lee:
"crece cada día el clamor por la repetición
de robos en ciudades y campos de este Reyno para que se pueda
sujetar la plebe, gente vagabunda y ociosa, acostumbrada a robar".
Durante
el siglo XIX, se sabe que los bandoleros forman cuadrillas
o "bandos" (de donde proviene su nombre) para atacar.
En los años de la Independencia éstos fueron
alistados entre los realistas y patriotas, puesto que conocían
las zonas y estaban dispuestos a morir. Pero, en general,
durante todo el siglo va a ser una constante en la vida social
rural. Incluso, a fines del período se unen a los indígenas
de la frontera del Bíobio, despojados de sus tierras,
haciendo gran fuerza unidos. El castigo de parte del Estado
a estos montoneros es la horca o la muerte a través
del fusil. Aun así los bandidos no tenían miedo,
menos los vagabundos sin nada que perder, puesto que habían
sobrevivido robando a los grandes fundos del sur de Chile
y la zona central.
Fue así
que llegaron a estas tierras una de las montoneras más
famosas hasta el día de hoy: "Los Pincheira",
quienes atacan varios fundos del Cajón del Maipo en
1829, lo que es recordado por la historia y nuestros ascendientes.
Antonio Pincheira era el hermano mayor, había pertenecido
al ejército, dominaba las armas y adiestró a
sus hermanos; Santos Pincheira era el más tranquilo
de todos, pero no menos astuto; Pablo era el más feroz,
el más villano, y José Antonio hombre hábil
y organizado. A caballo y bien vestidos, como debía
ser para los huasos bien acampaos, iban acompañados
los cuatro hermanos de su bando; sus padres y ellos mismos
habían sido inquilinos de la Hacienda de Cato, en el
distrito de Chillán; conocían el campo, conocían
la cordillera y la situación de los fundos. Miedo jamás
demostraron, eran hombres valientes; sus ojos montañeses
mostraban la fuerza de sus almas a través de pañuelos
oscuros que tapaban sus rostros, seguidos de montones de hombres
a caballo con la pistola al cinto. Serán recordados
como quienes ayudaban a los más desposeídos,
pero también de una tremenda violencia.
Son ellos
los que entraron bordeando el río Maipo -no se sabe
cuántos eran- y, como buenos conocedores y astutos
estrategas, no se dejaron ver. Sabían de fundos ricos
de la zona, fundos con gran número de cabezas de ganado
que ellos necesitaban para continuar sus hazañas. Dicen
que entraron silenciosos, sin que los inquilinos los detectaran,
y entre los árboles nativos se refugiaron por una hora
dejando que el sol regresara a sus aposentos, para así,
con la ayuda de la oscuridad, entrar en acción. La
casa patronal estaba de fiesta, el primogénito cumplía
quince años. La distracción estaba hecha, y
cuando estuvo cercado el lugar, José Antonio, sacándose
el sombrero, entró en la casa como un invitado más.
Pero su rostro curtido por el frío y el sol no le permitió
pasar desapercibido. Pese a su estatura, las mujeres se preguntaban
qué hacía ese roto allí, pero el roto,
riendo, sacó la carabina pegando un grito de victoria.
-¡Que
nadie se mueva, mierda, o de aquí nadie sale vivo!
Hay intentos
de salvar la situación, pero ya es tarde, están
rodeados de los salteadores. Son los bandoleros más
temidos, se dan a conocer, llantos de niños y mujeres,
y los hombres, con el miedo de ser muertos allí mismo,
se cohíben. Los inquilinos del fundo están ya
maniatados. Sobre la mesa los ricos manjares, las carnes y
los vinos son devorados por los asaltantes. Ríen con
tal festín, mirando a toda esa gente acomodada y bien
vestida. Allí sienten la injusticia social, pero ellos
saben que nacieron para ser como son.
Pasaron
los minutos. Para los hacendados parecían horas. Los
hombres fueron amarrados y las mujeres y niños encerrados.
El pánico era terrible, eran los salteadores más
perseguidos de Chile. Con rapidez tomaron la comida y los
vinos, las ropas que les gustó y lo que podía
tener algún valor. Les hacía falta buenos caballos.
Llegaron al establo y se los repartieron. Sacaron las monturas,
ensillaron y montando se pusieron los pañuelos sobre
sus rostros. Riendo salieron del fundo dejando una gran polvareda
en el camino. El asalto había sido un éxito,
pero debían escapar, porque cuando se soltaran los
hombres los perseguirían con la milicia y el Cajón
del Maipo, como su nombre lo señala, no deja escapar
tan fácilmente.
Este delito
jamás les fue comprobado, pero dejaron su huella en
aquellas personas y Maximiliano Salinas lo recuerda en sus
escritos.