El apodo de hombrón fue con el tiempo sustituido por
el de maestro, siempre en el contexto del usted, aunque algunos
íntimos a veces lo llamábamos Fido y, olvidando
los tácitos rituales, lo tuteáramos.
Pero sus comienzos no fueron fáciles. “Yo conocí
muy de cerca el hambre; duele aquí en la cabeza”,
me confidenció Fidel en una ocasión. Es que, cuando
era niño, perdió tempranamente a su padre y doña
Alejandrina, su madre, se vio enfrentada a la carestía
más completa debiéndose trasladar desde Cobquecura
a Chillán. Para tener un mínimo ingreso, ella
amasaba pan y él salía a venderlo en un canasto
de mimbre. No siempre tenía éxito. Entonces, había
que sustentarse con menos de lo mínimo.
Fue entonces cuando doña Alejandrina tuvo la ocurrencia
de internar a Fidel en el Seminario Menor de los Franciscanos
de Chillán para que al menos fuera alimentado y educado
sin que fuera una sobrecarga económica imposible de llevar.
Allí terminó de cursar la primaria y la secundaria,
aprendiendo de paso latín, griego y nociones de filosofía
y teología.
La vida en el Seminario transcurría sin mayores quiebres
y daba para algunas entretenciones: “En ese tiempo yo
era fanático de la música española, la
que escuchaba diariamente gracias a una emisora radial de Chillán”,
solía contar refiriéndose a los orígenes
de su inclinación por los temas hispanos.
Cuando llegó a la adolescencia, Fidel descubrió
que no tenía vocación para el monacato, aunque
sí admiraba profundamente la figura de San Francisco
de Asís. Por eso, Il poverello pasó a ser una
permanente fuente de inspiración en su vida personal
y en su poética. No es de extrañar que San Francisco
y las creaturas, uno de los 5 autos sacramentales -formas medievales
de representación- que tanto empeño les pusiera
en el futuro, tuviera su origen en esta temprana experiencia.
Los otros cuatro restantes, Por Navidad, Pasión y Vida
del Hijo del Hombre, La cena prodigiosa del Padre Hurtado y
Teresa de los Andes, una llama de amor viva, se alimentarían
también de esa temprana veta mística, a la par
de estar entroncados a la mejor poesía del Siglo de Oro
español.
Su imperativo interior lo movilizó a Santiago, donde
llegó solo, sin tener bien claros sus medios de subsistencia
y aprovechando inicialmente la red comunitaria de los franciscanos.
Su objetivo era matricularse en el Instituto Pedagógico
en la Universidad Católica, pues le atraía tanto
la docencia como profundizar en la literatura hispano americana.
Sorprendentemente, como no tenía mayores compromisos
en la capital, decidió estudiar en forma paralela Derecho
en la Universidad de Chile. Eran tiempos en que no se pagaba
por la educación superior. Al cabo de unos años,
terminó exitosamente ambas carreras. Sin embargo, optó
tan solo por titularse de pedagogo, desistiendo
de preparar su tesis para convertirse en abogado. En ese momento,
Fidel ya tenía muy presente lo que haría de su
vida. Sus mandatos internos eran tan claros como el agua del
estero de su San José natal, escondido lugar rodeado
de avellanos, coigües y arrayanes precolombinos, y habitado
por una multitud de aves canoras.
No ejerció mucho tiempo como profesor de castellano
cuando el sacerdote dominico Raimundo Kupareo, en ese tiempo
vice rector de la Universidad Católica -uno de los precursores
del estudio sistemático del fenómeno del arte
a la luz de la filosofía, de la psicología y de
la historia- invitó a Fidel a dedicarse a tiempo completo
en el Departamento de Estética, anexo a la Facultad de
Educación y embrión del futuro Instituto de Estética
de la misma Universidad.
Al iniciarse la década de los 70, Fidel encabezó
el traslado desde la sede del Instituto Pedagógico, ubicada
en la calle Dieciocho, a las nuevas dependencias en el Campus
Oriente de la Universidad Católica. En el incipiente
Instituto, del cual sería su Director por muchos períodos,
Fidel ejercitó la docencia hasta el mismo año
de su muerte, ocurrida en Septiembre del 2006. Su casa en la
calle Campoamor, en la comuna de Ñuñoa, distaba
de la Universidad tan solo a una grata caminata a pie. Agrado
que se tornara en duro sacrificio durante los últimos
meses de su enfermedad.
Al amparo de Estética, término con el que solía
referirse al Instituto, desarrolló su vida de poeta y
maestro, a la par que fue completando su vida personal, casándose
con Soledad Manterola Bade y teniendo a sus hijos Javiera y
Sebastián. En 1976 decidió ampliar sus estudios
obligándose a una larga permanencia en Madrid, donde
se doctoró en 1980 como filólogo en la Universidad
Complutense. A su regreso, el Instituto de Estética continuó
siendo el marco estimulante para una intensa vida académica.
Eso lo catapultó a los cenáculos nacionales e
internacionales a través de innumerables simposios, conferencias
y cursos, organizados en torno al arte popular, la antropología
cultural y las mitologías criollas.
Fue en un encuentro internacional en España, a fines
de los 80, donde presentó su tesis acerca de la identidad
chilena reflejada en dos mitos autóctonos:
el mito del Imbunche y el mito de Jauja. El primero, de origen
chilotearaucano, se centra en esa figura oscura, el Imbunche,
a la que los brujos le han cosido siendo niño “todos
los agujeros del cuerpo” para convertirlo en criado; por
eso, no ve, no habla, ni escucha, sino tan solo obedece las
órdenes de sus mandantes. El significado profundo de
este engendro, lo asociaba a lo apequenado de nuestro pueblo,
al fatalismo, a la inercia que frena todo proyecto trascendente,
al chaqueteo, a la indiferencia frente a realidades imperiosas,
al fácil endoso de la propia identidad a líderes
inadecuados o perversos. El segundo mito -heredado del romancero
español- habla de la tierra de Jauja, donde por los ríos
circula raudamente el vino y de los árboles cuelgan las
longanizas y jamones, de modo que para vivir, para lo que es
placenteramente vivir, basta con estirar la mano. “Es
la tierra bíblica donde mana leche y miel -me aclaraba
Fidel en una ocasión- pero es también la irrefrenable
pasión por la polla-gol, el sueño con darle el
palo al gato, la búsqueda de los entierros y minas de
oro, en fin, la fortuna fácil exenta de sacrificios y
también la manera cómoda de esperar a gobiernos
que resolverán todos los problemas”. Lo chileno,
según él, oscilaría casi maniáticamente
entre estos dos polos extremos.
Pienso que esto ayuda a aclarar la que fue quizás la
mayor pasión de su vida: desentrañar la identidad
del pueblo chileno a partir de las claves implícitas
que se han ido gestando en las manifestaciones folclóricas
-puras e incontaminadas- y en la poesía popular, desde
nuestros orígenes como país hasta el presente.
Por eso investigó profundamente en el romancero, en el
cancionero a lo humano y a lo divino, en el refranero, en el
adivinancero, en las festividades y rituales populares, ancestrales
y modernos, sabiendo que allí está lo más
legítimo de nuestra alma nacional.
También, fue por años precursor, colaborador
y director de la revista Aisthesis y de cursos, escuelas y festivales
vinculados al folclore nacional. Los cantores populares, guitarroneros
y payadores frecuentaban su casa. El mismo solía celebrar
con familiares y amigos, la noche de San Juan, donde se recitaba,
se payaba, se practicaban rituales de adivinación y se
comía y se bebía de una repostería tradicional
y abundante.
EL POETA DE LA ALDEA
“A mi la poesía me sube por la planta de los
pies”, solía compartir refiriéndose a las
claves de su quehacer poético. Con ello se refería
a su opción por la tierra y su habitante. Su gran referente
era la naturaleza virginal y, a la vez, vilipendiada por la
codicia de la mano humana. Se vinculaba con el habitante ancestral,
el ab-origen -el que estaba en el origen de los tiempos- y que
dramáticamente pierde rumbo, cayendo a lo que no es,
como señala con dolor refiriéndose a su localidad
de nacimiento:
San José
está en pie
pero se cae
se cae
a lo que no es...
O, por el contrario, al que fustiga con sarcasmo, cuando canta
ante Colmuyao, una localidad vecina:
¿Y los lomajes?
Reforestados
¿Y el río río?
Canalizado.
¿Y los vegajes?
Mecanizados.
¿Y el rancho, gancho?
Urbanizado.
Y el huaso raso
remodelado
incorporado
curturizado
radioapilado.
También rescata la dignidad de algún lugar venido
a menos como es el caso del tan conocido y antalogado poema
sobre Curepto:
Es Curepto
en mi concepto
una muy digna persona
persona con dignidad
¿me entiende?
Pero siempre desconfiará de algún tipo progreso
en el campo y en las ciudades que se alcance a costa de desdibujarnos
o perder nuestra identidad. No aceptará nunca que se
rompan los equilibrios ni los procesos naturales. Tampoco aceptará
el avasallamiento del poder y la riqueza, y menos a cambio de
sacrificar la lenta alquimia que existe tras todo verdadero
hito cultural, por pequeño que sea. Esta es la gran clave
para comprender su poesía. La poesía que le brota
a partir de Chile, de Latinoamérica y de las mareas de
su propio corazón
Cuando Fidel Sepúlveda se lanza a la aventura creativa,
dando a luz su primer libro, Geografías (1974), hace
precisamente eso: cada poema está construido como una
localidad específica que está humanizada por la
presencia o el rastro de sus habitantes. Eso genera un juego
de isomorfismos entre el locus real, con sus características específicas, y el locus lingüístico
que recrea la identidad, la acrecienta o la devela a través
de metáforas, consonancias, giros populares, juegos de
palabras, polisemias y sorpresivos neologismos. Todo termina
entonces apuntando a ese mismo descubrimiento que hiciera otrora
Heidegger: el ser habita en el lenguaje. La esencia de las cosas
no es algo abstracto, es algo concreto y está encerrada,
de partida, en el nombre de las cosas.
Eso es lo que intuye Fidel Sepúlveda al iniciarse públicamente
como poeta. Hay que partir por la idea misma de geografía,
es decir, como escritura de la tierra. Así como él
amaba mostrar unas extrañas rocas cercanas al Agujero
del Puelche, en los alrededores de Cobquecura, donde estaban
los dibujos milenarios producto de los procesos físicos
y bioquímicos asociados a dichas rocas -él decía:
“algún día seremos dignos de descifrar esta
escritura”-, así también él buscaba
descifrar la grafía de lo que ha producido la tierra
germinada por una cultura naturalmente digna.
Con esto Fidel Sepúlveda se revela como un poeta mayor.
A fuerza de cantar a sus aldeas, se convertirá en vate
de lo universal y trascendente, en demiurgo entre los mortales
y las fuerzas superiores, ya sea lo que reconocemos como divinidad,
como sus emisarios, sus representantes o todo aquello que tiene
el poder de “la virtud”. Su palabra surgida desde
la profundidad de la tierra es, entonces, simétricamente
a la del cielo, energía desatada, portadora de vida, generadora de nuevas realidades, regeneradora de las fuerzas disminuidas. Así
restablece la buena senda para aquello que ha perdido el rumbo,
y moviliza el corazón de sus audiencias hacia el territorio
del legítimo ser, opuesto al de la apariencia y del engaño.
El tiene conciencia de esta misión catártica
y reparadora y lo expresa bellamente, hecho uno con todo el
candor popular, en una décima -esa forma poética
que tanto amaba y admiraba- con la que cierra su auto sacramental
Por Navidad:
Soy cantor y mi cantar
canta al sol y a las estrellas,
a todas las cosas bellas
que Dios se gozó en crear.
Mi canto pongo en tu altar
yo a las cosas con mi canto
les saco lustre y encanto
y ellas contentas se sienten
como hijas resplandecientes
del Dios Santo, Santo, Santo.
Con esto, Fidel Sepúlveda devuelve al arte su primigenia
calidad religiosa, en el sentido de religar las fuerzas inmanentes
y trascendentes. Toda su obra poética será atravesada
tangencialmente por este sentimiento.
EL CUERPO DEL MAESTRO
Cuando Fidel Sepúlveda estaba por comenzar alguna de
sus magistrales clases, algo que tanto admiraban sus alumnos
y discípulos, le brillaban los ojos con una mezcla de
malicia, de bondad y de entusiasmo. A la par, se frotaba largamente
las manos, una tras otra, como si se las restregara con un invisible
jabón purificador para poder así realizar una
suerte de operación delicada. Tras esa liturgia inicial
se largaba con el tema de fondo. A medida que hablaba, su cuerpo
se desplegaba y se comprometía con sus ideas
y emociones. Parecía que las palabras las sacara de la
raíz de sus articulaciones corporales. Para reforzar
algún concepto, agitaba los brazos en círculos,
como acarreando invisibles animales. Una variedad de muecas
iba al unísono de tales gestos. El auditorio asistía
maravillado, literalmente enmudecido, ante ese despliegue de
auténtica retórica, la que no era otra cosa sino
creación poética in situ, refinado privilegio
para quienes eran testigos presenciales.
Como un director de orquesta comprometido a fondo con la música
que dirige, así el maestro-poeta, dirigía sus
propias palabras como si constituyeran una partitura grabada
en lo más profundo de su ser. Ahí leía,
desde ahí lanzaba, desde ahí imbricaba su idea
de hombre con la vida misma, ligaba el arte a la vida, ya que
ese era su ideal más preciado: alcanzar el arte de vivir.
“Lo que importa es el artevida”, insistía
una y otra vez. Eso significaba remontar la tentación
del arte por el arte y ser atrapado por el mero juego de las
formas estéticas. El arte, en el fondo, se convertía
paradojalmente en medio y en fin, a la vez. Fin, en cuanto valor
que se autosustenta. Medio, en cuanto, fin que va más
allá de su propio fin y se revela trascendido y trascendente.
¿Cuál es el centro del centro?
¿Cuál es el dentro del adentro?
Fidel Sepúlveda caló profundo en el corazón
de muchas generaciones de estudiantes. Les abrió los
ojos y les destapó los oídos enseñándoles
a ver y a escuchar más allá de lo contingente
y de lo utilitario. Enseñó a adentrarse en los
misterios de la originalidad a partir de lo minúsculo
y de lo local.
Enseñó a partir de lo que él aprendió
con el propio manejo de sus palabras y también con lo
que otros hicieron.
En su largo viaje por la docencia, su pasaporte fue el dominio
de las imágenes, las poéticas y -no es de sorprender-
también las fílmicas. Porque a la par de la literatura
y la filosofía fue un gran conocedor del cine y de su
lenguaje, de sus mecanismos simbólicos y los puntos en
común con otras artes.
Sus trabajos reflexivos y creativos, escritos con dominio pleno
del lenguaje, le valieron ser incorporado a la Academia de la
Lengua en los años 90. Con gran satisfacción de
sus integrantes. Fue emocionante escuchar al que otrora fuera
su decano, Ernesto Livacic, darle un discurso de bienvenida, rico en ideas y pletórico de vida
y admiración.
Estoy convencido que con el correr de los años la figura
de Fidel Sepúlveda se irá agigantando a medida
que emerjan dos cosas. La primera, es que se siga dando a conocer
su vasta obra, de la cual se ha editado tan solo una parte.
Hay muchas cosas que esperan y que ha ido compilando infatigablemente Soledad Manterola. (Basta con mencionar
su inédita tesis doctoral que en su época ganó
el premio a la mejor tesis extranjera presentada en la Universidad
Complutense de Madrid). Lo segundo es que otros artistas, intelectuales
y hombres de buena voluntad, sigan rescatando y preservando
aquello que concretamente respalda y constituye nuestra identidad
de chilenos, aquello que también avala nuestra vocación
de respeto por el orden natural de las cosas, aquello que orienta
nuestra solidaridad por los más humildes y postergados
pues en ellos radica una sabiduría insustituible. Entonces,
Fidel Sepúlveda brillará como uno de los grandes adelantados intelectuales de la Historia de
Chile.
Es que él fue un poetaprofeta de nuestra identidad y
de nuestra realidad más profunda. Un hombre sabio que
transmitió adecuadamente su visión, dándole
forma, tanto estética como filosófica. La convirtió
en semilla para las generaciones futuras, plantándola
en el corazón de hombres y mujeres de buena voluntad,
regándolas con su bonhomía y su inquebrantable
entusiasmo. Ello no será en vano.
Santiago, 12 de Julio de 2008.