Muchas
personas llegan hasta allí para disfrutar de su
frescura, de sus verdores y aromas, del cielo prístino
y de la melodía que produce el deshielo a través
del descenso de las aguas y del choque contra las piedras,
del croar de los sapos y de los insectos minúsculos
que zumban en los oídos, del crepúsculo y
penetrante graznido que lanza al volar el huairavo, comunicándose
con los infinitos seres y almas que recorren los cursos
de agua para llenarse de energía, el que al ser
oído parece entre el canto de una rana y el ladrido
de un flaco perro en la lejanía.
Entre
los tantos hombres solitarios que han recorrido el estero,
hubo uno que no regresó nunca más al Coyanco,
ni a ningún curso de agua natural. Corría
la década de los ochenta, y don Gregorio (cuyo apellido
no puedo revelar) tenía como pasión pescar
truchas en los esteros, llevando siempre la indumentaria
necesaria para ello: chanfaina (receta de vísceras
cocidas con sal) preparada por su mujer, una manta para
abrigarse de la fría noche, un machete, y por supuesto,
las infaltables y económicas cajitas de vino tinto.
Esa tarde ya tenía unos cuantos pescados a su lado.
Hizo una pequeña fogata sobre la que puso una lata
y truchas con sal para degustar junto al vino que se estaba
chambreando. Prendió un cigarrillo y comenzó a
pensar en su vida, en su mujer, en los hijos que de a poco
iban dejando el nido, en sus años y en su cuerpo
que ya no era el mismo. Se miró las manos tajeadas
por el trabajo duro de toda una vida, pero en fin, el hombre
se acostumbra a todo y él sabía de antemano
que ése era su destino; mientras, se resignaba con
estar en aquel lugar.
Mucho
vino surtió efecto, las truchas estaban sabrosas
y las brazas crepitaban; sólo la luna creciente
entregaba algo de luz, y la música la ponía
la naturaleza; sin darse cuenta don Gregorio fue cerrando
sus ojos, como pudo se sacó los bototos y se envolvió en
la manta sin saber de nada más. La chanfaina apenas
la probó dejándola sobre una roca... La borrachera
lo hizo dormirse al lado del estero.
A esta
hora, cuando los humanos duermen, se levantan otros seres
para no ser vistos en su actuar, y uno que vivía
precisamente en las pozas del estero se fue a cebar...
Se trata del “cuero”, que fue tirado entre
piltrafas al agua, tomando vida propia. La tradición
dice que es el pellejo de cualquier animal que estando
un largo tiempo en el agua cobra vida, alimentándose
de cualquier ser que tenga a su lado. Se acerca inofensivo
flotando y al atrapar a su presa la envuelve, succiona
y asfixia, para luego volver a su estado natural extendido
sobre el agua... Su aspecto indefenso le hace vivir por
muchos años, resguardándose entre las rocas
y a veces en los fondos de las pozas de los esteros; dicen
que fácilmente puede comerse a un cristiano, la
prueba está en que se ha tragado terneros y potrillos,
que no han podido zafarse de su fuerza.
Esa noche,
como siempre, “el cuero” que vivía en
el Coyanco cobró vida, sintió olor a carne
fresca y por sobre el agua se deslizó entre las
rocas, sin apuro, dejándose llevar por la corriente;
se estacionó frente al campamento de don Gregorio
y, sin hacer ruido, chupó las vísceras o
chanfaina. Sin demora comenzó a succionar el pie
de don Gregorio. El hombrón -dormido- se movió para
su suerte, pero el cuero firmemente adherido no aflojaba.
Entre la caña y el dolor se despertó de un
brinco, ya estaba aclarando y el ruido de los pájaros
ensordecía, parecía que lo querían
salvar... Le dolían la cabeza y el pie derecho de
sobremanera, se sentó y se miró la pierna
pensando que lo había picado una araña. Asustado,
trató de pararse para sacudirse, y al mirar su reflejo
en el agua vio al cuero. Se escapó arrastrándose
por el suelo. La historia del cuero la conocía,
pero jamás pensó que fuera real. Se incorporó,
y como hombre valiente que era, se propuso matar al maligno
ser. Se puso un solo bototo porque el otro zapato no le
entraba, envolviendo en un chaleco el pie amoratado, y
fue en busca de la única arma que le servía
para deshacerse de la horrible criatura.
Machete
en mano, caminó cerro arriba; las lágrimas
se le caían, pudo haber muerto y nadie sabría
de él. Encontró un quisco y con rabia lo
cortó, lo tomó como pudo y se pinchó las
manos, la sangre resbalaba hasta sus codos y secándose
la transpiración manchó también su
cara. Llegando al estero, aunque fuese la última
cosa hecha en su vida, mataría al bicho del demonio;
se persignó y se encomendó a la Santísima
Virgen del Carmen. En una mano tenía el machete
y en la otra el trozo de quisco, se paró firme sobre
una piedra -porque con el susto se le había olvidado
el dolor de la pierna- y con toda su rabia y fuerza asestó un
fuerte golpe al cuero. Éste, al sentir las púas
se retorció envolviendo el quisco, saliéndole
las grandes espinas por todas partes; la sangre fluía
a borbotones y el espécimen ya sin vida se fue hundiendo
hasta desaparecer. Aquel día el estero corrió rojo
hasta el Maipo, y don Gregorio jamás regresó.