Revista Dedal de Oro N° 62
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 62 - Año XI, Primavera 2012
LINTERNA-TURA
ELEGÍA A LA MUERTE DE UN HOMBRE VIEJO
ALEJANDRO CARMONA BELLO, MÉDICO OBSTETRA-GINECÓLOGO

Observa atentamente lo que te voy a contar. A Pompeyo, un muchacho bastante atrabiliario y trasgresor, le gustaba merodear noche tras noche en tugurios y pubs musicales porteños, sin distinción alguna. Su compañera era una tremenda angustia que corroía silenciosamente sus pensamientos y alimentaba su pasión por el Jazz. Muchos días de cansancio y embriaguez marcaban los surcos de su rostro enajenado. Sus pies ya temblorosos acortaban su marcha vacilante.

A la hora del crepúsculo mortecino, una ráfaga de luz paralizó su andar en aquella esquina cerca de su estudio de grabación. La velocidad de la estampida del motorizado lo azotó hasta dejarlo inconsciente ahí, en esa calle ensangrentada. Vecinos misericordiosos y transeúntes vigiles asistieron su cuerpo dislocado. Acudió la Emergencia Móvil a su traslado y la Posta lo recibió como morada sanadora. Manos de mujer, suaves y trabajosas de tanto acoger, manos rudas de hombres sabios que socorren cuerpos en quirófanos y máquinas escrutadoras duras, lo llevaron quietamente a la conciencia.

En la antesala, en una camilla vecina, un anciano cubierto con sábanas sudorosas a modo de mortaja, lo observaba con ternura y algo de pena.

"Hijo mío; cuánto has gemido con tropiezos de palabras y balbuceos musicales".

"Nada, hombre viejo. Mi dolor de cuerpo es migaja comparado a este dolor del alma que acrecienta mi angustia".

"¿Cuál es tu dolor, hijo mío; que no hay congoja, llanto ni miseria que el tiempo no cure?"

"Es por estos cortos años de tanto errar con terribles penas de amor. Ya no hay llanto que calme mi dolor. Nací con poco amor de madre y sin padre a mi lado. Fui un intruso en casas ajenas. Peregrino en calles sombrías. Una noche de otoño, al abrigo de un árbol deshojado, la encontré –a ella- adornada en harapos y embriagada de placer en un torbellino de cannabis alucinante. Compartimos noches felices de fantasías y gozo; pero la dicha es corta, hombre viejo. Sucedió que a las vísperas de un día de primavera, llegó un poeta vagabundo. La sedujo a mi lado, mientras yo, abandonado por el éxtasis del alcohol, recorría mundos oníricos llenos de orgía musical. La lloré días y noches enteras cargadas de nostalgia y de dolor con olor a muerte".

"Un viaje al infierno. ¿Qué calmó tu tragedia?"

"Hombre viejo, la música de jazz. Mi fiel compañera.

Hago música, la canto y la sufro". ¿Y tu vida?"

"Soy un solitario campesino. Una noche sin abrigo dormí a la intemperie. Tres días más tarde fui adormecido por un terrible dolor de pecho. Respirando sangre y con mirada febril, niños vagabundos y compasivos me entregaron a este sitio de sanación".

"Te ves mal, hombre viejo".

"Vivo abandonado. En mi juventud cantaba y soñaba con tu música. Aquí soy como el esclavo algodonero. Me gusta el "Blue", canto del negro sufriente".

"La música, la miseria y el dolor hoy nos hermana. ¿No? Me gusta tu sonrisa y la ternura de tu mirada, hombre viejo."

"Dame tu mano. Eres el hijo que tuve y que nunca regresó..."

Ese momento, ahíto de profundos sentimientos y emociones, fue interrumpido por una silenciosa Asistente que trasladó al hombre viejo a una sala de mejores cuidados.

"Hombre viejo, ¿cómo es tu nombre?"

"Efraín".

"El mío, Pompeyo, y que los dioses sean contigo".

Días después, Pompeyo despertó angustiado y adolorido por metales que articulaban sus huesos. Se acercó la misma silenciosa Asistente. Lo acogió con su mirada atenta a sus requerimientos.

"Mujer, no calmes mi dolor. Dime: ¿Efraín?"

"Murió con sus pulmones rotos y en un vértigo febril irrecuperable".

Se oscureció el rostro de Pompeyo. Lágrimas adoloridas surcaron su faz angustiada.

Cerca del amanecer de un día otoñal, salía Pompeyo de su estudio de grabación a paso rengo. Su rostro estaba iluminado por una sonrisa de encanto por su novedosa creación musical. Tatareaba un melódico "Blue" con versos elegíacos a Efraín. De súbito, un destello a lontananza iluminó su trajín. Miró al cielo difuminado de estrellas y, como un fantasma, pudo distinguir a un hombre viejo amortajado en sábanas sudorosas, sonriéndole con tierna mirada.

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