Por
Theodoro Elssaca.
Elssaca
encuentra el Portal de Roca para pasar al otro lado del otro
lado. Este es un relato inédito sobre su experiencia
durante la legendaria Expedición Chileno-Española
al Amazonas, en los momentos de su huerfanía en donde
se encuentran el infierno y el paraíso en un mismo lugar.
Respirando
el origen de la vida, recorrí el escenario primitivo
hacia la rompiente de las aguas. Sentí cada paso
como una escala en el tiempo remoto y sus fósiles
evidencias compuestas por moléculas interestelares.
En esa peregrinación entré en los pensamientos
que me habían llevado a esa Expedición
hacia los Orígenes, en la que me había
propuesto encontrar la vida y el sentido, quiero decir,
la sabiduría más que el conocimiento,
y recordé aquellos versos que como una letanía
escribió T. S. Elliot: «¿Dónde
está la vida que hemos perdido en vivir? / ¿Dónde
está la sabiduría que hemos perdido en
conocimiento?».
Anduve
bajo las frondas guiado por el ruido que provoca el
choque inmenso de las aguas del afluente llamado Mantalo
con ese otro río, el más ancho, profundo
y caudaloso. Traté de subir serpenteando por
el borde de las aguas de ese afluente para alejarme
del peligroso delta de la muerte, hasta ver que las
aguas eran menos turbias y más tranquilas. Encontré
un pozón natural entre las rocas de la orilla
y que por estar algo alejadas de los bancos de arena
de más arriba, podían ser menos peligrosas,
pues yo sabía que las arenas atraían al
cocodrilo amazónico y a las persistentes pirañas
devoradoras.
En
ese resguardo me sumergí, y esa terapia de las
aguas me devolvió la energía necesaria
para seguir viviendo. Pensé en capturar un pez
y comerlo crudo, como lo vi hacer a los asiáticos
en alguna otra lejana expedición. Puse ramas
en una de las entradas de los chorros de agua entre
las rocas y las reforcé con otras más
gruesas y con espinas. Finalmente un pez fue pescado
otorgándome algo de los nutrientes necesarios.
Era un raro ejemplar, que tal vez nunca ha sido descubierto
y descrito. Sus aletas eran carnosas y su cuerpo macizo,
similar al legendario celacanto de las Islas Comores,
considerado la única especie viva de los extinguidos
crosopterigios. Sentado en una roca en medio del estruendo
de las aguas, el sol entró en la fragua roja
de mi sangre moviendo células que habían
estado dormidas bajo la húmeda y oscura fronda.
Ahí experimenté ese nuevo sabor que tal
vez otros humanos han conocido por milenios en el Amazonas,
y lamenté no tener los medios para anotar, medir,
pesar y dibujar el extraño ejemplar, como lo
hacía ese gran descubridor científico
de América que es Alexander von Humboldt.
Cerca
del ocaso decidí salir del agua para buscar un
refugio ante la amenazante noche. Mi mente laxa por el
largo baño despertó de súbito ante
el lejano rugido del jaguar (yaguar, tupí-guaraní-yaguará),
ese sigiloso carnívoro americano de color aleonado
con manchas negras, venerado por los indios llamados yaguar.
Una mínima herida podía ser mortal, porque
|
|

Theodoro
Elssaca y el dramaturgo Jorge Díaz (1930-2007),
en una fotografía reciente presentando sus
obras en Madrid. Ambos creadores cultivaron una
importante amistad desde Europa, hoy truncada por
la muerte del brillante autor de “El Velero en la
Botella”, “El Cepillo de Dientes”, “Puro Cuento
es tu Cielo Azulado”, entre otras 107 obras que
nos ha legado.
|
«La
poesía de Elssaca es perturbadora por su
hondura. Dejar constancia de un viaje iniciático
hacia las raíces, siempre es una experiencia
mágica y terrible; arriesgada y transformadora.
Theodoro Elssaca sabe muy bien que no va a volver
como partió. La poesía se graba en
el cuerpo como si fueran tatuajes indelebles, pero
son mucho más que eso: son cicatrices. Esta
poesía es pura vivencia desgarrada, y por
lo tanto, duele más que regocija. Amasijo
de tierra y corazones, miel y sangre; al final está
el amor y la belleza…»
Jorge
Díaz
Madrid, España.
|
|
pueden
oler sangre a grandes distancias. Yo tenía varias a medio
cicatrizar y le pedí a las plaquetas que actuaran rápido.
La última
luz dorada del atardecer me hizo vislumbrar un enorme portal
de roca roja, como si fuese el sagrado Ulurú de las
tribus australianas. Era inminente preguntarse si era un portal
para entrar o para salir, y adónde se entraba o de
qué se salía. Como en Stone Henge, en las llanuras
de Salísbury, en que claramente se entra a un recinto
elipsoidal relacionado con la cosmogonía. Abstraído
de cualquier peligro decidí subir hasta la cima buscando
algún vestigio. Ahí estaban los enigmáticos
petroglifos. Grabados indeleblemente sobre la roca viva, eran
los rastros de la tribu.
Decidí
descender del portal a la luz del angelus, para no ser tan
visible ante la aparición del felino. Fue cuando encontré
el petroglifo del sol hacia el oriente y, bajo él,
en la oscura oquedad donde entró mi mano, la efigie
sorprendente de una estatuilla plegaria dedicada a la diosa
de la fertilidad, tallada en una piedra muy clara casi emulando
el mármol o el marfil. Era la misma deidad universal
conocida por los antiguos en todo el planeta. En Babilonia
se le conoció como Ishtar, en Biblos era llamada Balat,
en la antigua Grecia fue Afrodita. Su factura era más
rústica, pero su significado y poder eran los mismos,
y al tocarla y levantarla con mis manos hacia el alto cielo
sentí que ella era un puente que superaba mi dolorosa
huerfanía. Con devoción la deposité en
su nicho y continué mi descenso por la rugosa roca,
imaginando cómo podría ser el culto a esta diosa
en el portal que ahora ya sabía era un santuario.
En la
base y bajo el alero me dispuse al descanso cuando sentí
un tropel de animales corriendo. El pesado galope a lo lejos
me hizo primero pensar que serían sajinos, pero la
fuerza con que corrían y las ramas quebrándose
a su paso haciendo a otros animales correr amedrentados, me
hizo saber que eran tapires, aquellos paquidermos de cabeza
grande y trompa pequeña que abundaban en esta parte
de la selva. Después vino el rugido y luego la dentellada.
Esa era la presa del jaguar que había esperado la noche
y que, por cierto, se alimentaba mejor que yo. Meditabundo,
vencido por el sueño y acompañado de algunas
salamandras, caí como en un olvido, cuando sentí
que algo o alguien se acercaba en la oscuridad. Parecía
el avance de una persona, podía ser un ser humano,
el peor de todos los animales depredadores. Podía ser
mi salvación o la muerte rápida, porque yo había
aprendido en las grandes ciudades que el Homo Sapiens es por
naturaleza perverso.
Lo vi
avanzar en la oscuridad bajo una luna creciente en la que
brilló su torso y el metal. El acero, que luego se
reveló como arma de fuego, apuntó hacia mi persona
y sin vacilar disparó. En el trayecto de esa bala entre
el fulminante y la pólvora hasta mi cabeza, pasó
la tormenta del pensamiento, inerme ante la muerte. Entendí
más que nunca la partida como una parte inevitable
de uno mismo, la conclusión del breve paso entre la
llegada y el final. Conmigo muere el ditirambo que la jungla
me había escrito en la piel.
El disparo
quedó retumbando en el aire, los otros animales retrocedieron
a sus guaridas o corrieron para perderse en lo más
recóndito de la oscura jungla, y cientos de aves levantaron
el vuelo despavoridas. Luego, el viento trajo el olor penetrante
de la pólvora, aquel fatídico invento que truncó
tantos destinos en nuestro perdido occidente. Por qué
la pólvora en el lugar donde se encuentra el infierno
con el paraíso.
La bala
encontró su destino y el metal ardiendo se hundió
veloz en la tibieza de la carne. Fue al reconocer ese dolor
mío cuando un gran bulto negro cayó desde el
cielo, un muerto cayó desde el cielo. Era un simio
Sapajú que inocente dormitaba sobre el enmarañado
ramaje. Toqué mi cuerpo comprobando con ello que esa
muerte le había llegado antes a otro animal.
|