomaban unos vinitos escondidos de la policía, y se compartía entre vecinos. Claro que entre tanta entretención no faltaban los accidentes, hombres que caían del caballo, y lo más trágico que se recuerda es cuando un cristiano con unos tragos de más no se percató que la carrera ya había comenzado y sin mirar cruzó la calle, siendo atropellado por un animal, muriendo en el lugar.

Entre la gente no faltaba un joven, llamado Alberto; nada mal parecido, moreno, de hombros anchos, grandes y firmes manos, siempre apostaba a ganador y se hacía el lindo con las chiquillas de la zona. Pero había una que le quitaba el sueño, la Chilita la llamaban la tropilla de hermanos que tenía, y que la cuidaban como hueso de santo. Era linda la trigueña, con las piernas más bellas de la zona, pero era muy niñita todavía para enamorarse.

Era viernes, del mes de enero, el sol ya se iba entre la montaña que nos miraba desde el otro lado del río, llamada Isidora. Los rayos sólo iluminaban los riscos que albergaban la cueva de la chancha, pero el aire se sentía calentito. Alberto llegó a la calle del cerro a presenciar la carrera de ese día. Había dos caballos, que él ya conocía. Apostó por uno rosillo, de patas anchas, el que para su suerte ese día ganó… Obtuvo mucha platita, se le ocurrió convidar a la Chilita a tomar una agüita por ahí, pero los hermanos de un ala se la llevaron. Triste se quedó, así es que decidió ir a ahogar las penas. En un boliche pidió vino para él y para los viejos que allí estaban, brindó varias veces, se apretó la guata riendo de las payasadas de los amigos, lloró por su enamorada, peleó con uno de los socios, y finalmente, cansado, decidió partir pa` su rancho.

Era tarde, agarró el tranco firme por la calle Volcán hasta la cañada sur, donde se ubicaba su casa. Ya todos dormían, solo los perros lo sintieron, pero como conocían el ruido de sus zapatos, salieron a moverle la cola. Curado como estaba, se afirmaba del lomo de los perros para no irse a tierra. Abrió la puerta, que la sujetaba un alambre, y entre medio se escuchaban los queltehues que pasaban sobre su cabeza. A la entrada de la casa había un parrón y más allá una ramada, y de ahí venía la cocina. Su madre le tenía acostumbrado, que al que llegara tarde sacara comida de la olla que estaba colgada en el parrón. Para que no se pusiera mala se dejaba al fresquito.

Alberto venía con un tremendo diente, y así medio curado y sin luz, bajó la olla del parrón, la puso en el mesón, sacó la tapa, y con una cuchara que estaba en la misma olla, le puso para adentro. No sabía qué había cocinado su mamacita, pero parecían unos deliciosos porotitos. Hummm, le sonaban los dientes, parece que tenían chicharrones, estaban medios duros, pero con la curadera todo pasaba directo no más. Los perros se acostaron en sus pies a ver si les caía un poquito… Pero después de varias cucharadas, Dedal de Oro 7 sintió que un chicharrón se le pegó en la jeta. Se asustó, lo sacó y lo tiró al piso. Los perros lo miraron y no se lo comieron. Sacó de bolsillo unos fósforos y encendió el chonchón que estaba en el mesón, lo acercó a la olla y "por la chita" los porotos estaban revueltos con pololos. Los pobres bichos se habían caído a la olla y sin poder salir se habían convertido en la cena de Alberto. Eran muchos, porque antiguamente en la zona había muchos pololos, abejorros y varios seres que hoy a duras penas se ven pasar con su zumbido.

Al Alberto le dio asco, hizo arcadas pero no pasó nada. ¡Chuta!, pensó, eso me pasa por curao. Agarró la ollita, la colgó donde iba, y sin ganas de nada se fue a acostar.

Al otro día se levantó temprano con mucha sed. Ya sus padres estaban desayunando, y su mamacita contando que alguien se había comido unos puñados de pololos. Todos se rieron de él, pero nada que hacer. Prometió no tomar más, y así lo hizo.

Y a propósito de pololos, con la Chilita, años más tarde se comprometieron, y tuvieron dos hijos. Ellos conocieron la historia y se la contaron a sus hijos… Y así recorrerá varias generaciones guardándose la memoria de nuestros ancestros, honrándola y queriéndola como a nuestro pueblo, sus tradiciones y nuestro río Maipo.

 
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