JOSÉ LUIS VILLALBA PERNAS

A Martín Mellado, ingeniero y poeta del cine, quien me convenció de publicar estas notas.

Conocí a Fidel Sepúlveda a comienzos de los años 60, cuando él era estudiante de pedagogía en castellano. Siendo compañero de curso de mi hermano mayor, él solía frecuentar a menudo mi casa, ya fuera para estudiar, intercambiar ideas o simplemente para departir las distracciones propias de la juventud de esa época. Recuerdo que era más bien taciturno y reservado, compuesto en el vestirse -con un sempiterno y bien cuidado traje-, peinado con jopo a la gomina y de hablar pausado y modulado.

Cuando cantaba en grupo, sobresalía por la impostación de su voz y un desenfadado entusiasmo por las tonadas chilenas, las rancheras mejicanas, las zambas argentinas y los boleros tropicales, música alternada con sonoras carcajadas y poéticos brindis. Todo ello con un rostro enmarcado por gruesos anteojos. Hoy quizás sería calificado de modo inmisericorde como un nerd. Pero quienes incurrieran en ese infundado juicio no se imaginarían haber estado ante uno de los intelectuales más brillantes que tendría Chile. Más aún, ante un ser único y original en el que se empezaban a combinar con abundancia la humanidad, la creatividad y la sabiduría, virtudes que no siempre se dan al unísono en una sola persona.

Es por eso que quiero presentar a Fidel Sepúlveda en esa triple faceta de hombre, de poeta y de maestro, toda vez que la vida nos hizo converger en el territorio privilegiado de la amistad, compartiendo estrechamente valores, gustos, quehaceres y la vida familiar por más de 40 años. Este sitial me permitió ser testigo privilegiado del pleno desarrollo que puede alcanzar una persona cuando es por completo fiel a sí misma, facilitando con ello la movilización de sus impulsos más profundos y soterrados hacia una dimensión solidaria y trascendente.

FIDEL, EL HOMBRE Y EL HOMBRÓN

Algunos nos referíamos con ese término a Fidel. Por ejemplo, se escuchaba en una reunión de amigos: ¿Sabes si va a venir el hombrón? Desde temprano supimos que Fidel trascendía la mera categoría del género masculino. El iba poco a poco consolidándose en la mente de sus cercanos como alguien que avalaba con su propia humanidad lo más profundo de su quehacer intelectual.

El apodo de hombrón, con esa sonoridad fuerte de la última sílaba, parecía reflejar fielmente su originalidad a la par de mostrarlo bien anclado a la tierra. No a una tierra abstracta y universal, sino a la tierra concreta, la campesina, la chilena. Y más aún, a la tierra de su tierra, la de sus localidades amadas de la provincia de Ñuble, la tierra que lo vio nacer y que lo signó con una marca indeleble: la del caserío de San José. Se trataba -se trata aún- de unas pocas casas
aisladas y enclavadas en los cerros aledaños a la localidad de Cobquecura, esa que lo hizo exclamar un día, con impaciente ironía barroca:

¿Con qué cura se cura Cobquecura?

 

 
Fidel Sepúlveda y José Luis Villalba en un encuentro con el arte organizado por ellos hacia fines de los 90 en el Centro Los Almendros, Huechuraba.


Fidel Sepúlveda y Gastón Soublette, la noche de San Juan de 2005 en la casa de calle Campoamor


Soledad y Fidel en la parcela de su yerno Pablo y su hija Javiera en San José de Maipo, año 2004.


Soledad y Fidel en la parcela de su yerno Pablo y su hija Javiera en San José de Maipo, año 2004.

El apodo de hombrón fue con el tiempo sustituido por el de maestro, siempre en el contexto del usted, aunque algunos íntimos a veces lo llamábamos Fido y, olvidando los tácitos rituales, lo tuteáramos.

Pero sus comienzos no fueron fáciles. “Yo conocí muy de cerca el hambre; duele aquí en la cabeza”, me confidenció Fidel en una ocasión. Es que, cuando era niño, perdió tempranamente a su padre y doña Alejandrina, su madre, se vio enfrentada a la carestía más completa debiéndose trasladar desde Cobquecura a Chillán. Para tener un mínimo ingreso, ella amasaba pan y él salía a venderlo en un canasto de mimbre. No siempre tenía éxito. Entonces, había que sustentarse con menos de lo mínimo.

Fue entonces cuando doña Alejandrina tuvo la ocurrencia de internar a Fidel en el Seminario Menor de los Franciscanos de Chillán para que al menos fuera alimentado y educado sin que fuera una sobrecarga económica imposible de llevar. Allí terminó de cursar la primaria y la secundaria, aprendiendo de paso latín, griego y nociones de filosofía y teología.

La vida en el Seminario transcurría sin mayores quiebres y daba para algunas entretenciones: “En ese tiempo yo era fanático de la música española, la que escuchaba diariamente gracias a una emisora radial de Chillán”, solía contar refiriéndose a los orígenes de su inclinación por los temas hispanos.

Cuando llegó a la adolescencia, Fidel descubrió que no tenía vocación para el monacato, aunque sí admiraba profundamente la figura de San Francisco de Asís. Por eso, Il poverello pasó a ser una permanente fuente de inspiración en su vida personal y en su poética. No es de extrañar que San Francisco y las creaturas, uno de los 5 autos sacramentales -formas medievales de representación- que tanto empeño les pusiera en el futuro, tuviera su origen en esta temprana experiencia. Los otros cuatro restantes, Por Navidad, Pasión y Vida del Hijo del Hombre, La cena prodigiosa del Padre Hurtado y Teresa de los Andes, una llama de amor viva, se alimentarían también de esa temprana veta mística, a la par de estar entroncados a la mejor poesía del Siglo de Oro español.

Su imperativo interior lo movilizó a Santiago, donde llegó solo, sin tener bien claros sus medios de subsistencia y aprovechando inicialmente la red comunitaria de los franciscanos. Su objetivo era matricularse en el Instituto Pedagógico en la Universidad Católica, pues le atraía tanto la docencia como profundizar en la literatura hispano americana.

Sorprendentemente, como no tenía mayores compromisos en la capital, decidió estudiar en forma paralela Derecho en la Universidad de Chile. Eran tiempos en que no se pagaba por la educación superior. Al cabo de unos años, terminó exitosamente ambas carreras. Sin embargo, optó tan solo por titularse de pedagogo, desistiendo de preparar su tesis para convertirse en abogado. En ese momento, Fidel ya tenía muy presente lo que haría de su vida. Sus mandatos internos eran tan claros como el agua del estero de su San José natal, escondido lugar rodeado de avellanos, coigües y arrayanes precolombinos, y habitado por una multitud de aves canoras.

No ejerció mucho tiempo como profesor de castellano cuando el sacerdote dominico Raimundo Kupareo, en ese tiempo vice rector de la Universidad Católica -uno de los precursores del estudio sistemático del fenómeno del arte a la luz de la filosofía, de la psicología y de la historia- invitó a Fidel a dedicarse a tiempo completo en el Departamento de Estética, anexo a la Facultad de Educación y embrión del futuro Instituto de Estética de la misma Universidad.

Al iniciarse la década de los 70, Fidel encabezó el traslado desde la sede del Instituto Pedagógico, ubicada en la calle Dieciocho, a las nuevas dependencias en el Campus Oriente de la Universidad Católica. En el incipiente Instituto, del cual sería su Director por muchos períodos, Fidel ejercitó la docencia hasta el mismo año de su muerte, ocurrida en Septiembre del 2006. Su casa en la calle Campoamor, en la comuna de Ñuñoa, distaba de la Universidad tan solo a una grata caminata a pie. Agrado que se tornara en duro sacrificio durante los últimos meses de su enfermedad.

Al amparo de Estética, término con el que solía referirse al Instituto, desarrolló su vida de poeta y maestro, a la par que fue completando su vida personal, casándose con Soledad Manterola Bade y teniendo a sus hijos Javiera y Sebastián. En 1976 decidió ampliar sus estudios obligándose a una larga permanencia en Madrid, donde se doctoró en 1980 como filólogo en la Universidad Complutense. A su regreso, el Instituto de Estética continuó siendo el marco estimulante para una intensa vida académica. Eso lo catapultó a los cenáculos nacionales e internacionales a través de innumerables simposios, conferencias y cursos, organizados en torno al arte popular, la antropología cultural y las mitologías criollas.

Fue en un encuentro internacional en España, a fines de los 80, donde presentó su tesis acerca de la identidad chilena reflejada en dos mitos autóctonos: el mito del Imbunche y el mito de Jauja. El primero, de origen chilotearaucano, se centra en esa figura oscura, el Imbunche, a la que los brujos le han cosido siendo niño “todos los agujeros del cuerpo” para convertirlo en criado; por eso, no ve, no habla, ni escucha, sino tan solo obedece las órdenes de sus mandantes. El significado profundo de este engendro, lo asociaba a lo apequenado de nuestro pueblo, al fatalismo, a la inercia que frena todo proyecto trascendente, al chaqueteo, a la indiferencia frente a realidades imperiosas, al fácil endoso de la propia identidad a líderes inadecuados o perversos. El segundo mito -heredado del romancero español- habla de la tierra de Jauja, donde por los ríos circula raudamente el vino y de los árboles cuelgan las longanizas y jamones, de modo que para vivir, para lo que es placenteramente vivir, basta con estirar la mano. “Es la tierra bíblica donde mana leche y miel -me aclaraba Fidel en una ocasión- pero es también la irrefrenable pasión por la polla-gol, el sueño con darle el palo al gato, la búsqueda de los entierros y minas de oro, en fin, la fortuna fácil exenta de sacrificios y también la manera cómoda de esperar a gobiernos que resolverán todos los problemas”. Lo chileno, según él, oscilaría casi maniáticamente entre estos dos polos extremos.

Pienso que esto ayuda a aclarar la que fue quizás la mayor pasión de su vida: desentrañar la identidad del pueblo chileno a partir de las claves implícitas que se han ido gestando en las manifestaciones folclóricas -puras e incontaminadas- y en la poesía popular, desde nuestros orígenes como país hasta el presente. Por eso investigó profundamente en el romancero, en el cancionero a lo humano y a lo divino, en el refranero, en el adivinancero, en las festividades y rituales populares, ancestrales y modernos, sabiendo que allí está lo más legítimo de nuestra alma nacional.

También, fue por años precursor, colaborador y director de la revista Aisthesis y de cursos, escuelas y festivales vinculados al folclore nacional. Los cantores populares, guitarroneros y payadores frecuentaban su casa. El mismo solía celebrar con familiares y amigos, la noche de San Juan, donde se recitaba, se payaba, se practicaban rituales de adivinación y se comía y se bebía de una repostería tradicional y abundante.

EL POETA DE LA ALDEA

“A mi la poesía me sube por la planta de los pies”, solía compartir refiriéndose a las claves de su quehacer poético. Con ello se refería a su opción por la tierra y su habitante. Su gran referente era la naturaleza virginal y, a la vez, vilipendiada por la codicia de la mano humana. Se vinculaba con el habitante ancestral, el ab-origen -el que estaba en el origen de los tiempos- y que dramáticamente pierde rumbo, cayendo a lo que no es, como señala con dolor refiriéndose a su localidad de nacimiento:

San José
está en pie
pero se cae
se cae
a lo que no es...

O, por el contrario, al que fustiga con sarcasmo, cuando canta ante Colmuyao, una localidad vecina:

¿Y los lomajes?
Reforestados
¿Y el río río?
Canalizado.
¿Y los vegajes?
Mecanizados.
¿Y el rancho, gancho?
Urbanizado.
Y el huaso raso
remodelado
incorporado
curturizado
radioapilado.

También rescata la dignidad de algún lugar venido a menos como es el caso del tan conocido y antalogado poema sobre Curepto:

Es Curepto
en mi concepto
una muy digna persona
persona con dignidad
¿me entiende?

Pero siempre desconfiará de algún tipo progreso en el campo y en las ciudades que se alcance a costa de desdibujarnos o perder nuestra identidad. No aceptará nunca que se rompan los equilibrios ni los procesos naturales. Tampoco aceptará el avasallamiento del poder y la riqueza, y menos a cambio de sacrificar la lenta alquimia que existe tras todo verdadero hito cultural, por pequeño que sea. Esta es la gran clave para comprender su poesía. La poesía que le brota a partir de Chile, de Latinoamérica y de las mareas de su propio corazón

Cuando Fidel Sepúlveda se lanza a la aventura creativa, dando a luz su primer libro, Geografías (1974), hace precisamente eso: cada poema está construido como una localidad específica que está humanizada por la presencia o el rastro de sus habitantes. Eso genera un juego de isomorfismos entre el locus real, con sus características específicas, y el locus lingüístico que recrea la identidad, la acrecienta o la devela a través de metáforas, consonancias, giros populares, juegos de palabras, polisemias y sorpresivos neologismos. Todo termina entonces apuntando a ese mismo descubrimiento que hiciera otrora Heidegger: el ser habita en el lenguaje. La esencia de las cosas no es algo abstracto, es algo concreto y está encerrada, de partida, en el nombre de las cosas.

Eso es lo que intuye Fidel Sepúlveda al iniciarse públicamente como poeta. Hay que partir por la idea misma de geografía, es decir, como escritura de la tierra. Así como él amaba mostrar unas extrañas rocas cercanas al Agujero del Puelche, en los alrededores de Cobquecura, donde estaban los dibujos milenarios producto de los procesos físicos y bioquímicos asociados a dichas rocas -él decía: “algún día seremos dignos de descifrar esta escritura”-, así también él buscaba descifrar la grafía de lo que ha producido la tierra germinada por una cultura naturalmente digna.

Con esto Fidel Sepúlveda se revela como un poeta mayor. A fuerza de cantar a sus aldeas, se convertirá en vate de lo universal y trascendente, en demiurgo entre los mortales y las fuerzas superiores, ya sea lo que reconocemos como divinidad, como sus emisarios, sus representantes o todo aquello que tiene el poder de “la virtud”. Su palabra surgida desde la profundidad de la tierra es, entonces, simétricamente a la del cielo, energía desatada, portadora de vida, generadora de nuevas realidades, regeneradora de las fuerzas disminuidas. Así restablece la buena senda para aquello que ha perdido el rumbo, y moviliza el corazón de sus audiencias hacia el territorio del legítimo ser, opuesto al de la apariencia y del engaño.

El tiene conciencia de esta misión catártica y reparadora y lo expresa bellamente, hecho uno con todo el candor popular, en una décima -esa forma poética que tanto amaba y admiraba- con la que cierra su auto sacramental Por Navidad:

Soy cantor y mi cantar
canta al sol y a las estrellas,
a todas las cosas bellas
que Dios se gozó en crear.

Mi canto pongo en tu altar
yo a las cosas con mi canto
les saco lustre y encanto
y ellas contentas se sienten
como hijas resplandecientes
del Dios Santo, Santo, Santo.

Con esto, Fidel Sepúlveda devuelve al arte su primigenia calidad religiosa, en el sentido de religar las fuerzas inmanentes y trascendentes. Toda su obra poética será atravesada tangencialmente por este sentimiento.

 

EL CUERPO DEL MAESTRO

Cuando Fidel Sepúlveda estaba por comenzar alguna de sus magistrales clases, algo que tanto admiraban sus alumnos y discípulos, le brillaban los ojos con una mezcla de malicia, de bondad y de entusiasmo. A la par, se frotaba largamente las manos, una tras otra, como si se las restregara con un invisible jabón purificador para poder así realizar una suerte de operación delicada. Tras esa liturgia inicial se largaba con el tema de fondo. A medida que hablaba, su cuerpo se desplegaba y se comprometía con sus ideas y emociones. Parecía que las palabras las sacara de la raíz de sus articulaciones corporales. Para reforzar algún concepto, agitaba los brazos en círculos, como acarreando invisibles animales. Una variedad de muecas iba al unísono de tales gestos. El auditorio asistía maravillado, literalmente enmudecido, ante ese despliegue de auténtica retórica, la que no era otra cosa sino creación poética in situ, refinado privilegio para quienes eran testigos presenciales.

Como un director de orquesta comprometido a fondo con la música que dirige, así el maestro-poeta, dirigía sus propias palabras como si constituyeran una partitura grabada en lo más profundo de su ser. Ahí leía, desde ahí lanzaba, desde ahí imbricaba su idea de hombre con la vida misma, ligaba el arte a la vida, ya que ese era su ideal más preciado: alcanzar el arte de vivir. “Lo que importa es el artevida”, insistía una y otra vez. Eso significaba remontar la tentación del arte por el arte y ser atrapado por el mero juego de las formas estéticas. El arte, en el fondo, se convertía paradojalmente en medio y en fin, a la vez. Fin, en cuanto valor que se autosustenta. Medio, en cuanto, fin que va más allá de su propio fin y se revela trascendido y trascendente.

¿Cuál es el centro del centro?
¿Cuál es el dentro del adentro?

Fidel Sepúlveda caló profundo en el corazón de muchas generaciones de estudiantes. Les abrió los ojos y les destapó los oídos enseñándoles a ver y a escuchar más allá de lo contingente y de lo utilitario. Enseñó a adentrarse en los misterios de la originalidad a partir de lo minúsculo y de lo local.

Enseñó a partir de lo que él aprendió con el propio manejo de sus palabras y también con lo que otros hicieron.

En su largo viaje por la docencia, su pasaporte fue el dominio de las imágenes, las poéticas y -no es de sorprender- también las fílmicas. Porque a la par de la literatura y la filosofía fue un gran conocedor del cine y de su lenguaje, de sus mecanismos simbólicos y los puntos en común con otras artes.

Sus trabajos reflexivos y creativos, escritos con dominio pleno del lenguaje, le valieron ser incorporado a la Academia de la Lengua en los años 90. Con gran satisfacción de sus integrantes. Fue emocionante escuchar al que otrora fuera su decano, Ernesto Livacic, darle un discurso de bienvenida, rico en ideas y pletórico de vida y admiración.

Estoy convencido que con el correr de los años la figura de Fidel Sepúlveda se irá agigantando a medida que emerjan dos cosas. La primera, es que se siga dando a conocer su vasta obra, de la cual se ha editado tan solo una parte. Hay muchas cosas que esperan y que ha ido compilando infatigablemente Soledad Manterola. (Basta con mencionar su inédita tesis doctoral que en su época ganó el premio a la mejor tesis extranjera presentada en la Universidad Complutense de Madrid). Lo segundo es que otros artistas, intelectuales y hombres de buena voluntad, sigan rescatando y preservando aquello que concretamente respalda y constituye nuestra identidad de chilenos, aquello que también avala nuestra vocación de respeto por el orden natural de las cosas, aquello que orienta nuestra solidaridad por los más humildes y postergados pues en ellos radica una sabiduría insustituible. Entonces, Fidel Sepúlveda brillará como uno de los grandes adelantados intelectuales de la Historia de Chile.

Es que él fue un poetaprofeta de nuestra identidad y de nuestra realidad más profunda. Un hombre sabio que transmitió adecuadamente su visión, dándole forma, tanto estética como filosófica. La convirtió en semilla para las generaciones futuras, plantándola en el corazón de hombres y mujeres de buena voluntad, regándolas con su bonhomía y su inquebrantable entusiasmo. Ello no será en vano.

Santiago, 12 de Julio de 2008.

 

En sus siguientes ediciones Dedal de Oro publicará poemas y otros escritos, todo inédito, de Fidel Sepúlveda, facilitados por su esposa Soledad Manterola, a quien agradecemos.