Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 45 - Año VII, Ocubre y Noviembre 2008
TRADICION ORAL
Cecilia Sandana González

La hija del desgraciado me contó esta historia y ahora yo se las cuento a ustedes. Si bien es tenebrosa, es parte de nuestra cultura inmaterial, que no debemos olvidar.

Corrían los años veinte y los fundos eran el corazón de la sociedad. En la zona del estero Las Monjas, al interior del Cajón del Colorado, había inquilinos cuidando las pertenencias de los patrones. Vivían generalmente en los límites de los territorios para que no entraran desconocidos y el ganado no se escapara y cayera en dientes ajenos.

 

El capataz tenía un rancho bastante amplio para albergar a su mujer y sus siete hijos pequeños, que ya estaban en edad de ayudar en las labores del campo. El piso era de tierra y dormían sobre colchones de payasa hechos por ellos mimos. El padre juntaba las hojas de choclo y la madre cocía sacos harineros para echarlas. Dicen que quedaban calentitas, aunque en la noche les despertaba la sonajera cuando se daban vuelta. Pero eran los implementos que estaban a su alcance. Al medio de la cocina la madre hacía fuego para cocinar, todo estaba tiznado y ahumado, pero de allí salían las tortillas, las cazuelas y el charquicán.

El estero pasaba muy cerca de la vivienda, el agua sonaba en su recorrido chocando con las piedras. Las ranas, por la noche, no dejaban de cloar, haciendo la música para dormir.

Era el mes de septiembre. Las montañas tenían sus cúspides blancas, por ello los animales no podían salir al campo ni alejarse y el capataz se debía preocupar de eso. Pero el ganado no conoce límites... Al encerrarlos, el capataz se dio cuenta de que faltaban dos animales, y no eran cualquiera, sino las yeguas del hijo del patrón. De no aparecer, lo sacarían a patadas del fundo.

Como a las seis de la tarde llegó corriendo al rancho, agarró su manta de castilla y ensilló su caballo. La mujer le echó tortilla, té y azúcar en la alforja. No se despidió de nadie y partió, tomó rumbo mirando los rastros de las yeguas. No parecían de hace tiempo, así que estarían cerca. Galopeó sin cesar. ¿Qué haría sin trabajo si no encontraba a esas bestias piñiñentas?, pensaba.

Ya era la media noche. La luna estaba creciente y se veía brillante la nieve en la punta de los cerros. Corría un viento frío y los pájaros nocturnos parecían acompañarlo. Era un hombre bruto, criado siempre en el cerro, no le tenía miedo a nadie porque todo lo arreglaba con la cortaplumas. Sentía que estaba lejos y ya no veía nada. Decidió pasar la noche bajo algún matorral, así que empezó a buscar un lugar plano. Siempre se hablaba de que allí aparecían cosas raras porque había un entierro de los indígenas chiquillanes. Decían que las ánimas cuidaban, pero no le dio importancia. De pronto el caballo se empezó a poner nervioso y él sintió miedo, como si alguien estuviese detrás. Apuró el tranco y en eso sintió alguien al anca. Corrió en el caballo, hasta que se tiró al suelo. El animal se daba vueltas y relinchaba. El hombrón lloraba y trataba de correr y no podía. El Ser de la Noche se le acercaba. Era el Diablo en persona. Salía olor a quemado y un halo de luz estaba en su cuerpo. El capataz lloraba, pedía a Dios y la Virgen que esto parara, hasta que el ser desapareció. Sentado en el suelo sintió un fuerte dolor en el pecho. Partió caminado hasta su rancho y, al llegar, se sentó junto al fuego. Contó llorando lo sucedido y, con una mano en el pecho, cayó.

Este fue el fin de este hombre, dicen que murió de susto, que no pudo soportar haber visto al Diablo en persona. Su corazón no lo resistió y alcanzó a vivir sólo para contarlo. Dejó hijos pequeños que la madre tuvo que sacar adelante. Así lo hizo, pues, como toda mujer chilena, su tesón y fuerza la mantuvo en pie. DdO