Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 51 - Año VIII, Verano 2010
HISTORIAS DE UN HUASO ARRIERO
Viaje a la Laguna Negra
HUMBERTO CALDERÓN FLORES
Cómo quisiera tener la claridad para expresar en estas frases lo que he conocido al recorrer casi todos los rincones de esta prodigiosa comuna de bellos paisajes cordilleranos. Desgraciadamente no he sido amigo de tomar fotografías, pues en esos años las cámaras fotográficas eran incómodas. Estos bellos recuerdos sólo los llevo grabados en mi memoria. Puedo decir que conocí y disfrute en plenitud por haber andado sobre los lomos de caballos llevando un pilchero de tiro. Al recorrer en auto u otro vehículo sólo se puede llegar hasta donde
 
LAGUNA NEGRA
exista un camino habilitado. Generalmente el paso es muy rápido y el que maneja no se puede distraer. Al ir caminando se debe ir pendiente del camino, del tropezón, cansado, transpirando, con el peso de la mochila en la espalda. Sobre el caballo, en cambio, es él el que mira el camino y el jinete puede escudriñar con la vista todos los rincones. Conoce la piedra, las avecillas, árboles, arbustos, flores silvestres. Puede detenerse donde desee en forma más fácil y con menos peligro puede vadear un río o un estero. En fin, es largo de enumerar toda la bondad, el conocimiento enriquecedor que me ha significado el haber usado, tiempo ha, el caballo para recorrer los vericuetos cordilleranos. Si tú, amigo mío, puedes hacerlo, hazlo y gozarás de esa maravilla: tu amigo, el Caballo.

Hoy recuerdo con emoción uno de mis primeros viajes manejando un caballo y pernoctando en la alta cordillera. Partí junto a mi padre y un acompañante desde San José. Nuestro destino era llegar a Ramadilla, campo del sector de Laguna Negra. Mi cabalgadura, por lo mansa era un caballo carretonero de un vecino, el que debía quedar pastando en la cordillera. Al llegar al Pedernal, mi papá pilló a la yegua Pancha, que era un animal de buena alzada (alta), muy mansa, segura al pisar. Llegando a la vega Quemada, donde pernoctaríamos, se procedió a herrar los caballos de recambio.

Al amanecer del día siguiente desperté al alba escuchando el grito característico de los cojones (pájaro cordillerano) en la vega, el canto de los yales y otros pajaritos de la cordillera. Al lado nuestro llegaban cometocinos y chincoles para comer algunas semillas y migas de pan que encontraban alrededor de nuestro lugar de alojamiento. Dormimos al aire libre mirando un mar de estrellas. Divisamos unos cóndores en su vuelo majestuoso buscando comida y luego escuché a la distancia un sonido metálico. Le pregunté a mi papá “¿qué es?”, y él me respondió que el ruido de las bandurrias, las que llegaban a comer en una vega cercana. Esto me permitió conocer a estas aves silvestres de tamaño alto y pico muy largo. Después me llamó la atención el observar puñados de tierra que eran lanzados al aire casi a ras de suelo. Observo atentamente y veo un ratoncito negro que asoma su cuerpo, mira hacia los lados, se sumerge y continúa con su trabajo de tirar tierra para construir galerías, donde quedan raicillas al descubierto que son su alimento.

Para continuar nuestro viaje tomamos un buen desayuno y ensillamos los caballos. Dejamos mantas y algunas otras cosas en este campamento, pues volveríamos por la tarde. Montamos y partimos a nuestro destino, Ramidillas, pasando por los Peladeros, un paso relativamente plano entre el cerro San Lorenzo y los Piuquencillos. Por este lugar hay que pasar temprano pues a mediodía azota un viento huracanado que, según me contaba mi padre… un día de temporal una tropilla de caballares que fue tomada por una ráfaga de viento comenzó a golpear a los animales hasta quitarles la vida…

Bueno, pasamos los Peladeros y llegamos a un lugar encerrado por montañas de piedra a nuestra izquierda, al frente por unos vegajes que parecían potreros, en los cuales las espigas muy altas de los pastos ondeaban mecidas por la br isa y llegaban hasta los estribos de nuestras monturas y… allá al fondo en un bajo diviso una impresión maravillosa que no he podido olvidar: una inconmensurable cantidad de aguas azules entre las montañas, las que me parecen el mar… y mi padre me dice “esa es la Laguna Negra”. ¡Qué impresión incomparable para un niño de ocho a diez años! Después de haber recorrido tantas horas sobre un caballo, es un recuerdo indescriptible.

Nuestra cabalgata siguió por terrenos ondulados con grandes y ricas vegas donde pastan tropillas de caballares que nos miran y huyen ante nuestra presencia cercana. Llegamos a los pies de unas montañas de rocas oscuras, donde aún quedan unos grandes manchones de nieve. Mi padre me dice: «A este lugar lo denominan el Rincón Negro (se justifica el nombre). Abajo está el cajón de el Encañado, con una pequeña laguna del mismo nombre al final».

Seguimos nuestro viaje. Vamos pasando por un terreno suave con la Laguna Negra a nuestra izquierda y el Cajón de El Encañado a la derecha. Bajamos por una pendiente suave hasta llegar a la orilla de esa inmensidad de agua. Desmontamos, a los caballos se les sacan las monturas para que descansen y pasten mientras se prepara el almuerzo haciendo hervir los tachos con agua de la Laguna Negra. Almorzamos, descansamos un rato, luego se ensillan nuevamente los caballos y emprendemos nuestro retorno.

Ahora, ya hombre maduro, recuerdo con emoción y alegría indescriptible todo lo de aquella hermosa e incomparable aventura y, como muchas veces lo he repetido en silencio sólo para mí: ¡Gracias padre mío por haberme brindado esa emocionante oportunidad que me ha acompañado en la vida y que hoy relato con emoción!

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