Durante
los días y noches que pasan trabajando y durmiendo
entre las montañas, debajo de un poncho, con los cueros
de las monturas como colchones y almohadas, aprenden un sentido
de resignacion y cómo aceptar lo que la vida les depare.
Este sentido ilumina un poco a una inglesa impaciente: pienso
que uno no debe rendirse fácilmente ni ser pasivo,
pero también es bueno aceptar con tranquilidad lo que
sea inevitable. Cuando un día desesperadamente trataba
de quitar los pájaros de un potrero con semillas de
alfalfa recién puestas, me dijeron: Es la vida,
Rose, es la naturaleza
Los pájaros tienen que
comer igual que nosotros.
Si bien
estos atributos no son muy primorosos, la personalidad del
hombre demontaña posee múltiples virtudes. La
alfabetización del arriero no es de lo más sofisticado,
pero eso no importa mucho allá arriba y a lo mejor
aguza otras facultades, haciéndolo más sensible
a los mensajes de la naturaleza y a los secretos de la cordillera.
Ellos tienen un conocimiento acabado de los caballos y además
manejan mulas, que son mucho más pesadas y complicadas.
Ir al cerro significa autosuficiencia pero también
sensibilidad, atributos que los van haciendo más hábiles
con el paso del tiempo, permitiéndoles, por ejemplo,
hacer fuego cuando está lloviendo fuerte y seguir las
huellas de los caballos perdidos, como lo hacían los
indios en las películas de pistoleros. Conocen los
caminos de la cordillera y si pisan algún terreno desconocido
pueden ubicarse y encontrar una ruta tan sólo leyendo
y comunicándose con el paisaje. Saben cocinar, hacer
pan, limpiar, lavar y reparar ropa; también saben coser
cuero y plegarlo para hacer riendas, lazos y monturas, en
fin, encuentran una solución para casi cualquier problema.
Además, la mayoría puede cuidar cabras y hacer
quesos, realizando todo el trabajo normal de un obrero agrícola,
por ejemplo hacer rejas y acequias, arar y sembrar, segar
y cosechar la tierra.
Uno de
los arrieros más
respetados y queridos del
Cajón del Maipo es
Marcelo, hermano menor
de la familia Figueroa, que
vive al frente del Toyo.
Marcelo fue a trabajar a
Cascada de las Ánimas y
rápidamente llegó a ser
capataz. Su humor suave,
su autoridad natural y la
capacidad de controlar e
inspirar a sus compañeros
de trabajo, lo hizo
imprescindible y querido
no sólo por éstos, sino que también por
sus patrones. Siempre fue un jinete excelente y era un
placer mirar su manejo tranquilo de los animales.
Un deporte
muy popular en el Cajón es correr en el rodeo y no
hay
huaso que no sueñe con ser campeón. Un día
corriendo en El Toyo,
Marcelo cayó peligrosamente de su caballo. En el hospital
dijeron
que no iba a pasar de aquella noche. Pero sobrevivió,
y con la ayuda
de la familia Astorga lo trasladaron hasta el Hospital del
Trabajador.
Pasó varios meses allá, y cuando regresó
a la casa su lado izquierdo
estaba afectado y sin fuerzas, y también tenía
problemas para hablar.
El diagnóstico no era bueno.
Después
de dos años de terapia Marcelo mejoró mucho,
pero persistía la duda de si podría volver a
trabajar. Hace un tiempo y por casualidad, dos de sus parientes
y yo empezamos a trabajar en una parcela cerca de su casa,
y surgió la idea de comprar cabras. Yo dije que estaba
dispuesta a comprarlas solamente si a Marcelo le interesaba
encargarse de ellas. No había nadie más que
contara con el tiempo necesario para dedicar los siete días
de la semana a ordeñar dos veces diarias a los animales
entregándoles el cariño que necesitaban para
dar buena leche. Los otros dos podían ayudar en cualquier
tarea pesada, ordenar y hacer quesos en caso de que Marcelo
no se sintiera bien. Fue trabajo part time y en
un ambiente familiar, protegido. Su labor tuvo tanto éxito
que después de diez meses Marcelo volvió a trabajar
full time a la Cascada. Nuestra pérdida
fue tremenda, pero no nos podemos quejar pues también
aprovechamos bastante su ayuda en la parcela. Además,
la idea en parte era ayudarle a cruzar el puente entre enfermedad
y trabajo.
Creo que
mucha gente en su corazón pensaba que Marcelo posiblemente
nunca iría a trabajar de nuevo. Pero un arriero chileno
es algo especial, fuerte, resistente, trabajador. Y ahora
todos se alegran al ver su imagen familiar pasando por las
calles de San Alfonso, de regreso a casa luego de su jornada
de trabajo. Ahí va igual que antes, siempre vivaracho,
con ropa elegante y un buen sombrero, haciendo sus bromas
dulces y caminando orgullosamente. También empezó
a correr otra vez, pero sólo en medialunas conocidas
y con la familia. A veces la vida hace milagros y quién
más lo merece que un arriero que ha trabajado tanto
durante toda su vida y es tan querido por todos.