que comenzó mi adolescencia y Luis
Buñuel comenzó a darme de bofetadas poco después.
Hasta el día de hoy me siento remecido por ellos; por
varios cineastas, a decir verdad, pero sobre todo por ellos,
que fueron los que comenzaron a mostrarme ciertos aspectos del
mundo, el de afuera y el de adentro.
De algún modo difícil de explicar, me atrae
la lentitud, que es pariente cercana de la perseverancia.
Me atrae, por ejemplo, el ritmo de las olas del mar, las moles
de las montañas quietas, el movimiento perenne de los
planetas y la eterna danza de los átomos que forman
nuestro universo físico. En todas estas manifestaciones
hay una apariencia de lentitud y una certidumbre de perseverancia,
de paciencia. Me atrae la repetición constante cuando
la percibo en cualquier manifestación de vida. El valor
de lo constante y continuo soslaya todo aquello que implica
agitación y éxito instantáneo (un éxito,
por cierto, que se opone a lo amorosamente conquistado y mata
la belleza de lo que nace desde una paciente gestación).
La impaciencia por alcanzar el éxito y el triunfo va
siempre en detrimento de la poesía, la belleza y la
emoción creativa.
Desde que existe el planeta Tierra, el sol aparece cada
mañana para desaparecer cada tarde, y la luna, además
de aparecer y desaparecer, lleva también su propia
eternidad en su ciclo de luna llena a luna nueva y viceversa.
La naturaleza no se aburre de su eterna cadencia, de su concierto
interminable, de su paciente disciplina. La naturaleza no
está allí para alcanzar metas, sino para andar
su camino. El objetivo es el camino, es el andar. ¿Qué,
de nuestro mundo, no está construido por la rigurosa
paciencia de la naturaleza, la paciencia del agua que transforma
la piedra en arena, la del viento que soplando persistentemente
desgasta montañas, la de la semilla que puede esperar
pacientemente durante milenios antes de ser plantada y crecer
como árbol gigante?
Cuando estos conceptos naturales y creativos se descubren
como resultado del trabajo humano, nuestra realidad de personas
cobra un significado más trascendente. Eso sentí
cuando vi Tren Negro 3 Desierto Florido,
un documental de poco menos de una hora de duración
que no se mira: se contempla. Y se contempla una, dos, tres
o más veces. Trenes, trenes, trenes. Flores, añañucas,
flores. Amararillas, moradas, rojas. Cadencias, cadencias,
cadencias. Música nortina seleccionada con maestría.
Y silencio. La perpetuidad de la naturaleza. Elogio a la paciencia,
a la perseverancia. Descubrimiento del trabajo humano en la
crudeza de la Creación. Don Manuel Rodríguez
Farías, maquinista, guiando brutales toneladas de acero
por entre las tonalidades coloridas de un desierto florido.
El tren avanza a mucha velocidad. Es imposible frenar esa
mole en pocos kilómetros. Y, sin embargo, ¡qué
lentitud, qué perseverancia, qué cadencia, qué
acompasamiento, qué armonía y silencio en medio
de los acordes musicales y el ruido estrepitoso de riel! El
tren es un amoroso gusano bestial a punto de hipnotizarte.
Así como la naturaleza puede hipnotizarte mediante
una puesta de sol, la acción humana puede hacerlo mediante
un tren.
El tren negro es lentitud, perseverancia, sentimiento, poesía.
Como lo hizo Blaise Cendrars en la Prosa del transiberiano
y de la pequeña Juana de Francia -una de las
cosas más hermosas que he leído en mi vida-,
yo también siento al tren:
...He visto he visto los trenes silenciosos los
trenes negros que volvían del Lejano Oriente y que
pasaban como fantasmas y mi ojo, como el fanal de popa, aún
corre tras esos trenes... DdO