Una tarde el tren se retrasó y Martita
y yo nos entretuvimos jugando a las fronteras inexpugnables
hacia el misterioso potrero de enfrente. «No se pasen
al potrero del vecino, se dice que es un hombre muy huraño
y se puede enfadar con la presencia de extraños»,
nos advirtieron nuestros padres. Pero no les hicimos caso
y nos introdujimos en ese campo alfalfado que, dicho sea de
paso, era muy bonito, rodeado de peumos. Un caballo alazán
pastaba amarrado junto a una vega. No avanzamos mucho cuando
un jinete a caballo se nos puso al frente. «¿Qué
hacen aquí, quién les ha dado permiso para entrometerse
en mi propiedad?». Sin lugar a dudas era el dueño
del predio. Martita se asustó mucho y huyó hacia
la cerca, yo la seguí de atrás mientras el hombre
nos injuriaba. Martita enredó su chaleco en los alambres
de púas y de un tirón logró desasirse
y comenzó a cruzar la vía. En ese preciso instante
pasó el tren con su locomotora humeante...
"¡Martita!», alcancé
a gritar.
Ahora , hombre grande, siempre recuerdo aquel
accidente, la risa de Martita, el tren, el campo alfalfado
y mis juegos de infante. Y cuando visitamos aquella antigua
casa les advierto a mis hijos que no vayan a cruzar la línea
férrea, porque el tren es muy veleidoso y, peor aún,
que el dueño de esos terrenos tiene muy mal genio.
El hombre asustaba a los niños intrusos y robatines,
entonces era cuando intervenía el maldito tren. DdO