resumidos
en un solo proyecto, una ciudad enorme en cuyo centro debía
levantarse una torre de tales dimensiones que pudiera alcanzar
la altura del cielo. El relato bíblico dice que Dios
los castigó confundiendo sus lenguas. Se trataba en
esos tiempos de estigmatizar a la Babilonia del imperio asirio,
con su Zigurat escalonado, aunque el mito hace abstracción
de toda referencia histórica precisa, justamente porque
es un arquetipo recurrente de la historia universal.
Exposición
industrial y artística de 1900 en Paris, con su torre
Eiffel y su rueda giratoria con veinticuatro vagones para
veinte personas cada uno, cuyo diámetro medía
ciento diez metros. La industria humana desafiando al cielo
y la rueda del tiempo anunciando el plazo promisorio que
el progreso mismo se fijaba para llegar a los dominios inaccesibles
del Altísimo. Y, como hace cuatro mil años,
el resultado de tantos esfuerzos mancomunados para solucionar
el problema de la vida (o la vida como problema) es que
cien años después de este evento nos entendemos
menos que antes. Cien años al cabo de los cuales,
entonces, emprendimos la conquista del espacio, pues fue
de toda evidencia al fin que con las torres más altas
y consistentes que edificaron después los hombres
no consiguieron alcanzar a golpear la puerta del cielo,
hasta que un once de septiembre cayó sobre ellas
no sólo la confusión de lenguas, sino el fuego.
«Puerta
del cielo» se llamaba el nivel más alto del
Zigurat de Babilonia, aunque los sacerdotes que en esas
alturas oficiaban los rituales a sus dioses sabían
al menos que, agregando más ladrillos, no llegarían
al ámbito de la luz eterna. Los norteamericanos y
los europeos, en cambio, no se resignaron con esas limitaciones,
e inventaron la tecnología astronáutica para
ir más allá. El primero que salió del
planeta, el soviético Gagarín, vio desde su
nave espacial la noche eterna del firmamento estrellado,
y por orden de su partido se vio obligado a decir a los
medios que, a pesar de sus esfuerzos, no consiguió
divisar a Dios por ningún lado
Fue
una experiencia terrorífica.
Aunque
más terrorífica fue la experiencia de la guerra
fría y la posibilidad de un Apocalipsis nuclear,
porque mientras más altas se levantaban nuestras
torres y más alejados de la Tierra se aventuraban
nuestros astronautas, los hombres seguían dando muestras
de que la confusión de sus lenguas era cada vez mayor,
a pesar de la traducción simultánea de sus
intervenciones en las asambleas internacionales.
Todos
los astronautas han pagado su experiencia con la alienación
de su mente. Dios no está en ninguna parte, simplemente
porque El no ocupa un lugar. Simplemente es
Moisés
habló con el Ser y creyó ingenuamente que
éste podía darle a conocer su nombre. Pero
el Ser le respondió simplemente que sólo podía
referirse a El llamándolo así: El que es (IAHVE).
Este es otro relato ejemplar para enseñar al pueblo
que el Ser es vacío, ese vacío ilimitado que
sustenta a los «seres», y que, en consecuencia,
para vivir en buenas relaciones con quien sustenta tú
persona y tu vida, no puedes comportarte de cualquier modo.
Los átomos de tu cuerpo han salido de ese vacío
creador, y la forma de tu ser no la has diseñado
tú
Así entendió el pueblo que
lo peor que puede pasarle a un hombre es perder su relación
con esa base de sustentación. Eso puede ocurrir cuando
se apaga la luz interior que te mantiene despierto y consciente
de esa presencia absoluta que todo lo traspasa. Los profetas
y maestros espirituales son seres que nacieron asentados
en el Ser para ayudarnos a no desvincularnos de Él.
Vista
de ese modo, la historia deja en evidencia que en la especie
homo sapiens se pueden distinguir dos categorías.
La de los que espontáneamente saben sin razonamientos
previos que el universo tiene un sentido preexistente al
hombre y buscan conocerlo para ajustarse a él, y
los que ignoran el sentido que los trasciende y no conciben
más sentido que el que ellos quieran darle a las
cosas y a su propia vida. El juicio final consiste precisamente
en la separación de los unos y los otros. A los primeros
la Biblia los llama «la descendencia de la mujer»
y a los segundo los llama «la descendencia de la serpiente»,
aquélla que se acopló con Eva para dar nacimiento
a Caín, el herrero, el fraticida y constructor de
ciudades. Los primeros constituyen la porción minoritaria
y propiamente humana que va quedando de nuestra especie.
Los segundos constituyen la porción mayoritaria que
se va quedando detenida en las formas menos logradas de
la evolución. En principio son humanos, pero en los
hechos han estimado ellos que para alcanzar sus objetivos
deben irse despojando gradualmente de las características
que permiten distinguir a los de nuestra especie. De lo
primero que prescinden es del amor y del respeto, pues con
amor y respeto no se puede construir la sociedad industrial.
Enseguida prescinden de la sabiduría ancestral que
formula el sentido y la sustituyen por un sistema de ideas
apto para manipularlo todo. Después prescinden de
la prudencia y caen en la desmesura. En la TV por cable
nos informan de todas las locuras de que son capaces con
sus megaconstrucciones. Al fin sólo queda una fachada
ideológica constituida por unos entes de razón
que ellos llaman «valores». Como se trata sólo
de conceptos, estos quedan ahí como íconos
inoperantes que pueden ser fácilmente transgredidos
sin consecuencias inmediatas al menos, pero que constantemente
son invocados por puro protocolo.
Por
todo lo anterior, el sector esclarecido que aún le
queda a la humanidad debe saber unir ahora su desarrollo
espiritual personal con el sentido de comunidad.
Lo uno
nos viene del extremo Oriente y lo otro nos viene de la
Biblia. Porque lo que ahora se nos viene encima tendremos
que enfrentarlo juntos. Es como la noche aquella de la Pascua,
cuando el pueblo cautivo por la esclavitud egipcia fue liberado
y salió hacia el horizonte ilimitado de los llamados
«Hijos de la luz». Ese horizonte era un desierto,
el mismo que ahora se nos presenta erizado de rascacielos
donde, a pesar de la contaminación, somos aún
conscientes de estar unidos a la fuente de vida. Sólo
nos resta adquirir el convencimiento de que por eso nada
malo podrá ocurrirnos.
Noviembre
de 2007.