Por
Theodoro Elssaca.
Con
el éxito de la crítica especializada y de un expectante
público se presentó el libro «El Espejo
Humeante - Amazonas» de Theodoro Elssaca en el Centro
Cultural Palacio La Moneda. El autor nos entrega en este número
un dramático relato inédito acerca de la sobrevivencia
en el Amazonas, experiencia cruda y a la vez mística
que diera origen a su valorado libro.
Fui
azotado por los aullidos y las sombras, que dieron paso
a los surcos del alma y sus huellas del dolor. ¿Qué
planeta se puede haber cruzado en esta búsqueda
de sentido?
Meses
atrás había visto a los curanderos de
la tribu de los Desana, expertos además en el
arte plumario, curar las heridas con caracoles, aplicándolos
directamente, sin matarlos, dejando que su baba pegajosa
restituya la susceptible piel. En cualquier momento
podía retornar la tempestad y con ella los amenazantes
mosquitos, portadores de fiebre amarilla, dengue (o
el paludismo transmitido por un mosquito grande y zumbador,
un anófeles llamado por los nativos como pernilongo),
el cólera, la malaria y otros males que en estas
circunstancias nadie podría sobrevivir. Sin embargo,
más allá de la desesperación busqué
el antídoto, que residía en la propia
sabiduría indígena, la que les había
permitido habitar sin mayores problemas en el clima
tórrido. El remedio lo conocí en la tribu
de los Cubeo, cuya imaginaría, como la de los
Achuar, se extendía sin distinción por
sus cerámicas y por sus cuerpos; este trabajo
de arte lo hacían aplicándose prolijamente
el urucum, un tinte rojo vegetal, mezclado con aceite
de palmera para hacerlo más adherente, usándolo
como adorno y a la vez protección contra insectos.
No pude encontrar aceite de palmera, pero sí
el sagrado urucum rojo, el que me apliqué mezclado
con la acuosidad glutinosa de esos caracoles, por necesidad
y sin ningún arte.
Me
instalé en un claro medio circular, inmóvil,
y recordé lo que me había dicho el escritor
cortaziano Roberto Araya en su pesadilla de Epiménides:
“Una noche soñé que había muerto.
Cuando desperté, pude comprobar que el sueño
era realidad. En tal caso no tiene objeto que continúe
despierto, me dije, y volví a dormirme. Desde
entonces sólo sueño que estoy vivo”.
Tal
vez soñaba que estaba vivo, sin perder la estremecedora
noción de saber que por más de veinte días
no había visto un rostro humano, ni escuchado una
voz humana. Pensé inevitablemente en tantos quienes
habían tenido vivencias extremas, otros exploradores
como yo que habían muerto o desaparecido sin dejar
rastro alguno, o como los uruguayos en la Cordillera de
Los Andes, cuando se comieron a sus amigos para seguir
viviendo. En mi situación comer carne humana para
seguir viviendo no era una posibilidad, aquí no
había humanos a quien comerse.
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Theodoro Elssaca y Alfredo Jaar. Ambos creadores han realizado
la mayor parte de sus obras fuera de Chile, trabajando con
la palabra poética y las artes visuales para crear
conciencia y reflexionar sobre el sentido.
Uno
de los 70 petroglifos que el autor recopiló en el
viaje que inspiró su libro "El Espejo Humeante
- Amazonas" y que decoran sus páginas.
Mujer
jíbara, del libro “Yo viví con los Jíbaros”,
de Eduardo Barros C. |
Aunque sí estaba rodeado de seres casi humanos. Son las
sombras de los hombres que habíamos sido antes, eran
los simios, los antepasados del hombre que me rodeaban como
en un extraño sueño darwiniano. Ellos me entregaron
esos frutos alucinógenos, las plantas enteógenas,
las que me provocaban un cambio hacia la espiritualidad, hacia
una experiencia mística. Plantas que ha experimentado
el Homo Sapiens en su recorrido durante los ciento cincuenta
mil años sobre la tierra.
La carne,
comerse un mono... Pensaba en el fuego que a veces surge en
los bosques por la simple presencia de un trozo de vidrio,
aunque lo ideal era tener una lupa, que concentrara los rayos.
Lo más cercano a una lupa era mi viejo cuenta-hilos
alemán, con montura de bronce de 8x, pero debiera haber
estado en uno de los bolsos perdidos en el naufragio. Buscando
en los pequeños bolsillos de la única mochila
que pude conservar, lo encontré como quien ve un milagro.
Intenté hacer fuego con ese cuenta-hilos. Era el cuenta-hilos
obsequiado por mi mágica Alicia, que me había
parido; ese cuenta-hilos me salvaría la vida. Mientras
escogía los leños más secos para encender,
los simios me rodeaban y algunos estaban muy próximos
a mí, con sus ojos como grandes examinaciones hacia
la extraña figura que yo era para ellos, como si en
esas miradas estuviesen los siete millones de años
que nos separaban y a la vez la absoluta soledad que nos acercaba
y reunía en la espesura. Eran millones de años
entre el primer antropoide, que son los mamíferos como
el ser humano, sin cola, el orangután o el chimpancé
entre ellos, y el hombre actual... del que nos separaba principalmente
la idea de la cocción, la utilización del fuego
en todas sus variadas expresiones.
Logré
hacer fuego cuando uno de esos simios me auscultaba perplejo
frente a mí, entonces me incorporé lentamente
y cogí un madero para golpearlo, levanté el
mazo enceguecido por la necesidad acuciosa de ingerir la carne
de su cadáver. Cuando estaba a punto de asestar el
fatal golpe, vi un brillo casi humano en sus ojos, los que
me interrogaban como dos metafísicas preguntas que
jamás podría nadie responder, como si
en esa mirada me dijera... «mírame bien, mira
al que va a morir para darte la vida». Entre ese ser
y yo se estableció un silencio lleno de significado,
como si en esa última mirada se resumiera todo nuestro
pasado mítico formulando las eternas preguntas: ¿de
dónde venimos, quiénes somos, adónde
vamos? Mirándolo fijamente a sus ojos, pronuncié
mentalmente la única palabra que puede establecer comunicación
entre dos seres, la palabra sánscrita «namastey»,
que había aprendido de Deepak Chopra en una meditación
en Barcelona. Es difícil precisar si fue una sugestión
mía, pero me pareció ver que su aterrada y sombría
expresión daba paso a un semblante más amable,
aunque aún estaba paralizado en su postura al punto
de no poder salir corriendo y trepar un árbol para
salvarse de la extraña especie que yo representaba,
la del peor depredador planetario. Con el mismo sigilo con
que levanté el mazo, comencé a bajarlo lentamente,
y observé cómo otros de sus congéneres
o familiares retrocedieron de un salto, hasta que puse con
cuidado el pesado leño sobre el humus blando de la
tierra. Confieso que yo no fui capaz de dar muerte a un mono
aunque mi propia existencia pudiera depender de ello. A cambio
de ese alimento, me senté en forma de loto y acudí
al poderoso pranayama contenido en el aire, cerré los
ojos y sentí cómo esa energía me atravesaba
en la inhalación y exhalación cada vez más
suave y rítmica. Permanecí rítico hasta
ser una forma inmóvil pero viviente como un árbol,
al que la savia recorre y toma en su fotosíntesis el
supremo poder del sol.
Nunca sabré
cuánto tiempo pudo haber pasado, porque esa noción
ya no me preocupaba, y desperté del sueño alquímico
cuando sentí quebrarse una rama cerca de mi cuerpo, aunque
lejos de mi persona; abrí mis ojos y vi a otro ser humano
en la foresta. Una figura cubierta de tierra roja, de sagrado
urucum, y reconocí que era yo mismo que estaba en otras
partes. Era yo mismo, y a ratos podía ser otro deambulando
en la fronda en donde parecía que había llegado
a la última orilla del ser.
Colgué
mis pensamientos del árbol de la vida.
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