El capataz tenía un rancho bastante amplio para albergar
a su mujer y sus siete hijos pequeños, que ya estaban
en edad de ayudar en las labores del campo. El piso era de
tierra y dormían sobre colchones de payasa hechos por
ellos mimos. El padre juntaba las hojas de choclo y la madre
cocía sacos harineros para echarlas. Dicen que quedaban
calentitas, aunque en la noche les despertaba la sonajera
cuando se daban vuelta. Pero eran los implementos que estaban
a su alcance. Al medio de la cocina la madre hacía
fuego para cocinar, todo estaba tiznado y ahumado, pero de
allí salían las tortillas, las cazuelas y el
charquicán.
El estero pasaba muy cerca de la vivienda, el agua sonaba
en su recorrido chocando con las piedras. Las ranas, por la
noche, no dejaban de cloar, haciendo la música para
dormir.
Era el mes de septiembre. Las montañas tenían
sus cúspides blancas, por ello los animales no podían
salir al campo ni alejarse y el capataz se debía preocupar
de eso. Pero el ganado no conoce límites... Al encerrarlos,
el capataz se dio cuenta de que faltaban dos animales, y no
eran cualquiera, sino las yeguas del hijo del patrón.
De no aparecer, lo sacarían a patadas del fundo.
Como a las seis de la tarde llegó corriendo al rancho,
agarró su manta de castilla y ensilló su caballo.
La mujer le echó tortilla, té y azúcar
en la alforja. No se despidió de nadie y partió,
tomó rumbo mirando los rastros de las yeguas. No parecían
de hace tiempo, así que estarían cerca. Galopeó
sin cesar. ¿Qué haría sin trabajo si
no encontraba a esas bestias piñiñentas?, pensaba.
Ya era la media noche. La luna estaba creciente y se veía
brillante la nieve en la punta de los cerros. Corría
un viento frío y los pájaros nocturnos parecían
acompañarlo. Era un hombre bruto, criado siempre en
el cerro, no le tenía miedo a nadie porque todo lo
arreglaba con la cortaplumas. Sentía que estaba lejos
y ya no veía nada. Decidió pasar la noche bajo
algún matorral, así que empezó a buscar
un lugar plano. Siempre se hablaba de que allí aparecían
cosas raras porque había un entierro de los indígenas
chiquillanes. Decían que las ánimas cuidaban,
pero no le dio importancia. De pronto el caballo se empezó
a poner nervioso y él sintió miedo, como si
alguien estuviese detrás. Apuró el tranco y
en eso sintió alguien al anca. Corrió en el
caballo, hasta que se tiró al suelo. El animal se daba
vueltas y relinchaba. El hombrón lloraba y trataba
de correr y no podía. El Ser de la Noche se le acercaba.
Era el Diablo en persona. Salía olor a quemado y un
halo de luz estaba en su cuerpo. El capataz lloraba, pedía
a Dios y la Virgen que esto parara, hasta que el ser desapareció.
Sentado en el suelo sintió un fuerte dolor en el pecho.
Partió caminado hasta su rancho y, al llegar, se sentó
junto al fuego. Contó llorando lo sucedido y, con una
mano en el pecho, cayó.
Este fue el fin de este hombre, dicen que murió de
susto, que no pudo soportar haber visto al Diablo en persona.
Su corazón no lo resistió y alcanzó a
vivir sólo para contarlo. Dejó hijos pequeños
que la madre tuvo que sacar adelante. Así lo hizo,
pues, como toda mujer chilena, su tesón y fuerza la
mantuvo en pie. DdO