Por
Gino Palma, desde Quebec.
Tal vez, entre todos los personajes que llenaron la historia
de los andinos y de Lagunillas, el más notorio
sea el Che Andrassy. Lo recuerdo cuando, como simple socio,
venía también a esquivar como
cualquier otro. El año que nos quedamos sin concesionario,
casi como favor, el Che se ofreció a ocupar el
cargo. Su estadía, que iba a ser por un corto período,
se transformó en asunto de todo el resto de su
vida. Llevó al refugio a sus padres, ya viejitos,
que se sintieron en su hogar y decidieron que ese iba
a ser su destino final.
Habían
emigrado de su país natal, Hungría, a
la Argentina, donde el Che adquirió el acento
que le valió su apodo. Era un hombre altísimo,
y si no fuera porque tuvo la mala idea de hacerse sacar
todos los dientes para ponerse una placa que no usaba
nunca, podría decirse que era un tipo buenmozo
que no perdía su humor muy fácilmente.
Sólo lo escuché discutir con su madre
en magyar, lo que constituía nuestro regocijo,
porque no entendíamos nada, salvo el tono en
que se amonestaban.
Siempre
estaba dispuesto a satisfacer los más absurdos
caprichos de sus clientes, y para nosotros, que no teníamos
que pagar las cuentas y que firmábamos los famosos
vales que el padre debía pagar los fines de semana,
preparaba las exquisitas maltas con huevo con ademanes
de consumado barman.
Fue
construyendo con sus propias manos su refugio, que constituyó
el amparo cuando la Lola decidió quemar el nuestro. A
pesar de que los franceses pusieron su refugio a nuestra
disposición, los andinos se sentían en su
casa donde el Che. Es casi un milagro que en esas
difíciles condiciones, sólo contando con
la recua de mulas de Salvador, con una clientela que sólo
aparecía en invierno sin muchas
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posibilidades
económicas, haya logrado no sólo sobrevivir, sino
que construir y crear un acogedor amparo de montaña.
Cuando
pienso y trato de quejarme de mi dura vida de inmigrante en
país ajeno, el recuerdo del Che me trae en el tiempo
la fuerza para seguir pegándole.
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