Revista Dedal de Oro N° 64
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 64 - Año XI, Otoño 2013

TRADICIÓN ORAL

EL MANDINGA
CECILIA SANDANA GONZÁLEZ, Profesora de Historia y Geografía, cajonina desde siempre.
ILUSTRACIÓN : DE EL MANDINGA POR ONII PLANETT

La Tierra está llena de seres fantásticos: plantas, humanos, animales, donde cada cual tiene su función; cada cual necesita del otro para vivir en esta gran casa que es la Tierra.

Corrían los primeros años del siglo XX en el Cajón del Maipo, recién se construía el Ferrocarril al costado del río, pequeños caseríos conformaban el pueblo, las distancias se hacían enormes para llegar a la capital, lugar que muchos lugareños jamás conocieron, al igual que hoy en día. Dicen que había muchas siembras, que de los árboles frutales pendían las frutas perfumadas y muchos animales transitaban por la única calle que sube y baja por el Cajón.

En El Canelo habitaba un hombre de piel morena, casi negra, al que apodaban Mandinga (era descendiente de los esclavos negros traídos desde África). Había llegado escapando desde las pampas salitreras del norte después de la gran matanza de los obreros. La policía lo seguía, por lo que encontró un buen lugar donde refugiarse entre estas montañas, que sin conocerlas sentía una atracción especial por ellas.

Le dieron trabajo en el fundo y un rancho donde acostar los huesos. Dicen que era bueno pa' la pega, "que trabajaba como negro", abrutado con la pala, pero muy re buena persona. No era de muchas palabras, pero ayudaba a sus compañeros en lo que podía. Los labios se le resecaban con el sol y le sangraban, pero nada detenía su rutina. A todos parecía muy extraño que no se juntara con nadie, que a la hora del almuerzo se sentara bajo un árbol con un libro en la mano, que tenía unos símbolos raros,… y como es común la gente comenzó a elucubrar explicaciones: que era la historia de su pueblo, que era brujería de África, que era un libro del diablo, que contaba historias cochinas y muchas cosas más. Pero él, tranquilo, miraba al cielo, apuntaba su vista al sol y a la libertad.

Un día yendo hacia su rancho encontró un gato roñoso, todo pelado y legañoso, lo tomó entre sus grandes manos y lo meció reconociéndolo como su futuro compañero. Le curó las heridas, engordó y creció. Lo llamó Facundo como su abuelo, pues dicen que los gatos cuidan de nuestros sueños para que ningún ser entre al hogar que ellos habitan. Son muchas las culturas que tienen la mismas creencias con respecto a los felinos.

Facundo dormía con su dueño, le ronroneaba, lo esperaba por las tardes en la puerta haciendo de ellas grandes fiestas, le llevaba tremendos guarenes de trofeos y por las noches se comía las arañas, los grillitos y cualquier animal que transitara cerca de él.

El Mandinga siempre creyó en la libertad del ser humano, en la libertad de sus antepasados; supo de cómo su abuelo y muchos más fueron traídos en un barco holandés hasta el puerto de Valparaíso, como viles animales, y de su llevada hasta las pampas a trabajar como esclavos,… pero su gran pena era no lograr zafarse de las cadenas de sus padres, que seguían trabajando en el salitre, de su madre mestiza violada por poderosos y de todas las injusticias del trabajo. Ahora se sentía bien, estaba ocupado en lo suyo, no lo jodía el patrón, tenía su rancho y su gato, le pagaban unas chauchas y recibía la galleta diaria, ración de pan entregada en los fundos a los inquilinos; ahora qué más podía pedir,…pero su ánimo iba más allá.

Siempre supo que su destino no podría cambiar, pero sus ancestros contaban con una técnica para escapar del sufrimiento. Dicen que lograban la libertad, que lograban la paz interior, y era la forma de estar cerca de los dioses. La manera se aprendía en África, los curanderos la usaban y el Mandinga la debía poner en práctica. Junto con lo que sabía de su abuelo, lo complementó con un libro que compró en Antofagasta, donde se explicaba la fórmula para que el alma dejara el cuerpo sin morir.

Esto consistía en un sistema de concentración profundo durante la noche, no debía ser molestado ni menos despertado. Cerrando los ojos con la mente en blanco se lograría desprender de su cuerpo, abandonándolo por varios minutos, lo que daba la posibilidad de viajar por la Tierra, por el infinito, pero siempre con el cuidado de no perderse y lograr llegar al cuerpo nuevamente. Dicen que el alma al desprenderse puede ver el cuerpo, pero mientras eso ocurre también puede desdoblarse, convirtiéndose en un pequeño insecto que se cubrirá cerca del cuerpo: pero si cualquier cosa llega a ocurrirle a este ser, el alma se queda vagando por el espacio y el cuerpo muere sin ninguna explicación.

Muchas fueron las preparaciones para hacerlo, le costaba concentrarse, llegaba muy cansado a diario y terminaba roncando cuando comenzaba su sesión, pero de a poco fue concentrándose hasta llegar a lograrlo. El primer día salió, pero se asustó regresando de un salto hasta el cuerpo, sin embargo cada día, con más práctica, iba más lejos, más lejos y más lejos.…Pero hubo algo que no previó.

Uno de esos días de viajes nocturnos de su alma, la parte que se quedaba, el pequeño insecto, fue descubierto por el felino que cuidaba el sueño de su amo, devorándoselo sin piedad.

Cuentan que a los dos días encontraron el cuerpo del Mandinga, sin rastros de sufrimiento, helado, sin vida, a Facundo acostado a su lado,…y lo que a todos asustaba era que mientras velaban el cuerpo amortajado los inquilinos del fundo, se movían las cosas de la rancha sin ninguna explicación. Cuentan que hasta el día de hoy se le puede ver errante por los caminos, convertido en un alma que ayuda a quienes trabajan en las labores del campo en el Cajón del Maipo.

Del gato nunca más se supo. Algunos peones dicen que se murió de pura pena.

 
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