Cuando ya estaba entre todos esos edificios y carteles con
letras, colores, señales, automóviles, imágenes
y etcétera, bajé las escaleras junto a todo
el hormigueo. Pagué mi boleto, pasé por la maquinita
e hice lo mismo que hacían todos. Lo interesante de
aquella experiencia fue dentro del carro azul.
Subimos todos, algunos estaban más acelerados que
otros, la impaciencia se les escapaba por los ojos que, inquietos,
se paseaban entre las estaciones y el reloj. Otros se sentaron
rápidamente para que nadie, pero absolutamente nadie,
ocupara el puesto que les pertenecía. Algunas señoras
conversaban con un aparato al oído sobre temas distintos.
Otros caballeros y uno que otro joven leían periódicos
extremadamente concentrados en la gran última noticia:
el participante de la teleserie del momento había triunfado
dirigidamente por cincuenta millones de pesos. Me pareció
interesante ver cómo los que leían de pie utilizaban
a los que estaban de espalda a ellos para apoyar los periódicos
sobre sus cabezas u hombros. No pensé que en estos
lugares podía haber tal comodidad. Hacia los pasillos
se veían estudiantes concentrados en guías y
papeles o libros. Se sujetaban apenas para no caer con cada
freno. Los jóvenes vestían según la última
moda o estilo con indiferencia y los adultos evidentemente
parecían ir a unos cuantos funerales. ¡Nada de
colores vivos!
Cuando miré a un joven que miraba con temor, pensé
que andaría algo perdido en medio de tanta cara. Y
así, entre mirada y mirada, llegué a ver fantasmas
tras las ventanas, justo tras las puertas desde donde yo había
entrado. Verdaderos y espeluznantes fantasmas volaban junto
a quienes íbamos dentro del vagón. Sus caras
demostraban frustración y cansancio de tanta vida sin
sentido y cada luz del túnel del metro se clavaba en
sus rostros opacados. Estaban ahí, sumidos en y bajo
la urbe, mirando el techo, los carteles, leyendo periódicos
y murmurando, tal cual nosotros viajábamos. Y aún
así, nadie se daba cuenta.
Después de enterarme de por qué los santiaguinos
escapan de su ciudad y nos visitan tanto, me devolví
a las montañas sintiendo la urgencia de no irme jamás
de este lugar tan simple como las piedras en el camino y las
flores creciendo entre ellas, las montañas con sus
árboles y las casas encaramadas con sutileza en la
tierra natural, el cielo verdaderamente azul que regala aire
transparente, las personas sencillas y amigas entre sí,
el pueblo sabio, no atrasado por tener menos cemento, que
no lleva en él fantasmas frustrados, sino que verdaderas
leyendas de seres humanos disfrutando siempre de sus montañas.
DdO