muerte
de su cuñado le propuso a su hermana que, a cambio del
dinero del desahucio, él se haría cargo de ella
y de sus tres hijos, para lo cual se trasladaron a San José,
donde él instaló un almacén general que
más tarde asoció con Campodónico y Latorre.
Hoy está transformado en un moderno supermercado.
En la
época de mis recuerdos, el tío Ramón,
ya jubilado, estaba casi totalmente ciego, resultado de cataratas,
que hoy día se resolverían con una simple operación.
Las “nubes en el ojo” le daban un aspecto muy especial de
ojos claros en una tez muy morena. Su orgullo lo hacía
actuar sin admitir su defecto. Se transformaron en míticas
algunas de sus aventuras, como cuando lo pillaron imprecando
a un abrigo en una percha de su casa porque no se dignaba
contestarle. Creo que su amistad conmigo derivaba del hecho
que, por mi color, era fácil distinguirme.
La presencia
del nieto le daba la oportunidad de hacer sus salidas sin
estar sometido a las decisiones de un cicerone adulto, a la
plaza, a recorrer la calle Comercio. Se encasquetaba su poncho
de Castilla, que constituía mi envidia y que le daba
una presencia señorial, el bastón en su mano
izquierda y, colocando la derecha en mi hombro, me decía:
“ya, vamos, hay mucho que hacer”.
Me sentía
orgullosísimo de mi parecido al viejo. Los comentarios
eran que el nieto era una miniatura del abuelo. No me
considero especialmente chico, pero al lado de don Ramón
realmente debo haber parecido un enano, de su mismo color
y con la misma nariz prominente. Por lo general, el paseo
duraba sólo hasta el otro lado de la calle, al primer
banco de la plaza, donde se encontraba con sus amigos, otros
jubilados como él, los p atriarcas de su tiempo. La
plaza estaba adornada con reproducciones en bronce de las
mismas que ornan aún los jardines del antiguo edificio
del Congreso en calle Catedral. Diosas o ninfas, el asunto
no me ha preocupado mucho. Algún fundidor debe haber
ganado unos buenos pesos vendiendo tales adornos urbanísticos
a las municipalidades chilenas. Naturalmente, y como
es debido, con los pechos al aire y de formas atractivas.
Esta exhibición lasciva de desnudez habían despertado
las iras del cura párroco de San José, que se
había puesto en campaña para hacerlas retirar.
La disputa llegó a su máximo cuando una mañana
las tales estatuas aparecieron provistas de sostenes y camisetas.
Los amigos
del tío Ramón, liberales y radicales de la época,
en sus comentarios del asunto, de tipo más bien procaz
con fuertes risotadas, terminaban por irritar aún más
al señor cura. Yo todavía no estaba en edad
para interesarme en esa conversación, y ellos, gustosos,
me dejaban corretear por la plaza, a condición de no
atravesar las calles, restricción un poco innecesaria
dado el escaso tráfico por esas calles aún no
pavimentadas. No sé en qué habrá terminado
la controversia. Como sea, las famosas estatuas hoy no están
en la plaza. De regreso de nuestro movido paseo e instalados
en su sala de estar, venía el consabido ofrecimiento
de un rico apiado, del que había siempre una abundante
reserva. El viejo sabía que yo no aceptaría
por la prohibición absoluta de mis padres a ingerir
cualquier tipo de alcohol, especialmente con ese genio del
mal.
Mi habitual
conversa rondaba por el tema que me atraía, la existencia
de La Lola. El abuelo, con su ceceo característico,
me respondía: “Ezaz zon historiaz para loz rotoz. Ez
para que no anden curadoz de noche en zuz caballoz. Pero no
hay que faltarle el rezpeto a La Lola, ez mejor zer zu amigo”.
Me decían que el ceceo era producto de una prótesis
dental mal ajustada. Allí me explicó lo del
puelche y la travesía, los vientos transversales de
Chile que en San José corren de norte a sur, dada la
estructura orográfica particular del Cajón.
La verdad
es que había muchas diferencias con el Tío Ramón,
que se traducían en conflictos permanentes entre él
y mi madre y sus hermanas. Para él, eran una manga
de malagradecidas, y para ellas, un viejo de mierda, avaro
y aprovechador. Por eso, estábamos en Santiago. Mis
viajes a San José eran acompañando a mi padre.
Mi madre se negó hasta el fin a regresar. Y ese fin
vino cuando el abuelo Ramón murió, después
de contraer matrimonio con la María, su empleada doméstica
por todos esos años y que según las malas lenguas
era su amiguita con ventaja. La gran expectación era
saber a quién había dejado su dinero. ¡Y
se lo dejó a las monjas de San José, para que
financiaran su colegio, porque según él la escuela
pública no era más que un nido de comunistas!
Yo recibí el poncho de Castilla y una pesada enciclopedia
que hojeaba con fruición en mis visitas. Naturalmente,
cuando mi padre fue a buscar mi herencia, esta ya había
desaparecido.
Creo que
por única vez en mi vida asistí a una misa en
condición de participante. Tal vez olvidando sus antiguas
querellas por la desnudez de las estatuas, el párroco
cantó la misa completa, lo que no dejó de ser
impresionante para un muchacho de 15 años que no conocía
de esas cosas. A la salida de la misa fue embarcado en una
carroza, supongo que la mejor que había en San José,
y partió rumbo a Santiago. Pero la carroza se detuvo
frente a la casa de los Barrios, donde la esperaba un camión
de carga común y corriente. En el momento de hacer
el traslado, se dieron cuenta de que no había espacio
previsto para trasladar al sobrino. Me embarcaron en el camión,
mientras mi padre ocupaba el espacio del acompañante
en la cabina. Al poco andar, bastante cansado del traqueteo
del camino, terminé sentándome irreverente en
el ataúd del abuelo. El viaje se hizo hasta la plaza
Sucre, en Ñuñoa, donde nos esperaba una hermosa
carroza y todo un cortejo de autos. El sobrino, demasiado
sucio para el elegante acontecimiento, fue enviado a casa.
Diré
que el único incidente digno de mención de ese
último viaje fue justo en El Canelo, frente al Purgatorio,
en cuya cumbre, yo sigo convencido, habita La Lola. El camión
se detuvo extrañamente, con un intrincado problema
de carburador. Mi padre, descendiendo de la cabina, con su
sonrisa socarrona me dijo: “Es La Lola que quiere despedirse”.