Por
Cecilia Sandana González.
Ya
es tradición oír hablar en el Cajón
del Maipo sobre una mujer que desveladamente llora por
las noches, se pasea por los campos, se acerca a los hogares
para ver si alguien sale a su encuentro para llevárselo
al mismísimo infierno. Al oírla es mejor
rezar, no vaya a ser que la doliente mujer lo reconozca
y lo comience a llamar por su nombre, poniendo incluso
la voz de algún ser querido para atraer la atención.
En ese caso, hay que recurrir a algún hechizo que
la exorcise.
Pero
alguien de esta zona me ha relatado que él sí
estuvo en sus manos y no lo llevó al infierno
donde es su morada, sino que la mujer engañó
al diablo y lo salvó.
Días
de mayo. A la hora de la oración un buen hombre
se dirigía a su hogar después de ver a algunos
de sus animales en los corrales que tenía alejados
de su casa. Era de costumbre hacer el mismo recorrido
diariamente por entre los matorrales de la localidad de
El Ingenio. Tenía frío, aunque
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llevaba
sobre sí la manta de castilla y la coipa que le había
tejido su madre hacía varios años. Galopaba a
ratos en su caballo, pensativo y tranquilo. Era la primera vez
que veía a una mujer de cabello muy largo, sentada en
una piedra bajo un quillay. Tenía entre sus manos unas
piedras de regular tamaño que golpeaba haciendo una música
triste, que daba miedo, pero el hombre sin pensarlo se le acercó
y le habló. Ella levantó la vista, pero su rostro
estaba nebuloso y no hubo respuesta. Vestía con harapos
color tierra, su figura era delgada. Él, como hombre
atento del campo, se arrodilló frente a ella y sin decirle
más palabras la tomó de las manos. Puso las piedras
en el suelo y se levantaron juntos. Ella estaba fría.
Pensó que la dama se podría resfriar y con lentitud
se sacó la manta de castilla y la rebozó. Ella
bajó su rostro sin decir nada. Se fueron caminando hacia
el caballo y él tomó su débil cintura para
subirla al anca de su animal, pero el caballo, que mira más
allá que los hombres, se encabritó, saltó
y relinchó. El hombre no sabía qué le pasaba,
le pegó con el correón, y fue peor. Pero cuando
mira hacia atrás ya la delgada mujer había desaparecido,
con manta de castilla y todo, sin dejar rastro alguno, ni siquiera
las pisadas. La buscó, sin dar con su paradero.
Llegando
a su hogar, cuando la madre le sirvió la cena, él
relató su experiencia. La anciana se persignó
y le tomó de la cabeza para decirle que la flaca mujer
era la Llorona en persona, que incluso ellos la habían
oído a la hora de la oración. La madre angustiada
había rezado, pero no era a él a quien buscaba
para llevárselo. La Llorona, a cambio de su amabilidad,
le había salvado la vida. De seguro le llevaría
la manta de castilla al diablo para engañarlo y decirle
que mientras lo llevaba al más allá la presa
se le escurrió de entre sus brazos… Él quedó
pensativo y lloró por aquella mujer.
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