En
el límite precario de lo inefable la existencia
misma pendía en el sulfúreo olor a pólvora
que el disparo había dejado suspendido en el
aire de la noche. Un sabor amargo en la boca, dejo de
carbón y de azufre que me recordó las
cacerías y donde yo era ahora el apuntado como
presa inerme.
Sigilosa
la sombra me rodeó desde el flanco izquierdo
mimetizándose entre matorrales como simulando
no haberme visto. Con el rabillo del ojo observé
al animal humano, única figura vertical de la
selva, avanzando con la desconfianza de quien ha descubierto
algo inesperado. Amenazante y olisqueando se detuvo
para afinar la puntería sobre mi cabeza. Alcé
mis brazos en señal de rendición y retrocedió
de un salto. Permanecí largo rato hasta que comenzó
a acercarse nuevamente sin dejar de apuntarme. Cuando
estaba lo suficientemente cerca le hablé en español
y se detuvo, aunque no hubo respuesta. Luego intenté
hablarle en quechua y finalmente en mi rudimentaria
mezcla dialectal.
La
sombra pareció descifrar algo y respondió
en un dialecto desconocido para mi limitada existencia.
Entonces insistí modulando y marcando lo mejor
posible las palabras, pero aún así no
hubo respuesta. Ni un solo gesto reflejó la imperturbable
figura desde la enmarañada vegetación.
La noche en el zumbido incesante fue interrumpida por
la pocapaca, un pequeño búho agorero.
Mientras, en un tercer intento insistí en el
lenguaje y me atreví a bajar los brazos para
reforzar el dialecto con la inefable gestualidad del
cuerpo y del rostro. Incluí palabras como “acau”,
interjección que expresa lástima, refiriéndome
al naufragio y la consecuente huerfanía. La figura
pareció temblar y se acercó sin bajar
la escopeta, entonces vi que era el rostro de un aborigen
joven, vestido con un típico pantalón
de explorador con una gran hebilla. No podía
yo explicarme cómo había obtenido esa
prenda. Era el primer rostro humano que había
visto en cuarenta y siete días, contados con
bastante exactitud poniendo una semilla negra y roja
cada atardecer en un bolsillo interior de la única
mochila rescatada.
Al
borde del fuego vi el amanecer medio dormido cuando
me fue ofrecida una mano tan humana como la de cualquiera.
Era una mano con su antebrazo humeante. Era como la
mano cortada de un niño. Más allá
la cabeza y la piel del sapajú, como un cuadro
de horror darwiniano, con sus ojos como si aún
pudiesen verme. Sin palabras el indígena insistió
en su ofrecimiento repitiendo la palabra Nahua, Nahua.
Después comprendí que era ese su nombre,
y el ofrecimiento de esa mano medio quemada de un mono
es en la selva un gesto de hospitalidad cuyo rechazo
puede a uno costarle la vida. Fue la primera carne que
yo comía desde la despedida en Manaos.
Del
cadáver del animal extrajo casi todo lo que una
persona necesita para subsistir: la piel para atuendos
y calzado, los huesos más duros para confeccionar
anzuelos e incluso puntas de flechas y arpones. La carne
sobrante la puso
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Theodoro
ElssacaTheodoro Elssaca y C. K. Williams, Premio
Pulitzer de Poesía. Ambos escritores
participaron en el Encuentro Internacional Chile-Poesía
2007, bajo el lema:«Cruzar Fronteras es más
Valioso que Establecerlas».
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enrollada
en grandes hojas verdes y húmedas. Yo recuperé
algo de sangre aún tibia para escribir estas notas. Después
nos dirigimos hacia las aguas y en el camino encontramos la
mochila de Gregorio. De ahí Nahua había sacado
ese pantalón de explorador que llevaba puesto. Registrando
esas pertenencias encontramos la bitácora de viaje en
la que guardaba la fotografía con la novia que nunca
más habría de verlo. En la orilla estaba la rústica
balsa en que este cazador nativo había llegado, y en
ella emprendimos la travesía contra la rompiente.
Fue una
navegación imposible, pero la maestría de quienes
son originarios supera las más difíciles circunstancias.
Entramos por un afluente y, luego de atravesar los rápidos,
la impenetrable fortaleza de la vegetación dio paso
en un recodo del río a una pequeña playa. Al
desembarco nos recibió la chirapa, que es una garúa
o lluvia con sol. Al frente la oroya, ese antiguo sistema
de cuerdas para cruzar los ríos, anunciaba una inteligencia
en su invención. Entramos por una angosta huella hasta
un claro en el que había grandes piedras. Eran el verde
y la sensación amurallada al fondo una rara invitación
a lo desconocido. Entre esas rocas un desfiladero en diagonal
-casi imperceptible a la distancia- era el inicio del sendero
hacia un otro mundo, el de los Sharanahua.
De los
Machiguenga se sabía, y hasta Mario Vargas Llosa los
menciona en “La Guerra del fin del Mundo” y en “El Hablador”;
de los Campa, más beligerantes que los primeros, también
algo se sabía; de los Amaracaeris y los Aguaruna, en
fin, vagamente se sabía; pero los Sharanahua eran al
menos para mí un completo misterio. Sabía que
se habían replegado, como otras tribus, a los interiores
más inexpugnables con motivo del constante asedio de
quienes han visto en el Amazonas simplemente un recurso natural
inagotable en vez del gran pulmón de oxígeno
y reserva de agua y de vida que tenemos que salvar y del que
hoy depende en parte la propia existencia de la especie humana.
Los Sharanahua pertenecen a la familia lingüistica “Pano”
y habitan entre los legendarios ríos Alto Purús,
Chandles, Acre y Curanja. Se cree que no quedan más
de siete pequeños grupos que sumarían menos
de cuatrocientas personas. Provienen del tronco etnológico
de los casi extinguidos Marinahua y los Mastanahua, todos
“nahuas” que fueron empujados por la codicia de los caucheros
a estas honduras. Fueron perseguidos para esclavizarlos, y
los pocos sobrevivientes ocultos aún sufrieron el severo
impacto demográfico a causa de las epidemias que les
habían traído a este edén.
Avanzando
por la serpenteante huella vimos el humo que a lo lejos delataba
la actividad humana. Ahí estaría el fuego como
viaje o milenario asombro. Al salir del túnel estaban
sus rústicas malocas dispuestas en forma de elipse
y al centro el gran tótem, un tronco enteramente tallado,
que unía lo sagrado de la tierra y sus espíritus
de las semillas con el cielo del agua fecundadora y las constelaciones.
Los Sharanahua querían decir con ello que son un todo
integrado al cosmos.
Mi recibimiento
fue difícil. Primero, los niños salieron corriendo
y gritando ante mi silenciosa presencia. Entonces, Nahua me
dijo que ellos me veían como un demonio blanco al que
se le había dado vuelta la cabeza, porque mi cabeza
lucía poco pelo y mi barba rojiza parecía un
matorral. Las mujeres fueron ocultadas, porque ellos veían
en la presencia del hombre blanco un peligro. Yo representaba
a la peor especie, la más sanguinaria, la que les había
robado sus tierras ancestrales, sus alimentos, sus animales
y hasta sus propias mujeres. A medida que hablábamos
Nahua y yo, cada vez encontrábamos palabras o signos
para comunicarnos, y por ello comprendí en parte cuando
él trató de explicar a la comunidad cómo
me había encontrado durante la cacería estando
sólo y sin armas en el Portal de Piedra. Pero fue inútil,
la desconfianza natural de los nativos ante cualquier intromisión
foránea en el secreto de sus rituales me dejaba aislado.
Delante
de mí, los jefes guerreros blandiendo sus armas al
caer sucesivamente el oro, el rojo, el óxido de la
tarde sobre la nueva huerfanía. Detrás de mí,
la oscura fronda cerniéndose como un enigma.