Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 45 - Año VII, Ocubre y Noviembre 2008 |
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CUANDO LA RAZÓN SE DUERME, DESDE LA MENTE HUMANA SURGEN
MONSTRUOS, TIRANOS, DEMONIOS LATENTES O ENCARNADOS DESGARRANDO
CARNE Y ESPÍRITU, Y TAMBIÉN PERSEGUIDAS Y SEDUCIDAS
DAMAS PÁLIDAS... ES A ESTOS SERES A LOS QUE ECHAREMOS
UNA MIRADA, GUIADOS POR LA MANO DE TOMÁS HARRIS, POETA,
INVESTIGADOR DEL ARCHIVO DEL ESCRITOR DE LA BIBLIOTECA NACIONAL
DE CHILE Y PROFESOR DE LITERATURA EN LA UNIVERSIDAD FINIS TERRA.
COMENZAMOS CON FRANKENSTEIN.
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LA CRIATURA DE VICTOR
FRANKESTEIN
Pero todo era un sueño;
no tenía una Eva que aliviase mi dolor y compartiese
mis pensamientos; estaba solo. Recordaba las súplicas
de Adán a su Creador. Pero, ¿donde estaba el mío?
Me había abandonado y en la amargura mi corazón
le maldecía.
Mary W. Shelley: Frankenstein
o el Prometeo moderno.
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Víctor Frankenstein, «el moderno Prometeo»
de Mary Shelley, ¿cómo llega a ser el creador
de monstruos más característico de la literatura
de terror? ¿Cómo decae de héroe mítico
a una visión suturada de cuerpos trozados, crímenes
horripilantes y un castigo peor que el del águila devoradora
de hígados recompuestos del mito griego; el del ser
el creador de una especie única, abominable por su
extranjería total, acorralada en todos sus deseos por
poseer un cuerpo inadmisible para los otros?
«Una lúgubre noche de noviembre vi coronados
mis esfuerzos. Con una ansiedad casi rayana en la agonía,
reuní a mi alrededor los instrumentos capaces de infundir
la chispa vital al ser inerte que yacía ante mí.
Era la una de la madrugada; la lluvia golpeteaba triste contra
los cristales, y la vela estaba a punto de consumirse, cuando,
al parpadeo de la llama medio extinguida, vi abrirse los ojos
amarillentos y apagados de la criatura; respiró con
dificultad, y un movimiento convulso agitó sus miembros.»
Así, con una capacidad de síntesis asombrosa,
despacha Mary Shelley la creación de la Criatura por
parte de Víctor Frankenstein. Y aunque él -o
ella- afirma en un par de oportunidades en el transcurso de
la novela, que no dará más detalles de su experimento
por el horror que produciría, pero, sobre todo, para
que nadie intente emularlo, creo que, este párrafo
encierra una lectura entrelíneas: la impaciencia y
la indolencia de Víctor, que desatan la tragedia posterior.
«Existen dos pecados capitales en el hombre, -afirma
Kafka en uno de sus aforismos más comentados- en los
cuales se originan todos los demás: impaciencia e indolencia.
La impaciencia hizo que lo expulsaran del Paraíso,
al que no vuelve por culpa de la indolencia.» Vemos
estos dos pecados kafkianos en el comportamiento de Víctor
Frankenstein durante el proceso de creación del monstruo:
indolencia en sus estudios en la Universidad de Ingolstadt,
por la premura para reparar sus conocimientos erróneos
de los alquimistas, como Cornelio Agrippa; por un estudio
apasionado como vacilante, propio de la disforia romántica,
de la Filosofía Natural, y la aplicación de
ésta al hacer a la Criatura («¿Quién
puede imaginar los horrores de mi trabajo secreto, mientras
andaba entre las humedades impías de las tumbas o torturando
a los animales vivos con el fin de dar vida al barro inanimado?
(...) Recogí huesos de los osarios y turbé con
dedos profanadores los tremendos secretos del cuerpo humano»,
confiesa su apasionada impaciencia Víctor Frankenstein
al capitán Robert Walton, en las nieves eternas del
Polo Norte); e indolencia, cuando al encontrarse frente «a
unos ojos aguanosos que parecían casi del mismo color
blancuzco que las cuencas que los alojaban, una piel apergaminada,
y unos labios estirados y negros», huye, abandonan a
la Criatura a su suerte, sin detenerse ante las futuras consecuencias.
La novela se encarga del proceso de Víctor
y la justicia se transforma en su Némesis a la propia
Criatura.
El primer encuentro entre Víctor Frankenstein y su
criatura tiene lugar en las faldas del Mont Blanc, un atardecer
nevado y frío, y las primeras palabras que le dirige
Víctor a su hijo son: «Demonio, ¿cómo
te atreves a acercarte a mí?».
No son precisamente las palabras más adecuadas de un
padre a un hijo después de abandonarlo, porque, por más
que no hubiese sido concebido por sus homúnculos, él
era el responsable del engendro, y, monstruoso o no, era algo
sí como
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su hijo. El episodio tiene lugar en el tercer
relato en abismo de la novela de Mary Shelley, un relato que
la criatura dirige a su creador con admirable elocuencia, plagado
de efectos retóricos y, se supone, articulado en francés,
que fue la lengua en que aprendió a hablar y leer la
criatura. El lenguaje es fundamental en la educación
de Frankenstein Jr. Y en su comprensión del Mundo. El
mismo Víctor lo sabe y teme: hacia el final del relato,
le advierte, moribundo, al capitán Robert Walton, en
las nieves polares, que se cuida de la «elocuencia»
de la criatura. El lenguaje mana a borbotones de este cuerpo
suturado y deforme, y su creador arrepentido lo percibe como
una amenaza casi tan deletérea como su fuerza física.
Es la misma Criatura la que relata su educación autodidacta,
desesperada y brutal, que lo saca de un estado de buen salvaje
roussoniano, o de un Kaspar Hauser gótico, y lo acerca
al mundo de los hombres normales, al que nunca
podrá ingresar, sin embargo, a pesar de sus conocimientos
de la lengua francesa, sus dotes oratorias y las clásicas
lecturas que adquiere, con la misma naturalidad que el viento
en el bosque en que ronda, poco más adelante. La monstruosidad
de su cuerpo, su desmedida estatura, su ser Otro para cualquier
ser humano, esa otredad radical del unicum lo aparta, porque,
finalmente, constituye su verdadera maldición, más
allá de la maldición que recaerá en el
prometeo Moderno, Víctor Frankenstein, al querer ofrecer
a los hombres la dádiva equivocada.
La Criatura aprende por el método ensayo-error a
sobrevivir y conocer los extremos de la experiencia, aspectos
que van a ser fundamentales en su Destino y en el de su creador:
«En mi alegría, -rememora y razona la Criatura-
metí la mano entre las ascuas encendidas, pero la retiré
inmediatamente con un grito de dolor. Qué extraño,
pensé, que la misma causa sea capaz de producir efectos
tan opuestos.» Poco después va a descubrir, en
una cabaña del bosque que le sirve de cobijo, una familia
de exiliados franceses, a los que se dedica a observar, oculto
en un galpón en desuso cerca de la cabaña y
a los que llama, idealizándolos, sus protectores.
La Criatura aprende las reglas de la familiaridad, la cortesía,
el contrato social, la virtud; pero, y sobre todo, el poder
y la magia de la comunicación lingüística:
«Poco a poco fui haciendo un descubrimiento de mayor
trascendencia aún. Me di cuenta de que esa gente poseía
un método de comunicar sus experiencias y sentimientos,
articulando sonidos. Noté que las palabras que pronunciaban
producían placer o dolor, sonrisa o tristeza, en el
espíritu y en el semblante de los que escuchaban. Era
esa, efectivamente ciencia divina, y deseé ardientemente
dominarla yo también». Cosa que, como el lector
de la novela, puede ver por sus mismas palabras, ha logrado
perfectamente, y, más aún, puede emitir juicios
sobre el mismo lenguaje que utiliza, al considerarlo un medio
para intercambiar afectos y también un instrumento
divino. La Criatura es ya un lingüista bastante avezado;
pero, esa noción de Divinidad, ¿de dónde
la saca la Criatura?
Un momento clave del relato de Mary Shelley, se produce
cuando la Criatura descubre la lectura en voz alta, que practica
en anciano exiliado en la cabaña del bosque con sus
hijos y su nuera musulmana, Safie, a la que lee La ruinas
de Palmira de Volney. En este punto la Criatura comienza adquirir
un conocimiento más vasto: historia y geografía,
el tiempo y las distancias, la diversidad y las desventuras
del Mundo. A medida que se adentra en el saber, el monstruo
se va haciendo más taciturno, más infeliz: «Pero
el saber no hacía sino aumentar mi sufrimiento».
Tanto el lenguaje como el conocimiento, inútiles si
no se pueden compartir con sus iguales, resultan más
bien un castigo tantálico para la Criatura, que, a
pesar de ingresar cada vez más en la cultura y el conocimiento,
no puede adentrarse en el Otro, porque el aspecto de su cuerpo
y el origen de éste si se supiera- lo hacen intolerable
para el Otro.
Las lecturas, como a Don Quijote, terminan de hundir a la
Criatura de Víctor Frankenstein. Una tarde, deambulando
por el bosque, se encuentra con una maleta negra -¿porqué
el color?- que contiene tres libros, por azar o destino, traducidos
al francés, y que son la base de sus lecturas personales
y de su propia y aparentemente restringida biblioteca: Las
desventuras del joven Werther de Goethe; El Paraíso
perdido, de Milton, y un volumen de las Vidas paralelas, de
Plutarco. Los libros que la Criatura lee «convencido
de que eran historias verdaderas» le despiertan en la
mente (que en ningún momento de la novela de Mary W.
Shelley se dice que sea la de un criminal como en el filme
de James Wahle rodado para la Universal el año 1931)
«un sinfín de imágenes y sentimientos
nuevos, que a veces me elevaban al éxtasis, pero frecuentemente
me hundían en el más profundo desaliento».
¿Qué tipo de lector era la Criatura? En sus
comienzos, como él mismo lo declara, era un lector
ingenuo, que pensaba que las historias eran verdaderas,
parte indiferenciada de toda su esfera de conocimientos. Posteriormente,
inferimos que algo lo distancia y distingue en los libros,
ficción, pero no reniega de los efectos (éxtasis
y posteriormente un profundo desaliento) que estos producen
en él y que han quedado como ecos de desasosiego en
su educación sentimental.
La Criatura de Víctor Frankenstein es un lector ávido
que se entrega a la ficción y trata de obtener conocimientos
y retazos de moral en relación a su experiencia, es
decir, es un lector del siglo XVIII, que, al leer, además
de conmoverse con el destino de los héroes de ficción,
«analiza con atención» sus «propios
sentimientos y situación»: Padece con Las desventuras
amorosas del joven Werther y sus «disquisiciones sobre
la muerte y el suicidio estaban destinados a llenarme de asombro»
¡la Criatura se asombra!- Las Vidas paralelas
le llevaron a admirar las épocas pasadas y sus héroes;
pero El Paraíso perdido de Milton le revela su verdadera
condición: «Muchas veces llegué a considerar
a Satanás el símbolo más acorde a mi
condición, pues con frecuencia, como él, cuando
presenciaba la dicha de mis protectores, sentía removerse
en mi interior la hiel amarga de la envidia» Las lecturas
esos tres libros hallados de una manera tan providencial
en un bosque, dentro de una maleta negra de la cual no tenemos
más noticias que ésta- son las que llevan a
la Criatura a la pregunta de las preguntas: «¿Qué
soy?» no quién- . Ni siquiera
Satanás, que al fin y al cabo tenía su hueste
de seguidores: más bien Nadie que como un perro
vagaba gritando que su nombre es Nadie, recuerda en un poema
Borges el pasado aventurero de Odiseo- o Nada.
El abandono sin compasión, el solitario expulsado
del Paraíso antes siquiera de tenerlo, es decir, el
monstruo marcado por la otredad radical que comenzó
cuando su padre insufló la llama de la
vida en un cuerpo equivocado, mal hecho, una pura sutura de
desenfrenos pasionales, con una peligrosa amante: la ciencia
sin límites. ¿Y si hubiese vivido como un buen
salvaje russoniano, sin acceso a los libros y a la cultura,
habría sido menos desdichado el monstruo?; tal vez
habría muerto prematuramente en forma cruenta, pero
incomprensible para él, a manos de campesinos supersticiosos
o crueles cazadores. DdO
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