Cuando la construcción del camino, supongo que por
falta de fondos, se detuvo a unos tres kilómetros de
su meta, los andinos convencieron a Salvador para que se instalara
en lo que pasó a llamarse Plaza de Mulas, habiendo
sido más lógico que se llamara Plaza de autos.
Los restos de la majada de Salvador aún existen. Tuve
una muy especial emoción al volver a ese lugar, donde
tengo tantos recuerdos guardados.
Inevitablemente también, una noche nos sorprendió
una tormenta al llegar a Plaza de mulas. En la alternativa
de volver atrás o de esperar el día en la majada
de Salvador, preferimos lo segundo. Hizo frío esa noche.
El viento, aullando en cada rendija, lo hacía sentir
más fuerte aún.
Nos tendimos como pudimos en el suelo y Número, recostándose
a nuestro lado, vino a demostrarnos que, después de
todo, servía para algo, brindándonos generoso
algo de su calor. Salvador alumbró el fuego al centro
de la pieza, que muy pronto se llenó de humo. Entendí
los ojos siempre piturrientos de Salvador y su familia. La
picazón se hacía cada vez más fuerte.
Peor si se cerraban los ojos. Más de una vez pensamos
si sería preferible el frío exterior, pero la
conversación de Salvador nos mantuvo allí hasta
que, vencidos por la fatiga y el sueño, nos dormimos.
Nos despertamos de madrugada y, llenos de energía,
partimos a pie hacia el refugio.
Salvador poseía toda la socarronería propia
del pueblo chileno y tenía una historia de hombre de
la montaña como para llenar esa noche y muchas más,
pero su especialidad era sin duda la Lola. Su versión
es la que he seguido usando. El eterno pucho de "Especiales",
los que fumaba el pueblo chileno, de tabaco negro, envuelto
en papel amarillo apretado en las puntas, colgando de la comisura
de sus labios. Cuando Salvador bajaba a San José, era
por lo general para comprar humo. Así llamaba a sus
cigarrillos.
El hijo de Salvador, a quien a mi papá le dio por
llamar "el Salvador Chico", oficiaba de marucho
y llenaba toda mi admiración por su habilidad en manejar
la honda de cordel para arriar las ovejas y por la decisión
que ponía en sus empresas. Se había hecho esquís
con un par de duelas de barril, con las que logró manejarse
bastante bien. Alguien le regaló un par de viejos esquís
enormes, con los cuales logró desenvolverse como viejo
deportista. Ahora vine a saber que, en realidad, se llama
José, y que vive en San Alfonso.
Salvador era honrado a toda prueba. Más de un andino
recuperó años más tarde objetos olvidados
en el apero de las mulas. Cuando uno de ellos trató
de regatear, delante mío, los precios ya bajísimos
que cobraba por sus servicios, se formó mi decisión
de integrarme a la causa de los explotados, que es la que
me trajo a este alejado rincón del mundo.
DdO