Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 46 - Año VII, Dic. 2008 -Enero 2009
HUMBERTO ESPINOSA POBLETE
Nunca vivimos cerca de la montaña, aunque en nuestro país, donde te pares, verás un cerro o, un poco más lejos, las cumbres nevadas de la imponente Cordillera de los Andes. Pero decir “cerca”, para mí, habría sido salir al patio de mi casa y empezar a subir un cerro, sentir el canto de sus pájaros o el viento silbando entre las rocas, o ver una nube coqueta enredada en su cumbre, un zorro de cola roja mirándome hacia atrás, o conejos arrancando entre los matorrales, los boldos, los maitenes, o los espinos floridos… Por esa razón, en esta lejanía tan relativa de mi sentimiento, la cordillera estaba físicamente allá, lejos. Teníamos que ir en un vehículo y no lo teníamos en mi familia, en una camioneta o simplemente en un camión, que en esos años era lo más común parallevar a los excursionistas y a los esquiadores a la montaña. Otras veces partíamos en el tranvía que pasaba por la esquina de mi casa o en una desvencijada y madrugadora góndola Tobalaba hasta la estación Pirque en Plaza Italia, a tomar el tren eléctrico del Llano del Maipo, para llegar hasta Puente Alto. Ahí, después de trasbordar a toda carrera para pillar un asiento en el Tren Militar, seguíamos internándonos por el Cajón del Maipo hasta El Volcán, si queríamos.
 
Fotos: H. Espinosa P.

Independientemente de nuestro apuro o las ansias de llegar a la cordillera, el trencito tirado por La Panchita -su locomotora a carbón- emprendía su “nada de loca carrera” serpenteando entre los cerros junto al río Maipo, a sólo... 19 kilómetros por hora. Eso permitía que, además de gozar del bello paisaje y mientras el convoy seguía su marcha, pudiéramos bajarnos y correr junto a él, incluso robarnos alguna manzana o un puñado de almendras a la pasada de alguna parcela vecina sin que el trencito nos dejara atrás.

Llegábamos hasta San José de Maipo y ahí emprendíamos heroicamente la excursión o nos subíamos en las mulas que esperaban a los turistas, en la Cañada Norte, a la entrada del pueblo, para llevarlos a Lagunillas u otros lugares por las quebradas cercanas. A mis padres, de jóvenes, esta pintoresca modalidad de movilizarse les fue habitual en sus excursiones a las Torrecillas de El Manzano, Lagunillas, Alfalfal, Salinillas o los Rodados de San Gabriel. En ese caso sólo cambiaba la estación de llegada del ferrocarril. Como ven, nada de fácil. Entonces... después de lo que les cuento, me encontrarán razón en que yo y mi familia vivíamos “lejos” de la Montaña.

Sin embargo, la montaña estaba presente en mi hogar en los relatos de mis padres contándonos de sus excursiones, en el cencerro de bronce de aquella yegua madrina que murió por Rodeo Alfaro y que Salvador Gárate, el arriero amigo de los jóvenes andinistas del Club Andino, le regalara a mi padre un verano, junto con una piel de cabra. En las tardes, el cencerro, colgado en el parrón de mi casa, tañía suavemente con la brisa, como echando de menos la montaña. Al escucharlo, sólo había que cerrar los ojos para verse caminando entre los cerros y a lo lejos divisar la polvaera de los caballos corriendo tras la “madrina”, la Matilde, esa yegua tordilla de anchos pechos y fuertes ancas, de crines flotando al viento desde su coqueta cola de hembra. Era altiva, segura de sí misma y difícil de atrapar para ensillarla, pero ya montado en ella tenía el cuidado de una madre cuando me llevaba. Ahí, sus enormes ojos negros, vivaces e inquietos cuando corría guiando al piño, se volvían tiernos al bajar sus párpados y sentirme sobre ella.

Ahí estaba la montaña en mi casa, en los esquíes y en los zapatos de cuero engrasados guardados en el “garage”, nuestra bodega, esperando partir a la nieve. El rucsak de mi padre, de gruesa lona, gordo cuando se llenaba con las parkas, los guantes, los gorros de lanas de colores, la cantimplora de aluminio, las cremas y aceites para el sol... Era todo un arsenal familiar el que tenía que caber en esa mochila cuando partíamos a Lagunillas, en invierno o en verano. En otro rincón, bastones de coligüe y los esquíes de madera que nos poníamos “fuera de temporada” para andar sobre el pasto del jardín con la disculpa de “estar practicando para el invierno”. Todo estaba impregnado a tierra, a sol, a dedales de oro en primavera, a espinos nevados en invierno, lo que nos mantenía felizmente prisioneros de los cerros. La montaña estaba ahí, entre nosotros, en nuestros juegos de niños en la carpa suiza verde oliva de botones metálicos que armábamos bajo el parrón; también en los muros de casa, donde colgaban fotos de cerros nevados tomadas por mi padre, del amanecer en un campamentos junto a un riachuelo, de atardeceres y flores de distintos rincones del Cajón del Maipo.

La montaña se aparecía en nuestros sueños, en nuestra conversación diaria, trayéndonos recuerdos de aventuras vividas. La veíamos a diario desde las ventanas de nuestra casa de Brown Sur; nevada a veces, rosada en un atardecer, coronada de nubes más allá de los campos que comenzaban casi al otro lado de la calle. No había edificios ni casas, en ese entonces, ni torres de alta tensión, ni pantallas parabólicas o antenas de televisión, ni postes llenos de cables conduciendo quizás qué... Sólo el verde del campo que bajaba desde el Punta de Damas, el San Ramón, el Provincia, hasta Ñuñoa, casi hasta nuestra casa. El imponente cordón de cerros parecía cercar las Chacras de Santa Julia para adornar sus faldas con los parronales de la Viña Cousiño Macul allá a lo lejos, o simplemente con los surcos esperando la nueva siembra en esa tierra húmeda, rojiza y germinal, hoy sepultada bajo el cemento y el progreso.

Nunca vivimos cerca de la montaña. La montaña vivió y vive aún en nosotros, en mí, en nuestra familia. Es y ha sido parte de nuestra historia, de nuestras tradiciones, atesoradas y transmitidas desde mis padres hasta mis pequeños nietos, que hoy ya andan esquiando o levantando piedras en los cerros para encontrar aquellas arañas, lagartijas y saltamontes, nietos también, pero de aquellos bichos que yo pillaba de niño y que quedaron por siempre vivos en mi recuerdo.

Sept. 2008

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