Revista Dedal de Oro N° 62
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 62 - Año XI, Primavera 2012
SAMARA : SEMILLA AL VIENTO
¿DE DÓNDE VENGO?
CARLOS MORENO LARA

Primera historia

Desde las ventanas del laboratorio, en el piso doce del Columbia Medical Center, miro hacia el río Hudson. Se ve hermoso a la luz del atardecer -el agua, el puente George Washington-, y en la ribera opuesta brilla New Jersey bajo el sol de septiembre. Todo eso me pone de buen humor y salgo del trabajo con la idea de comprar un regalo para Valentina. El propietario de aquella tienda, un hombre calvo y de piel morena, bastante alto y mayor, me pone mala cara cuando le pido que me muestre unos pañuelos de la India que expone en una vitrina. Me mira fijo y me dice, grosero, que le indique qué deseo comprar y él me lo pasa, porque yo no estoy en la tienda como cliente y sólo vengo a comparar precios porque trabajo en el rubro. Podría haberme marchado en ese momento, lo que hubiera dejado al sujeto pensando que efectivamente era un competidor. Sin embargo, me gustaban las cosas que tenía y sus precios eran razonables. Ganó mi buen humor y le contesté que era un cliente y todo lo que quería era mirar y tocar los artículos. Otra larga y venenosa mirada, para luego dejar, de muy mala gana, una serie de pañuelos a tres precios diferentes. Tras un breve examen elegí uno de los artículos y le dije al propietario que me lo llevaba. Con una actitud muy diferente, y un aire de persona azorada, comenzó a empaquetar el pañuelo. Luego me pidió disculpas y me preguntó de dónde era. Cuando supo que era chileno, cambió del inglés a un castellano bastante pasable. Evidentemente seguí la conversación en mi propia lengua y en ella el hombre me confesó que cuando entré a la tienda él pensó de inmediato que yo era de la India y ahora, aclarado su error, había decidido hacerme una rebaja, a modo de disculpa. A Valentina le gustó el regalo, con la anécdota como estrambote.


Segunda historia

No hacía mucho tiempo que residíamos en Londres. Nuestros hijos iban a una escuela primaria local y el menor de los dos fue invitado por un compañero a celebrar su cumpleaños. Por estas tierras, suele ocurrir que en la invitación los padres especifican con precisión las horas asignadas para el evento, de manera que yo llamé a la puerta, en casa del festejado, a las 19:00 en punto para recoger a nuestro hijo. Abrió la puerta una amable señora, que evidentemente era la madre. Aunque no nos conocíamos, ella dio muestras de saber quién era yo, puesto que tras saludarme dijo que traería a mi hijo enseguida. Me quedé esperando por uno momentos hasta que ella reapareció con un niñito al que le decía, "Aquí está tu padre, Takeshi". ¡Oh inefable misterio! Esta buena señora, tras verme la cara, me asignó como hijo a un simpático japonesito.


Tercera historia

Hacía ya varios años que Valentina y yo pasábamos temporadas largas en Medina Sidonia. Le habíamos tomado un cariño entrañable al pueblo y ya teníamos bastantes conocidos y amigos. Una mañana pasaron un par de asidonenses por la calle y cerca de una ventana abierta de nuestra casa. Conversaban. Claro dejo gaditano y a gritos, como se acostumbra por esos lados: "A esta casa se ha venío a viví un moro". Otros del pueblo no están de acuerdo y hay vecinos que juran que soy inglés. Hay un tercer grupo para el cual yo soy "el americano", lo que podría significar muchas cosas, puesto que un sujeto de Nueva York me dijo que yo tenía pinta de piel roja. En aquella época de New York yo no llevaba barba.


Cuarta historia

Por un tiempo tuve un colaborador chino trabajando en el tema de la meningitis bacteriana. Venía de Sechuan y me trataba con riguroso respeto, porque yo era el jefe, aunque quedaba perplejo por las características de la relación totalmente informal que yo tenía con él y con el resto de las personas que colaboraban en mi trabajo. Vivía solo, aunque era casado y tenía dos hijos, pero el resto de su familia estaba en Chengdu. Poco a poco fue ganando confianza y una tarde, cuando charlábamos y bebíamos té, me dijo que yo me parecía mucho a los chinos de Sinkiang, un enorme territorio en la región más occidental de China. Luego agregó: "no solo en lo físico, también en temperamento. Yes, very similar". No me asombré, por supuesto. Ya nada me asombraba en lo que a ese tema se refiere. Tras asistir a una charla en un hospital de Londres, al concluir la charla y discusión, el expositor, que yo no conocía personalmente, se acercó a mí y con una sonrisa me dijo que durante su presentación tuvo la peregrina idea, al verme, de que yo era Primo Levi. "Muy honrado -le respondí- pero ambos sabemos que no puede ser verdad". Nos despedimos muy cordialmente.

No tengo datos respecto a ningún antecesor mío que provenga de los lugares pertinentes en lo que a las historias que he contado se refiere. Esto no quiere decir que no existan, por supuesto, pero es improbable que tenga todos esos orígenes. A menos que la leyenda sea cierta: Osvaldo Cori, nuestro profesor de bioquímica en la Universidad de Chile, me dijo un día, riendo, que yo era Sumerio. Aproximadamente hace quince años estábamos, con Valentina, en el Louvre visitando la sección correspondiente a las antiguas culturas de Mesopotamia. De pronto ella me llama diciendo que allí estoy yo, y señala un busto de piedra de un sujeto que, efectivamente, se parece bastante a mí, pero sin gafas. No me cabe duda de que el personaje aquel vivió en Ur, la ciudad más importante de la región hace por lo menos cuatro mil quinientos años. Era la capital de Sumer. Lo imagino, a mi alter ego, de pie en la cima de un zigurat contemplando el Éufrates. Cuando cayó Sumer, derrotado por culturas más poderosas, algunos sumerios migraron hacia otras tierras llegando a Europa y diversas regiones de Asia y África. Pasaron a India, a China (vía Sinkiang, supongo) y, muy probablemente, a Japón, donde se quedaron a vivir con los Ainus. Lo cual explicaría la historia de Takeshi.

Cambridge, marzo, 2012.

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