Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 59 - Año X, Verano 2012
EXCURSIÓN
EL CÍRCULO ESTÁ COMPLETO
JUAN PABLO YÁÑEZ BARRIOS

Solemos relacionar la montaña con la mística y el misterio, quizás porque ella posee poderosas energías y porque, al mirarla, nos insta a meternos hacia adentro frente a su enormidad. En la Tierra hay numerosas cumbres llenas de simbolismos. Por ejemplo, El Fujiyama, volcán ya apagado y cumbre sacra de los japoneses, el hogar de las divinidades y el puente natural entre la tierra y el cielo. Su irradiación de serenidad bajo la nieve que lo cubre resume el espíritu de meditación del Japón, a pesar de que el país hoy vive sumergido en el cemento y en la agitación tecnológica.

También tenemos, en el Cáucaso turco, el sagrado Monte Ararat, otro volcán ya fuera de actividad. Los armenios lo llaman Masik -El Divino- y los persas Koh-e Nuh -la Montaña de Noé-, pues según la tradición bíblica fue en sus cumbres donde el Arca de Noé, después del Diluvio, volvió a tocar tierra.

Por su parte, el macizo del Himalaya -la Morada de las Nieves-, al norte de la India, es el origen y el fin de la deslumbrante mitología hindú. Al principal pico del Himalaya, en la frontera nepalo-tibetana, nosotros lo llamamos Everest, pero su nombre legítimo es Chomolungma -La Diosa Madre-, nombre con que lo bautizó el que mejor lo conoce y más lo quiere: el pueblo del Tibet.

En la isla de Creta, cuna de la cultura greca, amparado en una gruta del Monte Ida, el de mayor altura en Grecia, nació Zeus, suprema deidad de la bóveda celeste y de los fenómenos atmosféricos, cuyo imperio se extiende desde los dioses del Olimpo hasta el mundo de los mortales.

La lista de montañas sagradas es larga. La irradiación energética de sus masas produce en el ser humano una adoración que pasa por el respeto, el temor, la fascinación sensual y la inspiración mística. Todo nace de la mente. Ella dirige al cuerpo y lo hace avanzar, a seguir deseando alcanzar las cumbres, que son la otra cara de los abismos. Nietzsche lo dijo: "Cuando se ama el abismo hay que tener alas". Alas para no estrellarse. Alas para planear por la lucidez.

CUANDO UNO VIVE EN LA CERCANÍA DE LAS MONTAÑAS –EN EL CAJÓN DEL MAIPO, POR EJEMPLO-, UNA CORTA EXCURSIÓN POR LA PRECORDILLERA SIRVE PARA DESPERTAR EL SENTIMIENTO DE LOS SIMBOLISMOS RELACIONADOS CON ELLA. EN EL LIBRO CHINO I CHING –QUE ES CONSIDERADO EL MÁS ANTIGUO DEL MUNDO Y QUE CONTIENE 64 SIGNOS ORACULARES- EL NÚMERO 52 SE LLAMA EL AQUIETAMIENTO O LA MONTAÑA. AQUÍ SE IDENTIFICA A LA MONTAÑA CON EL HECHO DE QUEDARSE QUIETO, Y SE DICE QUE LOGRANDO AQUIETAR LOS PENSAMIENTOS SE LOGRA TAMBIÉN CALMAR LA AGITACIÓN DEL CORAZÓN. ES DECIR, LAS CONSTRUCCIONES MENTALES SON LAS CAUSANTES DE LAS PASIONES, DE LOS SUFRIMIENTOS, DE TODA ALTERACIÓN DEL ÁNIMO. CUANDO EXISTE UNA SITUACIÓN DADA, LA MENTE CONSTRUYE OTROS MUNDOS A PARTIR DE ELLA, SE PASA PELÍCULAS Y ALTERA LA CALIDAD DE VIDA. LA MENTE SUELE NEGARSE A ACEPTAR LO QUE HAY, NIEGA LA REALIDAD Y CREA RESISTENCIAS QUE HACEN SUFRIR. POR ESO, EN ESE SIGNO DEL I CHING PUEDE LEERSE: EL NOBLE NO VA EN SUS PENSAMIENTOS MÁS ALLÁ DE SU SITUACIÓN. Y AÑADE: "UNA VEZ QUE LA PERSONA HA LOGRADO AQUIETARSE EN SU INTERIOR, PUEDE DIRIGIRSE HACIA EL MUNDO EXTERNO. YA NO VERÁ EN ÉL LA LUCHA Y EL TORBELLINO DE LOS SERES INDIVIDUALES, Y SERÁ DUEÑA DE LA VERDADERA QUIETUD NECESARIA PARA COMPRENDER LAS GRANDES LEYES DEL ACONTECER UNIVERSAL Y EL MODO DE ACTUAR COMO CORRESPONDE". PERO CUALQUIERA SABE LO DIFÍCIL QUE ES MANTENER A RAYA LOS PENSAMIENTOS Y SUS ESPECULACIONES. EN OTRAS PALABRAS: CUESTA SER NOBLE.

En verano el sol pega fuerte en el Cajón del Maipo. Un día de enero, hace años, bebí tres litros de agua, me puse un sombrero de paja y una bolsa de cuero a la espalda -con algo de comer y beber- y, a media mañana, ya cuando el sol comenzaba a quemar, comencé a subir hacia el oriente, por las alturas crecientes a medida que uno va internándose en la cordillera. Mi intención no era llegar a las cimas, sino hasta donde mis piernas resistieran y, cuando el sol se escondiera, comenzar a descender.

Camino por el cuerpo inmóvil, silencioso, del hijo menor del cielo y la tierra. La montaña está detenida. Hay quietud. Mientras avanzo asciende por mi cuerpo la calma y el silencio. Subo por una cuesta caliente y empinada, aceptando ese sol cegador que amarillea en el cielo. A veces me alivia una brisa, a veces oigo el fluir de agua.

Avanzo más bien como los antepasados, sujetándome de las piedras y apoyándome en bastones de palo seco. No cargo una mochila plástica multicolor llena de cierres y cordones, no llevo envases de aluminio, ni botas macizas. Llevo sandalias livianas. Resbalo en las cuestas y las piedrecillas hirvientes se me meten entre los dedos. Está bien. No estoy subiendo el Chomolungma, sino una elevación modesta de la precordillera. Pero la leyenda dice que son muchos los que se han perdido en los barrancos y en las cimas de estas modestas montañas.

Entro por una quebrada de menor pendiente. A poco andar, veo un litre y me siento a su sombra, en una roca. Las gotas de sudor de mi rostro caen en el polvo. Estoy casi sin aliento, pero logro inhalar profundo. Mi corazón, cansado y caliente, late en la quietud que me rodea. La agitación del ascenso es más fuerte que el silencio y el sosiego del entorno. Ese es el problema del corazón, ese es el problema de la mente. En medio de la quietud, irrumpe la inquietud. En medio del ahora, la mente se traslada al pasado o al futuro. Alguien me dijo una vez que lo más difícil de la vida es conseguir la paz interior. Una vez conseguida, uno puede darse cuenta de que los trastornos de las relaciones con los demás, de la vida relacional en general, no forman parte intrínseca de uno.

Enderezo la espalda. Por ahora lo adecuado es quedarse quieto, hasta que se calmen los latidos del corazón. Cada cosa tiene su hora. Ya llegará el momento de continuar avanzando. Cierro los ojos. Mi respiración se ha calmado. Si lograra de verdad aquietar mi corazón -aquietar la mentedesaparecería el torbellino exterior. Las pasiones serían como una película que puedo observar. Voy a seguir avanzando hacia la cima. Se trata sólo de mis pequeñas montañas cotidianas, las que miro cercanas todos los días desde la ventana de mi casa. El sol brilla en lo alto.

De pronto, llama mi atención una cruz chueca, poco más allá, hecha de la madera agujereada de un cactus seco, clavada a pocos metros de la entrada de lo que supuse una pequeña caverna. ¿Una tumba? ¿Estoy soñando? Me acerco y tomo asiento en otra piedra. Al fondo queda la boca negra de la caverna, a cinco metros de ella yo, y entre ambos, la cruz. La brisa cesa, todo se detiene. Y recuerdo entonces una leyenda absolutamente olvidada, de cuando yo era chico, que me contó doña Rosita, la señora de don Juan, el cuidador de la parcela de mi abuelo:

PUEBLITO EN SUIZA, CAMINO A LOS ALPES
20 ENERO 1990, LLEGANDO A LA
CUMBRE DEL CERRO DE LOS RISCOS.


 



Vista San José de Maipo
VISTA DE SAN JOSÉ DE MAIPO, COMPOSICIÓN DE DOS FOTOGRAFÍAS TOMADAS POR EL AUTOR DE ESTE ARTÍCULO
EL 20 ENERO 1990, DESDE LOS RISCOS, APROX. 17 HRS.,
EN UNA EXCURSIÓN EN SOLITARIO.
Una campesina joven, cada primero de noviembre, en vez de ir al cementerio, subía el cerro hasta un sitio en que se hallaban una caverna y una cruz. El finado que allí yacía -me contó doña Rosita- era un hombre que había muerto de viejo una vez que se había accidentado en el lugar. Se lo había enterrado allí mismo dadas las dificultades de trasladarlo hasta el poblado. El hombre había encontrado la muerte debido a su imprudencia, pues ya era muy viejo para subir a la montaña. Había querido ir más allá de lo que podía. Era un tipo muy enamorado, que se pasaba la vida corriendo tras las mujeres. "Le faltó sabiduría a ese tipo" –me dijo doña Rosita- "a pesar de ser baquiano".

Ahora, más de cincuenta años después, sentado inesperadamente frente a la tumba de la leyenda, me concentro en la imagen de la campesina joven que cada día de los muertos subía al cerro para pasar horas detenida frente a una tumba, lejos del pueblo, lejos de un día festivo, y cerca del sosiego, de la soledad y el silencio. Ahora sé que doña Rosita era la campesina joven, enamorada de un viejo que se había matado en un barranco. Doña Rosita, de niña, no logró aquietar su corazón. Pero entonces, cuando me contó la historia, ya cincuentona, viviendo con su marido, estaba más calmada.

Como en sueños, a la sombra de un litre, siento temor, pero no puedo dejar de asomar la cabeza hacia el interior de la caverna. Está tan oscuro que no distingo ni siquiera una sombra, como si tuviera los ojos cerrados. Sí, mis ojos están cerrados. Los abro y alzo la vista al cielo. Veo tres cóndores planeando en lo alto. Me doy cuenta de que me he adormecido a la sombra de un litre. El litre es un árbol que, a mí, jamás me ha enronchado. Ahora acababa de contarme el secreto de doña Rosita de niña.

Continúo subiendo por la quebrada, entre dos montañas, por una pendiente que a cada paso, debido a las grandes piedras redondas y lisas, se asemeja más al fondo de un arroyo seco. Por allí el ascenso se hace más fácil. Después de avanzar unos doscientos metros me encuentro con un hilillo de agua que muere en la juntura de dos piedras grandes. He llegado a un lugar de más vegetación. Miro quebrada arriba y veo que el verde se hace más intenso, lo que me hace suponer que el torrente de agua es mayor. Luego, ya voy saltando de charca en charca, y no mucho después veo guarisapos del porte de mi dedo índice reposando en el fondo de arena y musgo. Otros nadan a medias aguas.

Llego a un lugar en que se forma una cascada en miniatura, cayendo desde unos dos metros por entre dos rocas que parecen muslos entreabiertos. Alrededor de la cascadita crece una mancha de musgo, por cuyos lacios brotes el agua se escurre para caer mansa, dilatada en el aire, como si el tiempo transcurriera a través de una lupa. Lo rocoso se extiende hacia abajo y al fondo se forma una poza amplia y honda. Me desnudo y me tiro al agua. Con los ojos cerrados dejo que el chorro de la cascada caiga sobre mi rostro. Descubro, en una de las orillas, matas de menta, y masco algunas hojas.

Tiendo mi cuerpo a la sombra, sobre una piedra tibia, cierro los ojos y entrego mi mente. Sé en ese segundo que para mí no hay nada más revelador que estar solo en medio de la montaña, en medio del silencio. Absolutamente solo. Así yo puedo recibir del exterior revelaciones de muerte y sosiego, y de vida y sensualidad. Una cruz, una caverna, una roca y una cascada, han sido aquel día los símbolos de la existencia. La muerte y la vida por siempre alternadas. El magnetismo de la masa cordillerana atravesaba mi cuerpo. Y sé que esa energía es, de algún modo, yo mismo.

Si alguien, en ese momento, me hubiese preguntado si creía en Dios, la pregunta me habría parecido absurda. No puedo hablar de Dios en tercera persona, eso que está allá, separado de mí. Dios es ese magnetismo que está en la montaña y en mí. Dios es esa fuerza que contiene cada objeto. Dios es pensamiento, y la cordillera, y doña Rosita, y el viejo baqueano, y yo, somos la materialización de ese pensamiento, somos vida, somos experiencia, somos concepto hecho realidad. Allí en la montaña siento la vida como un mecanismo que hace tangible lo intangible, que hace materia al vacío, que de la nada pensante hace el todo actuante.

El pensamiento no ocupa espacio, es nada, y es todo, montaña y mar, cielo y tierra. El pensamiento es lo que me hace materia, y mi cuerpo experimentando es el que re-crea al pensamiento, estimulándolo. Eso es la vida, esa es la existencia, la nada y el todo. El pensamiento creándome, yo re-creando al pensamiento.

Una vez leí por ahí: Lo que piensas, lo estás creando. Lo que estás creando, en eso te estás convirtiendo. En lo que te estás convirtiendo, lo estás expresando (por ejemplo yo, al escribir esto). Lo que estás expresando, lo experimentas. Lo que estás experimentando, eso eres. Y lo que eres, lo piensas.

El círculo está completo.

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