Revista Dedal de Oro N° 67
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 66 - Año XII, Primavera 2013

LINTERNA-TURA

EL LAMPALAGUA
Cuento originario de CECILIA SANDANA GONZÁLEZ
Profesora de Historia y Geografía, cajonina desde siempre.
Ilustración de Onii Planett para el cuento El Lampalagua.

El Lampalagua es una boa que habita América del Sur. Es reconocido por ser terrestre, de tamaño impresionante, vivir en cuevas hechas por otros animales; pero como algunos seres, ellos guardan secretos por los que se les teme, y con toda razón… En Chile, el primero en dejar registros de estos seres fue el sabio alemán Rodulfo Philippi.

Es reconocido con distintos nombres: Lampalagua, Ampalagua, culebrón de la tierra o boa de las vizcacheras, pero todos hablan del mismo ser. Sus colores son grises, pero con grandes manchas en su piel; los ojos son pequeños, pero embrujan con la pupila vertical; es grueso y fuerte, moviéndose por entre los árboles y los arroyos.

En el Cajón del Maipo también se ha dejado ver. En la quebrada del Papagayo corre un arroyo libre por entre las rocas, crecen los helechos, y grandes árboles nativos dejan que solo se escurran rayos de sol que permiten el crecimiento de una flora particular con musgos que se agarran de las piedras, formando pequeños céspedes. La fauna también es propia; muchos bichos, conejos, liebres y zorros deambulan por la quebrada. Quien se ha dejado ver es también el Lampalagua, que asusta a los habitantes no solo por su tamaño, sino que además por lo peligroso, según cuentan los lugareños.

Hacia el año 1967 era común hacer carbón de espino, así es que los viejos a lomo de mula salían por las laderas de los cerros en busca de la mejor leña. Casi todos andaban solos; sus animales de carga y los seres más fieles, los perros, eran quienes los acompañaban.

Don Agustín tenía cerca de El Toyo su rancho, un quincho con unas latas paradas, y muy cerca el horno para meter los palos apilados. Su día comenzaba muy temprano, antes que el sol tirara por sobre el campo sus primeros rayos. El día se aprovechaba, daba de comer a las gallinas y los gansos, a su perro, mientras la tetera se caldeaba en el fuego para tomar un buen desayuno. Los huevitos frescos no faltaban en la mesa ni el pan amasado, el olor a té recién preparado se escapaba por entre las rendijas…

La mula la preparaba para ir en búsqueda de leña para meter al horno, hacerla carbón e ir a venderla al pueblo.

Así lo hizo, como casi todos los días; era feliz, silbaba unas canciones inventadas por él, pensaba en su juventud, pensaba en sus padres, pensaba en el único amor de su vida, que dejó escapar, porque la mujer vivía por allá al otro lado del océano, con una vida que no se podía destruir. La resignación se instaló a vivir con él.

Tomaba las rutas hacia la montaña, senderos dejados por habitantes primigenios que eran dueños de estas tierras, y como siempre, se internó con su mula y su perro. Pero ese día fue distinto, porque no solo los pájaros y los bichitos le acompañaban… culebras estaba acostumbrado a ver, pero jamás nada como lo que sus ojos divisaron a lo lejos… era un culebrón enorme que le clavó sus ojos y el pobre viejo no podía dejar de mirarlo -dicen que es la forma de hipnotizar del Lampalagua antes de devorar a su presa-. El perro comenzó a ladrar y la mula se le soltó de las manos retrocediendo con mucho temor a tranco largo… mientras el culebrón no dejaba de mirar al hombre con esos ojos hechizantes. Fue como si estuviera preparando a su presa; avanzaba tambaleando su cuerpo entre las hojas y las piedras, sonaban sus escamas y el hombre de pie sin decir palabra, inmóvil. Es la manera del Lampalagua de comer presas grandes, su estómago resiste a un hombre completito.

Ya muy cerca el culebrón del hombre, abrió su boca mostrando sus enormes colmillos, y cuando estuvo a punto de devorarlo, su mejor amigo, el perro, le agarró los pantalones y le pegó un buen mordisco por las canillas al viejo, dolor que lo hizo despabilar, frente a frente del Lampalagua; se le salió un aullido desde las entrañas y retrocedió sin cesar. El culebrón era demasiado pesado, demasiado enorme para moverse rápido por entre los árboles, así es que a tropezones el hombre bajó de la montaña junto a su perro; de la mula no supo en varios días, tampoco se atrevía a salir a buscarla.

Ese día bajó al pueblo a la iglesia, a rezar y agradecer por estar vivo; se arrodilló frente al Cristo en la cruz y le pidió que lo cuidara y cuidara a su antiguo amor allá en la lejanía.


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