Por
Cecilia Sandana González.
Hasta
mediados del siglo XX, aún era posible observar
en nuestros campos prácticas propias del Chile
Colonial. Los campesinos vivían en casas que no
les pertenecían, atados a la tierra bajo el yugo
del patrón dueño del fundo, que les vigilaba
y recordaba a cada instante que era él quien mandaba,
mientras los inquilinos, sombrero en mano, sólo
podían agachar la cabeza y decir amén. Pero
no había más alternativa. Gracias a esto
tenían techo, comida y alguna tierra para cultivar.
El Cajón del Maipo con su ruralidad no escapó
de aquello, y en alguno de sus rincones ocurrió
la historia que sigue.
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En un fundo
vivían varias familias que representaban la fuerza de
producción agrícola-ganadera que allí se
desarrollaba. Habitaban en los límites de la propiedad,
ubicándose en puntos estratégicos para cuidar
que nadie ingresara a robar las frutas o el ganado. Sin embargo,
había una pareja de ancianos que se encontraba más
abandonada y alejada del grupo. Ellos habían nacido en
el fundo y sus ojos no conocían más allá
de aquel lugar. Para ambos, Chile no pasaba de San José
de Maipo y Puente Alto. Sus padres fueron inquilinos como ellos,
llegaron con las ojotas puestas y una mano por delante y otra
por detrás. El patroncito les dio trabajo estacional,
y allí se quedaron...
La pareja
de ancianos contrajo matrimonio siendo muy niños. Luego
la mujer dio a luz dos varones, los que ya grandecitos partieron
a recorrer el mundo, ése que veían en los periódicos
que el patrón tiraba a la basura. Querían conocer
el mar y las ciudades y no seguir anclados en las montañas
como sus antepasados. Así, un día salieron sin
rumbo y nunca más regresaron. La doña los recordaba
con lágrimas que descendían por las grietas de
su rostro, pero su corazón le indicaba con certeza que
ellos estaban bien. El padre también los recordaba, pero
a su manera, sin sollozos. Su mente siempre lo trasladaba junto
a ellos.
Ya estaban
viejos, sus caras curtidas como corteza de árbol, sus
huesos desprovistos de la movilidad de antaño, sus espaldas
curvadas por el peso y los dedos de sus manos envueltos como
enredaderas por el frío. No podían actuar ni desplazarse
con rapidez, de manera que pasaban solos. El patrón no
los ocupaba, aunque para las fiestas buscaba a la doña
para que hiciera empanadas y tortillas, porque su sabor era
inigualable.
Cerca de
la Navidad todo el mundo andaba impaciente en el fundo, porque
se acercaban las fiestas y con ellas los regalos, los vinos
y los bailes que los patrones preparaban para los inquilinos
y sus familias. Pero los ancianos se mantenían alejados,
siempre en su rancho haciendo lo que el cuerpo les permitía.
Sin embargo, a ella la mandaron a buscar para la cocina. Se
sacó el delantal, se lavó las manos y partió
en la carreta hasta la casa patronal. Una vez allá, la
anciana les fue indicando a las demás mujeres los ingredientes
para las tortas y las empanadas. El pan y las tortillas, eso
sí, las hacía con sus propias manos, como podía.
Tomó asiento y puso cinco kilos de harina sobre un mesón,
agregó harta grasa para que quedaran sabrosas, le pasaron
la salmuera tibiecita y con sus manos amasó. Cuando la
masa estuvo preparada, hizo las tortillas bien grandes -a algunas
les puso chicharrones- y le pidió a un niñito
que le encendiera fuego en medio de un patio. Serían
de rescoldo, por supuesto. Se quedó hasta bien tarde
en la casa de los patrones. Cuando todos se habían recogido,
ella, comedida, seguía en su labor. Estaba cansada, se
arrodilló y de entre las brazas sacó las tortillas
calentitas y doraditas. Expelían un aroma que llegó
a todos los ranchos del sector. Las guardó en la cocina
y se fue caminando, cogida de un bastón por entre los
almendros, bien arropada, para que no fuera a tomar un aire.
Su paso era lento y pensativo, pero, ya llegando a su casa,
recordó que no había removido la ceniza después
de sacar las tortillas. Le dieron ganas de llorar, porque ahora...
qué podía hacer, si sus fuerzas no le daban para
regresar, y si le decía a su viejo, capaz que le cascara.
Miró para el cielo y pidió con todo el fervor
que nada malo fuera a pasar, que el Diablo se quedara en las
entrañas de la tierra, que no fuera a sentir el olor
de las tortillas y que Don Jecho la ayudara. Se lavó
la cara y se acostó al lado de su hombre.
Pero lo
malo ya no se podía detener. El Diablo, vestido de huaso,
apareció en el fundo. Los perros aullaron, las gallinas
aletearon, los gallos cantaron y un sonido de la tierra hizo
despertar a los humanos. El Maligno, con su brillante risa que
encandila todo, se paró en la ceniza y bailó cueca
al compás de sus palmas. Nadie se atrevió a salir
de su cama. Las mujeres rezaban y los hombres se tapaban los
oídos. Todos sabían que era él. Bailó
mucho rato, y luego salió a buscar a una virgen para
que lo acompañase. Allí estaba cerca la hija del
patrón, en su dormitorio, con catorce años de
edad. El Diablo se sacudió, se arregló el sombrero
y entró a la casa. Sólo las espuelas de oro le
sonaban. Tomó a la niña en brazos, la sacó
al patio y bailó con ella. La niña se enamoró
de él. El patrón presentía que algo malo
pasaba, y sin decir palabra tomó la escopeta y salió.
Al ver a su niña en los brazos de aquel hombre fornido,
la rabia y el miedo se apoderaron de él, y disparó
hacia el cielo. El Demonio, caballero, dejó a la niña
ensimismada en el suelo, se levantó el sombrero y desapareció,
dejando las huellas de sus enormes botas. Todos los habitantes
del fundo se levantaron con el disparo, y el patrón,
llorando junto a su hija, que aún no despertaba, lanzaba
gritos de angustia, mientras los hombres oraban.
Al día
siguiente todos sabían lo que había sucedido.
La niña ya estaba bien, pensaba que había sido
un sueño, pero el hombrón jamás le perdonaría
a la anciana que no hubiera revuelto la ceniza para que el Diablo
no viniera. Así, ensilló su caballo y se fue al
rancho de los ancianos. Ellos ya entendían lo que había
sucedido, porque las palmas de la cueca que bailó el
diablo, dicen que se escuchó hasta en la cuenca del río
Maipo. Se detuvo delante de ellos y a gritos los echó
de sus tierras. La pareja tomó unas pilchas, más
un perro que los siguió, y avanzaron por los caminos
hasta Año Nuevo, cuando fueron encontrados en el estero
San José, abrazados y sin vida.
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