hojas.
El capataz lo miró de pies a cabeza, lo encontró
harto joven, pero en fin, necesitaba a un cuidador soltero porque
así lo quería la señora. Hacía una
semana el cuidador de toda la vida había fallecido de
puro viejito.
El capataz
le indicó que lo siguiera por una inmensa alameda.
Manuel miraba los coloridos y quedó sorprendido cuando
a lo lejos vio la casa patronal. Nunca había visto
casa similar, como un castillo. Preguntó cómo
se llamaban los patrones, y el hombrón le respondió
que sólo estaban la señora Matilde y sus tres
hijos, porque el caballero hacía cinco años
que había muerto. Y dijo que en esta casa no se hacían
preguntas, sólo se obedecía. Pasaron por un
costado de la casa y más allá se veía
una construcción pequeña, hecha de piedra laja,
con una puerta negra cerrada con un candado enmohecido. Tenía
sólo una ventana, con barrotes, donde las arañas
creaban sus dibujos de tela. Justo al lado de esta construcción
había una pequeña casita de madera con un tubo
de salamandra en el techo. El capataz le dijo:
-Esta
es tu pieza. Y ya te dije que aquí na’ de hacer preguntas.
A la señora y los señoritos se les saluda sacándose
el sombrero. Si hacís bien la pega podís estar
años acá. Vai a tener días libres, pero
antes de las siete de la tarde tenís que estar de vuelta.
Na‘ de llegar borracho, ni menos traer mujeres, y lo más
importante, es que todas las noches cuando suene la campana
de la señora, a eso de las ocho, tenís que venirte
pa‘ tu rancho, cerrar la puerta y no salir hasta el otro día.
¿Me escuchaste bien?
-Sí patroncito, pero en la noche…, a mí me dijeron
que aquí penaban.
-Cállate y acuéstate será mejor.
El capataz
cerró la puerta y se marchó. Manuel se tendió
sobre la cama. “Mientras me paguen está todo bien”,
se dijo, pero no se le borraba de la mente lo que el carbonero
le había contado, que por ese fundo andaba un alma
en pena y que nadie se acercaba por ahí. De tanto cavilar,
se quedó dormido. Hasta que escuchó aullar a
un perro. Buscó unas cerillas y encendió un
cabo de vela que estaba sobre la salamandra. Se persignó,
acercándose a la ventana, mientras los aullidos se
hacían más fuertes. Vio cómo en la casa
patronal se apagaban todas las luces. Miró hacia la
construcción de piedra alumbrada por la luna y vio
que a través de los barrotes de la ventana salía
un enorme perro negro. Tenía el hocico baboso y la
lengua afuera. De su cuello arrastraba una cadena brillante
que sonaba tan fuerte que Manuel tuvo que taparse las orejas.
De susto se le caían las lágrimas, no entendía
cómo el perro pudo salir por entre los barrotes. Sus
ladridos eran de sufrimiento, de otro mundo. Se lo escuchó
dar vueltas por la casa grande, y después se fue a
recorrer los potreros y los corrales, mientras su ladrido
se continuaba escuchando. El nuevo inquilino no sabía
qué hacer, y así con ropa se metió entremedio
de las frazadas, rezando. No podía dormir, porque el
perro se acercaba y se alejaba. En un momento estuvo frente
a su puerta y ladró tres veces. Manuel sólo
imploraba, hasta dejar de tomar le juró a la Virgen
del Carmen si esto terminaba. Lentamente comenzó a
aclarar y el perro volvió a aullar. Con la sonajera
de la cadena se metió en la casa de piedra. Manuel
no había pegado un ojo, así es que apenas sintió
a los demás inquilinos se asomó a la ventana,
se puso el sombrero y de reojo miró la casa de piedra.
Vio que en la ventana estaban las mismas telas de araña
del día anterior. Partió a la cocina de los
trabajadores, allí saludó mientras todos murmuraban
y reían. Agarró su tacho y la tortilla y se
sentó en un piso al lado de un abuelo desdentado que
desayunaba solo. Se miraron a los ojos y el anciano le dijo:
-Mijito, ¿le dio mucho miedo anoche?
-Mire, yo lo único que sé es que ahora mismo
tomo mis cuatro tiras y me voy. Anoche anduvo el diablo aquí,
y hasta me fue a ladrar a la puerta…
-Mire mijo, yo llevo aquí cincuenta años, y
el patrón no era malo, lo que pasó fue que siempre
quiso tener más y la avaricia lo llevó a ser
todas esas cosas…
-¿Pero de qué me está hablando? Si era
un perro el que andaba anoche…
-Es que ese es el patrón. Quería más
tierras, más plata, dejar asegurada a su familia, así
que hizo pacto con el cachúo y el plazo se le cumplió.
Y cuando Don Sata lo vino a buscar el futre no se quería
ir. Trajo a un cura pa‘ que lo expulsara, pero la santiguá
le sirvió a medias porque igual lo agarró y
lo encerró en la casa de piedra. Lo convirtió
en perro y lo deja salir a sus campos todas las noches, porque
pareciera que así sufre más. Su esposa y sus
hijos lo saben, por eso aquí nadie los visita, a todos
les da miedo, si ni los ladrones se atreven.
Manuel
se paró, fue a la pieza, agarró el saco papero
y salió por la triste alameda de San Juan de Pirque.