Conocí a los bioferontes cuando tenía quince años, paseando a caballo por el cerro. Acompañaba a don Segua -cordonero del fundo- quien iba en busca de un rebaño de cabras que esperaba en Las Quinguas, al otro lado del Rodeo Alfaro. Enfrentamos el sendero del Paso de las Vacas como a eso de las ocho de la mañana. Las cabalgaduras no estaban exigidas pero las notaba inquietas. Un desprendimiento de tierra seguido de un leve movimiento del terreno, me hizo alertar a don Segua.
-¿Sintió, don Segua?
-¡Mmjú! Aquiete la bestia y quédese calladito mire que por ahí debe andar un "caballote".
-¿Un caballote?
-Sí. El caballote es un animal inmenso. Pocos lo han visto, pero lo han oído relinchar y mover la tierra. Nadie los ve, nadie los encuentra, pero yo sí.
Remontamos la loma y a unos treinta o cuarenta metros estaba el bioferonte. Era un bioferonte macho. En ese tiempo yo no tenía idea de sus sexos, o la diferencia frontal como el cayo córneo. Este lo tenía. Años más tarde supe de él por el escrito de la Profesora de Antropología Danielle Machaux de la Universidad de Bolonia, publicado en 1946. Masticaba ramas de olivillo y en sus pausas coceaba el suelo provocándole estremecimientos a la tierra. En verdad que era muy grande y pesado. De a pie yo apenas le llegaría hasta el ombligo. Gordo, pardo, pero se notaba apacible. Al percibir nuestra presencia, el animal giró su corta pero musculosa cabeza de cráneo ancho y alargado, una mezcla de caballo con alce, no sé, y caminó con pasos macizos hasta perderse de vista por entre follajes, vericuetos y acequias entramadas por espinos, rozando con fuerza el mataje. Quedar asombrado es poco decir, debe ser maravillado.
Una vez fluida la adrenalina, proseguí la ruta con don Segua, que, al parecer, sin darle importancia al encuentro, jineteaba sonriente.
-Esta no la cuente -dijo-, porque no le van a creer. Lo van a mandar al opendór (Open Door), ¡ja!
Seguimos con nuestro recorrido hasta divisar, desde la punta del cerro, los tres esteros de Las Quinguas.
-Estoy seguro que andan más caballotes por este lugar, capaz que me hayan correteado el ganadito pa'l otro lado de Las Romazas, ¡vamos a tener que andarle harto!
Bajamos en silencio, comenzó sentirse la tierra moviéndose y se escucharon sus sonidos, un relincho ronco y largo. Un relincho más suave y corto respondió. Una manada de más o menos siete bioferontes, con crías, se había adueñado de las aguas de los esteros. Un macho (probablemente el mismo que divisamos en el Paso de las Vacas), cuatro hembras y dos crías. ¡Qué alboroto! Mágico, ultradimensional. De sus kilos de excrementos rezumaba un aroma a enhebro.
-Acerquémonos al tranquito pa'que no se molesten, mire que andan con crías y las hembras cargan -me advirtió don Segua-. Si pasamos al pasito en contra del viento, nos vamos por Las Romazas. Por ahí ha de estar repartido el cabrerío.
-Hecho- le respondí, aún abismado.
Sin embargo, una hembra overa rechoncha se desprendió de la manada y caminó con su fuerte peso en dirección a nosotros. "¡Galopar!", pensé de inmediato, pero don Segua me apaciguó.
-Tranquilo, chei, que no nos va a perseguir mucho, sólo nos está indicando que nos alejemos. Siga así sereno.
Nos dirigimos a otra cumbre donde se avistaban las inconfundibles manchas de las cabras pastando por los muslos cerrunos y riscos ricos en pastura. Esa noche, ya acostados en nuestros cueros, a la intemperie, cielo estrellado, luna creciente, desde algún lugar, en una quebrada de las otras lomas o desde la cima del cerro de enfrente, escuchamos el canto diáfano de los bioferontes (algo así como ñigggh ouf, ooooouuufff-m…)
-Ese es el canto de los caballotes- dijo don Segua. Luego se acomodó y se largó a dormir.