:: LINTERNA- TURA.
    El embrujo de la montaña.

Por Humberto Espinosa Poblete.

Había una vez, hace muuuuuchos muchos años, en una comarca de verdes bosques y torrentosos ríos, una niña de bellos ojos verdes y tierno mirar llamada con el nombre de una flor: Azucena. Era una niña de suave piel arena, de rizados cabellos y un coqueto lunar en la mejilla, que hacía muy dulce su rostro. Era bella como su madre y de gran bondad como su padre. Había nacido en medio de los árboles y flores del valle, junto a la montaña, en un verano cálido de un lejano país al sur del mundo.

Un día Azucena despertó temprano con el canto de un zorzal posado en el jardín. Tenía aún en su mente un sueño que había inundado su inquieta cabecita. Esa noche la luna no había llegado y las nubes habían ocultado las estrellas que siempre la acompañaban a través de la ventana. Sobresaltada por los truenos y el ruido de la lluvia cayendo fuerte sobre el tejado, se durmió muy tarde. En su almohada, su sueño había transformado las gotas de lluvia en grande copos de nieve que cayendo silenciosos quedaban atrapados cual azahares en su larga y oscura cabellera, mientras ella corría alegre por las laderas nevadas de la montaña dejando atrás sus pequeñas
huellas estampadas en el blanco manto, dibujando su alegría. Alegre, tomaba la helada espuma entre sus pequeñas manos y la lanzaba al aire en todas direcciones, la que caía luego convertida en bolas de nieve que, rodando por la ladera, crecían y crecían dejando tras sí una red de caminos cruzados en todas direcciones.

Azucena, con la punta de la nariz y sus mejillas rojas por el frío, reía mientras corría y saltaba. Fue remontando la ladera casi sin darse cuenta, hasta llegar a un gran portezuelo donde las cumbres nevadas y las profundas quebradas bajando al valle se hacían increíblemente bellas. Ya no nevaba y las nubes de algodón se amontonaban y corrían rápido para dejar entrar los rayos del sol, que luchaba por asomarse desde su laguna de azul infinito.

Azucena se detuvo y, sentándose en un rústico banco en medio de esa inmensidad blanca, inmersa en la suave paz que la envolvía, se puso a pensar en su corta vida y en su querido padre, que un temprano día partiera de su lado para no volver; en su bella madre, que en su quehacer hacía de las noches día; y en su hermano y las jugarretas y peleas terminadas en risa o llanto. También pensó en sus sueños e ilusiones en medio de un mundo enorme y gris que en sus verdes ojos aparecía tan bello, invitándola a descubrirlo, a correr tras él.

Absorta en su pensamiento y con el susurro del viento en sus oídos, no sintió la cercanía de un hombre de piel tostada, cabellera y barba blancas que, bajando por los lomajes nevados, se había acercado lentamente a ella. Su voz, aunque sonora, era suave y tranquila. Ya a su lado, le dijo:
-Hola bella niña… ¡Tú debes ser Azucena!

Ella se dio vuelta sorprendida, pero sin temor le contestó:
-Sí, yo soy... ¿Tú quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Cómo sabes mi nombre? ¿Cómo te llamas? ¿Por qué tienes esa barba y ese pelo tan blancos…?

Las preguntas tropezaban en su boca mientras él, con una sonrisa y un gesto paternal, se acercaba y se sentaba en la banca junto a ella. Los labios de Azucena terminaron de hacer preguntas al sentir que el hombre acariciaba su cabeza y le daba un beso en la frente. Este gesto fue tan natural para Azucena como si siempre hubiese conocido a este hombre de la montaña aparecido de la nada y que parecía ser parte de la nieve y los cerros que la rodeaban. Luego de respirar muy hondo, tomándole una de sus pequeñas manos entre las suyas, él se dispuso a responder a la pequeña sus amontonadas inquietudes. Ella, sintiendo el calor de sus grandes manos y sin dejar de mirarlo, comenzó a escuchar las respuestas. Más allá de sus tranquilas palabras, la niña sintió cómo le llegaban muchas otras cosas, gratas sensaciones, como si existiera una invisible conexión entre sus mentes. Una gran paz, un suave calor y una enorme confianza la envolvieron suavemente. Lo sentía tan especial como si sólo ellos existieran en ese espacio en que se encontraban. La montaña blanca, los suaves lomajes, el cielo tan azul, el sol haciendo brillar los ojos verdes de la niña, hacían de ese momento algo perdurable. Sólo sus huellas y las del hombre de la montaña habían roto el manto nevado convergiendo hacia ese escaño que ahora los unía.

Estuvieron juntos mucho tiempo. Vieron ponerse el sol en un mar rojo y dorado sobre el valle. Miraron la luna con su redonda cara llenando de luciérnagas cada cristal del manto blanco, cada gota abandonada en las piedras. Contemplaron miles de estrellas que llegaban a juguetear en el cielo gritando sus nombres al viento: ¡Orióoon...!, ¡Cruz del Suuur...!, ¡Lucerooo...!, ¡Maríiiias...! Después, poco a poco, fueron desapareciendo, hasta que amaneció entre un mar de arreboles dorados que recibieron al sol, cálido rey abrasador que retomó su reino. Vieron transformarse entonces cada copo, cada cristal helado, en coloridas flores. Las hubo de tamaños y formas diferentes, brillando sobre la tierra roja y germinal que, poco antes, descansaban en silencio bajo el manto nevado.

Las nubes y el viento hacían cambiar el paisaje rápidamente, como si la naturaleza -siempre acogiéndolos, acunando esa relación que crecía rápido como las flores en los cerros- quisiera mostrarles sus mil caras, y también su afecto. Sólo entre dos seres como ellos podía brotar esa relación de vida, primaveras y cielos. Azucena, esa hermosa niña de mirada tierna, de sentimientos transparentes como sus ojos verdes, inocente y bondadosa, que había nacido entre árboles y flores en medio del tiempo y la montaña, pronta a reír, vivir y soñar intensamente. El hombre de la montaña, formado por trocitos de cielo, de copos de nubes, de aire, de agua cristalina y fría de las altas cumbres, de roja tierra y rocas grises de los cerros, capaz de admirar una flor y de transformarla en mariposas al viento, capaz de percibir y sentirse niño aún, capaz de entregar su bondad y su amor y de escuchar con atención a una Azucena con una sonrisa en los labios.

La pequeña, con sus manos entre las del hombre de la montaña, escuchaba atenta sus respuestas y relatos, embelesada con sus interminables historias. Respondía, volvía a preguntar, y le hablaba de ella, de otros sueños, de su Dios, tranquila y relajada, como si el tiempo se hubiese detenido enredado entre sus cabellos. Y de pronto el hombre de la montaña se levantó, sin soltar las manos de Azucena, y le indicó el cielo. Un gran cóndor negro, con su brillante collar de nieve, volaba sobre ellos, a baja altura. Podían sentir el rasgar del aire herido por el acero de sus negras alas.
-Azucena, te regalo esta ave, rey de cielos azules y cumbres nevadas, compañero de muchos senderos por mí recorridos. Te la regalo para que te cuide el resto de tu vida, como te cuidaría yo; para que recuerdes este momento vivido, nuestro encuentro; para que nunca olvides que la felicidad y la belleza sólo la encuentran los que saben soñar, los que saben detenerse por un instante para mirar a su alrededor, capaces de ver, de descubrir lo que otros no perciben, de ser niños toda la vida, de amar y compartir sus tesoros con los demás.

No hubiese sido necesario escuchar su voz. Azucena se empapaba de su pensamiento y sentimiento con sólo estar a su lado, con sólo sentir el calor de sus manos, con sólo estar juntos en ese portezuelo de cumbre dominante en el corazón de la montaña junto al cielo, con sólo ver ese enorme cóndor que descendía hacia ellos como una gran hoja suave y negra.

Cuando el cóndor se posó unos metros más allá, Azucena soltó la mano del hombre de la montaña y corrió feliz hacia ese imponente personaje alado que ahora era suyo. De pronto, cuando recién alcanzaba a rozarlo con sus manos, como por arte de magia, el ave, la montaña nevada, el hombre de blanca cabellera, el aire frío sobre su hermoso rostro, se esfumaron. Al mismo tiempo comenzó a oír, cada vez más fuerte, el canto de un zorzal.

Ya estaba de vuelta de ese sueño que no hubiese querido abandonar. El zorzal en la rama más alta del limonero cantaba a la mañana que reventaba brillante y cálida. Sobre las hojas del jardín chispeaba el sol en las gotitas de agua abandonadas por la lluvia, en los pequeños charcos del patio se reflejaba el cielo azul y bebían algunos chincoles, y el clavel del aire miraba preocupado su despeinada cabellera. Todo sucedía como siempre, como si nada hubiese pasado. Azucena aún no sabía si el sueño había sido realidad o si este nuevo día y el zorzal eran oo de sus sueños de niña. Pero al abrir su pequeña mano, aún apretada a la del hombre de la montaña, encontró aprisionada una pequeña pluma negra, suave, brillante, fuerte, real.

Sintió entonces que no todo era igual, algo había cambiado. Ella había cambiado, lo sentía en el aire, en todo su ser, en el fuerte latir de su corazón. Ahora tenía un hermoso cóndor que la cuidaría por siempre en nombre de ese hombre de la montaña que le entregó su amor; tenía atesorados esos bellos momentos en medio de los cerros nevados de flores y vida; y sabía que el hombre de la montaña la tendría también por siempre en su corazón. Así lo sintió cuando estuvo a su lado, cuando él besó su frente, cuando escuchó atentamente sus sueños y preguntas de niña, cuando acarició su cara helada de brisas. El calor y el cariño de sus manos estarían apretando las suyas, acompañándola por los senderos de la vida, más allá del tiempo y del espacio, sobre todo cuando sus ojos miraran la montaña. Sabía que ella también lo había hecho feliz con sólo entregarle su dulzura y su confianza inocente, traslúcida como el cielo que los acogió ese atardecer, ese anochecer, ese amanecer. El embrujo de la montaña, de la nieve y las estrellas, del cóndor, de esos momentos compartidos con el hombre de blanca cabellera y cálido corazón, la acompañarían por toda su vida.

Diciembre 2001.