huellas
estampadas en el blanco manto, dibujando su alegría.
Alegre, tomaba la helada espuma entre sus pequeñas manos
y la lanzaba al aire en todas direcciones, la que caía
luego convertida en bolas de nieve que, rodando por la ladera,
crecían y crecían dejando tras sí una red
de caminos cruzados en todas direcciones.
Azucena,
con la punta de la nariz y sus mejillas rojas por el frío,
reía mientras corría y saltaba. Fue remontando
la ladera casi sin darse cuenta, hasta llegar a un gran portezuelo
donde las cumbres nevadas y las profundas quebradas bajando
al valle se hacían increíblemente bellas. Ya
no nevaba y las nubes de algodón se amontonaban y corrían
rápido para dejar entrar los rayos del sol, que luchaba
por asomarse desde su laguna de azul infinito.
Azucena
se detuvo y, sentándose en un rústico banco
en medio de esa inmensidad blanca, inmersa en la suave paz
que la envolvía, se puso a pensar en su corta vida
y en su querido padre, que un temprano día partiera
de su lado para no volver; en su bella madre, que en su quehacer
hacía de las noches día; y en su hermano y las
jugarretas y peleas terminadas en risa o llanto. También
pensó en sus sueños e ilusiones en medio de
un mundo enorme y gris que en sus verdes ojos aparecía
tan bello, invitándola a descubrirlo, a correr tras
él.
Absorta
en su pensamiento y con el susurro del viento en sus oídos,
no sintió la cercanía de un hombre de piel tostada,
cabellera y barba blancas que, bajando por los lomajes nevados,
se había acercado lentamente a ella. Su voz, aunque
sonora, era suave y tranquila. Ya a su lado, le dijo:
-Hola bella niña
¡Tú debes ser Azucena!
Ella se
dio vuelta sorprendida, pero sin temor le contestó:
-Sí, yo soy... ¿Tú quién eres?
¿De dónde vienes? ¿Cómo sabes
mi nombre? ¿Cómo te llamas? ¿Por qué
tienes esa barba y ese pelo tan blancos
?
Las preguntas
tropezaban en su boca mientras él, con una sonrisa
y un gesto paternal, se acercaba y se sentaba en la banca
junto a ella. Los labios de Azucena terminaron de hacer preguntas
al sentir que el hombre acariciaba su cabeza y le daba un
beso en la frente. Este gesto fue tan natural para Azucena
como si siempre hubiese conocido a este hombre de la montaña
aparecido de la nada y que parecía ser parte de la
nieve y los cerros que la rodeaban. Luego de respirar muy
hondo, tomándole una de sus pequeñas manos entre
las suyas, él se dispuso a responder a la pequeña
sus amontonadas inquietudes. Ella, sintiendo el calor de sus
grandes manos y sin dejar de mirarlo, comenzó a escuchar
las respuestas. Más allá de sus tranquilas palabras,
la niña sintió cómo le llegaban muchas
otras cosas, gratas sensaciones, como si existiera una invisible
conexión entre sus mentes. Una gran paz, un suave calor
y una enorme confianza la envolvieron suavemente. Lo sentía
tan especial como si sólo ellos existieran en ese espacio
en que se encontraban. La montaña blanca, los suaves
lomajes, el cielo tan azul, el sol haciendo brillar los ojos
verdes de la niña, hacían de ese momento algo
perdurable. Sólo sus huellas y las del hombre de la
montaña habían roto el manto nevado convergiendo
hacia ese escaño que ahora los unía.
Estuvieron
juntos mucho tiempo. Vieron ponerse el sol en un mar rojo
y dorado sobre el valle. Miraron la luna con su redonda cara
llenando de luciérnagas cada cristal del manto blanco,
cada gota abandonada en las piedras. Contemplaron miles de
estrellas que llegaban a juguetear en el cielo gritando sus
nombres al viento: ¡Orióoon...!, ¡Cruz
del Suuur...!, ¡Lucerooo...!, ¡Maríiiias...!
Después, poco a poco, fueron desapareciendo, hasta
que amaneció entre un mar de arreboles dorados que
recibieron al sol, cálido rey abrasador que retomó
su reino. Vieron transformarse entonces cada copo, cada cristal
helado, en coloridas flores. Las hubo de tamaños y
formas diferentes, brillando sobre la tierra roja y germinal
que, poco antes, descansaban en silencio bajo el manto nevado.
Las nubes
y el viento hacían cambiar el paisaje rápidamente,
como si la naturaleza -siempre acogiéndolos, acunando
esa relación que crecía rápido como las
flores en los cerros- quisiera mostrarles sus mil caras, y
también su afecto. Sólo entre dos seres como
ellos podía brotar esa relación de vida, primaveras
y cielos. Azucena, esa hermosa niña de mirada tierna,
de sentimientos transparentes como sus ojos verdes, inocente
y bondadosa, que había nacido entre árboles
y flores en medio del tiempo y la montaña, pronta a
reír, vivir y soñar intensamente. El hombre
de la montaña, formado por trocitos de cielo, de copos
de nubes, de aire, de agua cristalina y fría de las
altas cumbres, de roja tierra y rocas grises de los cerros,
capaz de admirar una flor y de transformarla en mariposas
al viento, capaz de percibir y sentirse niño aún,
capaz de entregar su bondad y su amor y de escuchar con atención
a una Azucena con una sonrisa en los labios.
La pequeña,
con sus manos entre las del hombre de la montaña, escuchaba
atenta sus respuestas y relatos, embelesada con sus interminables
historias. Respondía, volvía a preguntar, y
le hablaba de ella, de otros sueños, de su Dios, tranquila
y relajada, como si el tiempo se hubiese detenido enredado
entre sus cabellos. Y de pronto el hombre de la montaña
se levantó, sin soltar las manos de Azucena, y le indicó
el cielo. Un gran cóndor negro, con su brillante collar
de nieve, volaba sobre ellos, a baja altura. Podían
sentir el rasgar del aire herido por el acero de sus negras
alas.
-Azucena, te regalo esta ave, rey de cielos azules y cumbres
nevadas, compañero de muchos senderos por mí
recorridos. Te la regalo para que te cuide el resto de tu
vida, como te cuidaría yo; para que recuerdes este
momento vivido, nuestro encuentro; para que nunca olvides
que la felicidad y la belleza sólo la encuentran los
que saben soñar, los que saben detenerse por un instante
para mirar a su alrededor, capaces de ver, de descubrir lo
que otros no perciben, de ser niños toda la vida, de
amar y compartir sus tesoros con los demás.
No hubiese
sido necesario escuchar su voz. Azucena se empapaba de su
pensamiento y sentimiento con sólo estar a su lado,
con sólo sentir el calor de sus manos, con sólo
estar juntos en ese portezuelo de cumbre dominante en el corazón
de la montaña junto al cielo, con sólo ver ese
enorme cóndor que descendía hacia ellos como
una gran hoja suave y negra.
Cuando
el cóndor se posó unos metros más allá,
Azucena soltó la mano del hombre de la montaña
y corrió feliz hacia ese imponente personaje alado
que ahora era suyo. De pronto, cuando recién alcanzaba
a rozarlo con sus manos, como por arte de magia, el ave, la
montaña nevada, el hombre de blanca cabellera, el aire
frío sobre su hermoso rostro, se esfumaron. Al mismo
tiempo comenzó a oír, cada vez más fuerte,
el canto de un zorzal.
Ya estaba
de vuelta de ese sueño que no hubiese querido abandonar.
El zorzal en la rama más alta del limonero cantaba
a la mañana que reventaba brillante y cálida.
Sobre las hojas del jardín chispeaba el sol en las
gotitas de agua abandonadas por la lluvia, en los pequeños
charcos del patio se reflejaba el cielo azul y bebían
algunos chincoles, y el clavel del aire miraba preocupado
su despeinada cabellera. Todo sucedía como siempre,
como si nada hubiese pasado. Azucena aún no sabía
si el sueño había sido realidad o si este nuevo
día y el zorzal eran oo de sus sueños de niña.
Pero al abrir su pequeña mano, aún apretada
a la del hombre de la montaña, encontró aprisionada
una pequeña pluma negra, suave, brillante, fuerte,
real.
Sintió
entonces que no todo era igual, algo había cambiado.
Ella había cambiado, lo sentía en el aire, en
todo su ser, en el fuerte latir de su corazón. Ahora
tenía un hermoso cóndor que la cuidaría
por siempre en nombre de ese hombre de la montaña que
le entregó su amor; tenía atesorados esos bellos
momentos en medio de los cerros nevados de flores y vida;
y sabía que el hombre de la montaña la tendría
también por siempre en su corazón. Así
lo sintió cuando estuvo a su lado, cuando él
besó su frente, cuando escuchó atentamente sus
sueños y preguntas de niña, cuando acarició
su cara helada de brisas. El calor y el cariño de sus
manos estarían apretando las suyas, acompañándola
por los senderos de la vida, más allá del tiempo
y del espacio, sobre todo cuando sus ojos miraran la montaña.
Sabía que ella también lo había hecho
feliz con sólo entregarle su dulzura y su confianza
inocente, traslúcida como el cielo que los acogió
ese atardecer, ese anochecer, ese amanecer. El embrujo de
la montaña, de la nieve y las estrellas, del cóndor,
de esos momentos compartidos con el hombre de blanca cabellera
y cálido corazón, la acompañarían
por toda su vida.
Diciembre
2001.