Me encantaba
meterme al arroyo y subir, pasando de piedra en piedra, lo
más arriba que pudiera. Gozaba la sensual sensación
de arrancar a puñados la hierba del platero que crece
a sus orillas. Decían que la infusión era buena
para el hígado... o los riñones. En realidad,
poco importaba. Era la disculpa para recoger gruesos atados
y llevárselos de regalo a mamá, que no padecía
ni de los riñones ni del hígado. Naturalmente,
iban a parar a la basura y nunca pude ver el benéfico
efecto médico de la hierba del platero.
El padre
nos compró una higuera. Para quienes no están
habituados a esta práctica, les diré que por
una temporada se tiene derecho a los frutos que el árbol
produce. Cuando no estaba metido en el estero estaba encaramado
en la higuera comiendo los deliciosos higos (o brevas, nunca
he tenido claro cuál es cuál), siempre oyendo
las advertencias de los adultos sobre lo traicioneras que
son sus ramas, que se quiebran insospechadamente.
Estaba
en mi culinaria actividad tarzanesca cuando encontré
un insospechado fruto, de hermoso pelaje amarillo. Sesenta
años después, aún recuerdo su deliciosa
textura. Lo deposité con cuidado en mi chupalla. Grité
a mi familia para que viniera a ver mi hermoso encuentro,
pero mi delicado fruto amarillo desplegó grandes alas
negras de murciélago y se arrancó volando. Por
un período no volví a subir a la higuera...
¡Las ramas son muy traicioneras!