Revista Dedal de Oro N° 62
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 62 - Año XI, Primavera 2012
LINTERNA-TURA
EN BUSCA DEL AMANTE PERDIDO
LA AUTORA DE ESTE CUENTO, ANGGIELA DORADOR CHIPANA, TIENE RECIÉN 19 AÑOS, LE GUSTA ESCRIBIR, LEER (EN ESPECIAL LIBROS FANTÁSTICOS Y MARAVILLOSOS) Y DIBUJAR ESTILO ANIMÉ. LA ILUSTRACIÓN TAMBIÉN ES DE ELLA. TERMINÓ 4º MEDIO EN EL COLEGIO PIAMARTA DE LA ESTACIÓN CENTRAL Y ACTUALMENTE ESTUDIA PEDAGOGÍA EN INGLÉS EN LA UNIVERSIDAD DE SANTIAGO.

Caminó en silencio por el pavimento. Eran las once de la noche y nadie iba por la calle. Sus pies descalzos no tocaban el suelo, pero lo aparentaban a la perfección: la distancia entre ella y el asfalto era imposible de notar. El vaivén de su vestido dejaba al descubierto la hermosa y delicada figura de su cuerpo. Vestida de negro se camuflaba en la noche, algo no necesario de todas maneras. Aunque su piel pálida llamase la atención, ella no recibiría miradas de quien no fuera el destinatario de su mensaje. Paró en seco por un momento y miró la ventana del cuarto piso que, encendida, aguardaba su llegada. Sonrió. Repasó uno a uno los datos de la persona en su cabeza. El libro esperaba a la firma de su alma. La tierra impaciente clamaba su regreso. Sacó de su bolsillo el reloj que, silencioso, recorría los segundos. Había llegado temprano, así que pensó en divertirse un rato.

A medida que subía silenciosa las escaleras, veía momentos agónicos en los que había hecho sufrir a muchas personas, aunque ella era un mero personaje incidental en sus vidas. No se sentía culpable. Es más, se regocijaba, pues con cada una de ellas era cuando más podía sentirse cerca de quien amaba. Llegó al frente del departamento y cruzó la entrada, como si de un fantasma se tratase. Apagó cada una de las luces de las habitaciones mientras miraba las cosas que allí había, cosas de un muchacho atormentado, enamorado, a veces feliz, a veces desgraciado. Un suspiro se escuchó desde el baño. No se demoró y fue hacia allá. El agua recorría el piso. Las llaves del lavabo y de la tina estaban abiertas. Miró la escena y, compadecida, cerró la llave del lavamanos y se dirigió a la tina, donde el cuerpo castigado de un joven descansaba de forma dolorosa apoyando su cabeza en la baldosa de la bañera. Aún respiraba y sus ojos estaban entrecerrados, sin brillo.

En primera instancia, cuando la vio entrar por la puerta abierta, tuvo ganas de tocarla, saber si esa piel blanca, tan pálida como una hoja de papel, no era una mala pasada de su cabeza hecha pedazos. La miró de pies a cabeza.

Tenía el cabello muy largo, hasta más allá de la cadera, color azabache. Sus ojos, del mismo color, parecían carecer de escleróticas, y sus labios, en contraste a su piel, era rojos como la sangre. Su figura era delgada y alta, con un vestido antiguo, roñoso, que se abrazaba a sus hombros y caía en forma de picos. Llevaba una sonrisa, pero también en su semblante había algo de amargura. Cuando se acuclilló a su lado apoyó su cabeza para poder mirarlo un rato más. Tenía tiempo de sobra.

-Me pregunto… cómo es que estando aquí al frente tuyo no te doy miedo. Muchos viejos gritan que les dé un poco más de tiempo. Tú sabes quién soy y sospechas adónde te llevará mi puente...

Cierto, él sabía bien quién era, adónde iría. No había actuado bien durante los últimos cinco años de su juventud, pero poco le importaba. Había purgado bastante tiempo en la vida y no le importaba si el infierno lo castigaría. Ya fuerzas no le quedaban y no quería más luchas. Aceptaría conforme y resignado lo que le aguardaba al otro lado de la puerta.

La mujer suspiró y lentamente se levantó, en silencio. Su mano huesuda y helada acarició el rostro del joven, quien, agradecido, cerró sus ojos mientras deseaba un beso. Un beso de ella, la señorita Muerte, quien volvía a sacar el mismo reloj silencioso de oro negro. Ya era hora de que dijese adiós. Del mismo bolsillo del que provino el reloj sacó una cajita, que contenía un pergamino, una pluma y un pequeño frasco de cristal. Él la miraba absorto. Ella volteó hacia él y le dedicó una sonrisa. Nunca había estado en el infierno, sin embargo alguien le había contado que no era lo que uno imaginaba, sino mucho peor.

-Ahora te explicaré en qué consiste el ritual -le dijo luego de dedicarle la sonrisa-. ¿No quieres que apague la luz? Bueno, de todas formas verán tu muerte en este nicho. ¿Y para qué esperar a la mañana? Uf, realmente me pasé de divagar hoy.

Él quiso reír por un momento pero sentía que no debía. Además, sus costillas le dolían y hablar le sería una tortura.

-¿En qué andaba? ¡Ah, sí! No sé por qué te lo explico, pero en fin, meteré tu vida en este pequeño frasco, porque éste es mi trabajo. Y bueno, tu alma irá en un viaje en el que verás dos caminos.

En ese momento sintió una leve esperanza de no tener que ir al infierno, pero ella continuó:

-Aunque no importa cuál tomes, igual llegarás al lugar que te corresponde según hayas sido.

Sintió en su interior como un vidrio rompiéndose, junto a la risa hueca de la chica.

-Y firmarás este pergamino, al que yo llamo "el libro de firmas". Es un mero trámite. Eso es todo, no entraré en detalles porque, aunque el tiempo es eterno, tú tienes uno que terminará pronto.

Entonces le pasó la pluma e hizo que firmara con la poca fuerza que le quedaba. Después tomó una pequeña llave de marfil, utilizada como colgante, y abrió una puerta invisible en el aire, de donde sacó su guadaña. Apoyándose en ella se acercó al joven, quien, cerrando sus ojos, permitió que ella le diera el último beso. Fue un beso frío, un beso que se llevaba todo el calor que le quedaba en el cuerpo de mortal y que ni siquiera alcanzó a notar. Él volvió a abrir sus almendrados ojos y los cerró muy lentamente, dejando que su cabeza se apoyara en la esquina de la loza de la bañera con todo su peso. Suspiró. La muerte se apresuró a tomar ese último hilo de vida exhalado de la boca del ahora muerto para guardarlo en el recipiente, que ya contenía unas gotas de una sustancia muy pura.

Se levantó en silencio. Con su guadaña hizo unos cuantos movimientos sobre el cuerpo inerte. Luego de unos segundos de inmovilidad y silencio, una fuerza salió del cuerpo. Ya no tenía vida, ni tampoco alma.

Miró con agrado el pequeño y delicado frasco de cristal y sonrió con satisfacción. Era una sola gota y aún faltaba mucho que llenar para poder hacer que su amante -"la vida"- volviera a tener figura, como la de ella. Pero algo es algo, y aunque su trabajo fuera el más penoso y tortuoso de todos, estaba conforme, pues no podía acercarse más y más a su amor que haciéndolo a través de todo el mundo.

-Corresponde que diga buenas noches, cuerpo, antes de que te vuelvas tierra. Que en paz descanse el alma que alojaste los pocos años que viviste.

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