:: TRAYECTOS DE VIDA.
   
 Dimensiones.

Por Ana María Arrau Fontecilla.

Como todos los días, esa mañana caminé desde mi casa hasta la oficina. Eran aproximadamente las 8:15 horas. El día primaveral estaba brillante, fresco y agradable. Mis pasos eran firmes y el uniforme de trabajo me sentaba bastante bien. De improviso ingreso a un galpón largo, alto, grande, de estructura sólida y piso firme. Al costado derecho se veían cocinas a leña pegadas a la muralla que, al mirarlas con detención, calculé que sumarían unas diez. Luego, en el lado izquierdo, había mesones y repisas de gruesa madera. Sobre ellos se veían grandes bandejas con alimentos cocinados, frutas bellamente decoradas sobre fuentes amplias, vajilla suficiente para un ejército de personas, ollas y trastos para la comida. Solamente se notaba luz natural que entraba por el otro extremo de la gran estructura. Mi cuerpo era obeso, ancho, y ropajes antiguos cubrían mi figura. Recuerdo que el vestido era color azul oscuro, con cuello subido, mangas largas, faldón
que me llegaba a los tobillos. Encima tenía un delantal cocinero casi blanco. Mi pelo largo negro, estaba atado en la nuca en una especie de rosón. Mi piel era de color negro y mis ojos igualmente negros. Al lado mío habían dos personas más que vestían similar a mí. Una me dijo: ya está listo, es hora de servir, llegaron los invitados. Ese día era de fiesta en el lugar. Venía un invitado de honor junto a toda su comitiva. Fue así como entraron varios sirvientes que se empezaron a llevar las sabrosas bandejas con comida. Salían por una puerta ancha y entraban otros a buscar más alimentos. Curiosa, fui a la puerta principal para observar del otro lado de la cocina, y veo unos salones grandes, inmensos, decorados bellamente.

El cortinaje era de color dorado, bordado en el mismo tono. En medio del salón había mesas grandes y largas, cubiertas con manteles que colgaban hasta el suelo, y, alrededor de las mesas, sillas esplendorosamente talladas. Calculo más de quinientas personas, todas finamente vestidas, a la usanza antigua. Damas y varones, todos se lucían, hablaban entre sí, se movían, caminaban lentamente y se reían. De pronto apareció el invitado con su gente. También vestían hermosos atuendos, y se incorporaron al gran salón. Rápidamente se acercaron los sirvientes con las bandejas con comida, mientras otros ofrecían, para beber, bandejas de copas doradas con vino. Impresionada con tanta comida, recuerdo que me detuve justo al lado de una larga mesa que, entre otras exquisiteces, tenía frutas. Veo una hermosa frutera en la que, a un costado, colgaba un racimo de uva rosada, grande. Pensé: tomaré el racimo. Percibí que un grupo de sirvientes, ubicados al lado del invitado, le habían servido algo para beber. Pero de pronto el invitado empezó a dar gritos de angustia y dolor, mientras se retorcía de dolor. Todos comenzaron a correr de un lado a otro, gritando, hablando fuerte y queriendo saber lo ocurrido. Que lo envenenaron, gritaban algunos, mientras otros preguntaban por lo sucedido. Recuerdo que, en mi desesperación, tomé una parte del racimo de uvas que me había gustado y corrí hacia la cocina, donde era mi lugar de trabajo. Fue así que todos corríamos de un lado para otro. Yo me apresuré hacia otra entrada, hasta que de repente, sorpresivamente, me vi saliendo por donde mismo había entrado.

Me miro, y estaba con el uniforme de trabajo, caminando por las calles de San José. Consulto mi reloj, habían pasado sólo cinco minutos. Miro mi mano y tenía uvas rosadas en ella. ¿Pero cómo?, pensé, yo no he comprado uvas esta mañana. Sin embargo, me sentía algo extraña, como si recién viniera llegando a ese segundo de mi vida.