Hace
años, en la zona de Boyenar, cerca de donde corre un
estero maravilloso, había varios hombres en una cantina
jugando al cacho y tomándose unas botellas de vino.
En estas reuniones se conversa de todo, de lo humano y lo
divino. Se habla de los demás, de tallas que les han
pasado, de la pega o de alguna historia fantástica
donde todos se hacen los valientes, pero en verdad quedan
con el alma asustada. Uno de los hombres sólo había
pasado por allí para tomarse una cerveza y llevar el
pan para él y sus compañeros al campamento donde
se estaban quedando, pero la conversación estaba tan
entretenida que se le oscureció. De pronto comenzaron
a hablar de los finados, y en eso sale uno con una historia
de las animitas contando que cuando a una de esas casitas
se le prendían velas en la noche, el finado se dejaba
ver por los vivos. Según decían, se arrodillaba
delante de su pequeña morada con las palmas de las
manos juntitas, pidiendo por su propia alma, para que dejara
de vagar y se fuera a descansar adonde tienen que estar los
muertos. El hombre sintió susto de la historia porque
el camino desde el Boyenar hasta San Gabriel es largo y oscuro,
sobre todo por la línea del tren, que era por donde
debía llegar al campamento.
Más
tarde, como buen tipo de campo, partió. Para no pensar
leseras cantaba unas rancheras haciendo sonar la bolsa del
pan, como para espantar a alguien. A ratos silbaba, pero iba
con las pepas bien abiertas. Entrando por la línea
del tren la oscuridad hizo todo tétrico. El sonido
de los pájaros nocturnos se acentuó de pronto,
y en eso comenzó a ver una luz que con el viento cambiaba
de dirección y daba unas sombras. El hombre se asustó
mucho. Era la vela que le encendían al finado de una
animita a la que él, siempre cuando pasaba por allí,
saludaba. Ahora le pedía que no lo asustara. Estando
frente a ella se alejó lo que más pudo. No la
quería mirar, no quería ver al finado velándose,
y en eso lo abrazaron por la espalda. Se le salieron unos
gritos, soltó el pan y corrió por entre las
matas. Se le clavaron espinas por todo el cuerpo. A trastabillones
corría, y aquel ser lo seguía de cerca. Lo podía
escuchar e incluso, a ratos, lo tocaba. Las lágrimas
le corrían por las mejillas. Se metió a la acequia
hasta que a la criatura, creyendo que jugaba con ella, se
le salió un ladrido. El hombre, cansado y confundido,
se detuvo, y el ser se le tiró encima. Era un perro
grande que vivía en el campamento. El hombre agarró
unos peñascos y se los tiró. Le lanzaba patadas,
pero el animal volvía a jugar. Ya estaba cerca de su
lugar. Cansado y todo embarrado decidió entrar por
la puerta trasera, si no los compañeros harían
muchas preguntas y luego se cagarían de la risa. Pasó
a su dormitorio y allí llegó uno de los compañeros
para pedirle pan, y él, salvando la situación,
respondió riendo que el pan se había quemado.
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