:: LINTERNA- TURA.
    Bernabé y una lagartija llamada Teresa.

Por Carlos Russell Olguín.

Mientras los demás hacían su rutina matutina, yo sentía el tenue calor sobre la nuca, el cuello y a través de la camisa sobre el hombro derecho. Esto me hacía sentir placenteramente somnoliento e incapaz de levantarme y caminar seis pasos y medio para atrapar a la lagartija que tantas veces perseguí. Era un domingo de otoño y la brisa suave que corría sobre mi brazo hacía que mis vellos se erizaran, y mis ojos se entrecerraban y volvía a mi mente la figura cariñosa y amable de mi profesora Teresa.

Recuerdo que en clases, cada vez que se dirigía a mí, yo sentía que el sol y la brisa me acariciaban, el rubor se apoderaba de mí y sentía las miradas y burlas de mis compañeros y al mismo tiempo pensaba y me esforzaba por responder cuánto es seis por siete. ¡Cuarenta y dos!, dijo el guatón del Diego que estaba levantando la mano desesperado por contestar siempre primero que los demás, mientras yo me soplaba la palma de la mano disimuladamente para enfriar mis orejas.

Jugando a tomar prisioneros en el recreo, vi a mi Teresa atravesar el patio; como sabía que su intención era mirarme, yo corría con gran energía y hacía sonar fuertemente las suelas de mis zapatos, atrapando al guatón por los hombros, quien por desgracia cae sentado contra el piso de cemento. El inspector Fernando, mientras escribía una nota a mi madre en mi Libreta de Comunicaciones, me preguntaba sin mirarme si acaso no tenía pañuelo, entonces traté de aguantar la respiración y así dejar de hacer ruido con mi nariz…

Ahora, sentado en esta piedra, en el patio de mi casa, me sentía dueño del tiempo que transcurría, porque yo lo quería así. La lagartija me observaba con tranquilidad, casi con sueño, sus ojos entrecerrados denotaban el placer que le otorgaba el sol sobre su piel, que hace un momento era de color café y ahora, sin embargo, se tornaba de colores brillantes y fuertes como el azul, verde, amarillo y anaranjados.

“Bernabé, venga a tomar el desayuno”, dijo mi madre. La lagartija abrió sus ojos y rápidamente avanzó tres centímetros y medio atrapando con su boca una mosca distraída, que se había posado en una piedrecilla que asomaba por los ladrillos de la muralla.

Mientras masticaba un trozo de pan con mantequilla, observaba la figura que se formaba en la taza de té con leche. La luz que entraba por la ventana a través de los hoyitos de la cortina comenzó a dibujar el rostro dulce y hermoso de mi Teresa. Su cabello oscuro caía sobre su frente blanca, las cuencas de sus ojos eran maravillosamente más oscuras que su cara, sus labios delgados, entreabiertos, mostraban sus dientes de un color más oscuro que el blanco del globo de sus ojos.

El día lunes, tras una noche tormentosa, con fuertes ruidos de viento, truenos y ladridos, mostraba una mañana con suave lluvia, mucho frío y grandes charcos de agua y barro en las calles céntricas de barrio viejo y antiguo. Yo debía caminar tres cuadras por la calle Grajales y doblar a la derecha avanzando catorce pasos y medio para llegar a la escalinata de siete peldaños de baldosa roja desteñida. Subí los peldaños al mismo tiempo que en mi mente sonaba –seis por siete cuarenta y dos, seis por siete cuarenta y dos. Me encontré con que ya no se veía a nadie en el patio central del colegio. Caminé veintidós pasos y medio atravesando el patio y veo a don Jorge que trapeaba la baldosa del corredor cojeando del pie izquierdo cada vez que avanzaba con el trapero.

Me encontré de frente a la puerta de mi sala, estaba cerrada, adentro se escuchaba el murmullo de mis compañeros y la musical voz de mi Teresa diciendo: “The pencil is long”.

Con la confianza que me dio la lagartija de mi muralla, entré y caminé hasta mi asiento, dejé mi bolso encima de mi escritorio y me incliné para sentarme mirando con una sonrisa idiota a mi Teresa. A ella parecía molestarle algo, porque me miraba muy seria. Los demás, en complicidad con mi infortunio, también me miraban con rostros serios y acusadores. ¡Bernabé Espoz! Acérquese adelante. El pómulo izquierdo de mi cara me ardía con un latido al mismo ritmo de mi corazón. Sólo una lágrima se me escapó, aunque nadie la vio, ni siquiera el guatón del Diego. Me senté en mi puesto y anoté en mi cuaderno “The pencil is long”.

Esa tarde cuando regresaba a mi casa, ya no llovía, pero corría un viento tibio con mucha fuerza, y para que no me molestara en los ojos iba mirando hacia el suelo. A catorce pasos y medio antes de llegar a la puerta de mi casa, en un charco de agua y barro, flotaba con su guatita blanca hacia arriba una lagartija.