Recuerdo que
en clases, cada vez que se dirigía a mí, yo sentía
que el sol y la brisa me acariciaban, el rubor se apoderaba de
mí y sentía las miradas y burlas de mis compañeros
y al mismo tiempo pensaba y me esforzaba por responder cuánto
es seis por siete. ¡Cuarenta y dos!, dijo el guatón
del Diego que estaba levantando la mano desesperado por contestar
siempre primero que los demás, mientras yo me soplaba la
palma de la mano disimuladamente para enfriar mis orejas.
Jugando
a tomar prisioneros en el recreo, vi a mi Teresa atravesar el
patio; como sabía que su intención era mirarme,
yo corría con gran energía y hacía sonar
fuertemente las suelas de mis zapatos, atrapando al guatón
por los hombros, quien por desgracia cae sentado contra el piso
de cemento. El inspector Fernando, mientras escribía
una nota a mi madre en mi Libreta de Comunicaciones, me preguntaba
sin mirarme si acaso no tenía pañuelo, entonces
traté de aguantar la respiración y así
dejar de hacer ruido con mi nariz…
Ahora, sentado
en esta piedra, en el patio de mi casa, me sentía dueño
del tiempo que transcurría, porque yo lo quería
así. La lagartija me observaba con tranquilidad, casi
con sueño, sus ojos entrecerrados denotaban el placer
que le otorgaba el sol sobre su piel, que hace un momento era
de color café y ahora, sin embargo, se tornaba de colores
brillantes y fuertes como el azul, verde, amarillo y anaranjados.
“Bernabé,
venga a tomar el desayuno”, dijo mi madre. La lagartija abrió
sus ojos y rápidamente avanzó tres centímetros
y medio atrapando con su boca una mosca distraída, que
se había posado en una piedrecilla que asomaba por los
ladrillos de la muralla.
Mientras
masticaba un trozo de pan con mantequilla, observaba la figura
que se formaba en la taza de té con leche. La luz que
entraba por la ventana a través de los hoyitos de la
cortina comenzó a dibujar el rostro dulce y hermoso de
mi Teresa. Su cabello oscuro caía sobre su frente blanca,
las cuencas de sus ojos eran maravillosamente más oscuras
que su cara, sus labios delgados, entreabiertos, mostraban sus
dientes de un color más oscuro que el blanco del globo
de sus ojos.
El día
lunes, tras una noche tormentosa, con fuertes ruidos de viento,
truenos y ladridos, mostraba una mañana con suave lluvia,
mucho frío y grandes charcos de agua y barro en las calles
céntricas de barrio viejo y antiguo. Yo debía
caminar tres cuadras por la calle Grajales y doblar a la derecha
avanzando catorce pasos y medio para llegar a la escalinata
de siete peldaños de baldosa roja desteñida. Subí
los peldaños al mismo tiempo que en mi mente sonaba –seis
por siete cuarenta y dos, seis por siete cuarenta y dos. Me
encontré con que ya no se veía a nadie en el patio
central del colegio. Caminé veintidós pasos y
medio atravesando el patio y veo a don Jorge que trapeaba la
baldosa del corredor cojeando del pie izquierdo cada vez que
avanzaba con el trapero.
Me encontré
de frente a la puerta de mi sala, estaba cerrada, adentro se
escuchaba el murmullo de mis compañeros y la musical
voz de mi Teresa diciendo: “The pencil is long”.
Con la confianza
que me dio la lagartija de mi muralla, entré y caminé
hasta mi asiento, dejé mi bolso encima de mi escritorio
y me incliné para sentarme mirando con una sonrisa idiota
a mi Teresa. A ella parecía molestarle algo, porque me
miraba muy seria. Los demás, en complicidad con mi infortunio,
también me miraban con rostros serios y acusadores. ¡Bernabé
Espoz! Acérquese adelante. El pómulo izquierdo
de mi cara me ardía con un latido al mismo ritmo de mi
corazón. Sólo una lágrima se me escapó,
aunque nadie la vio, ni siquiera el guatón del Diego.
Me senté en mi puesto y anoté en mi cuaderno “The
pencil is long”.
Esa tarde
cuando regresaba a mi casa, ya no llovía, pero corría
un viento tibio con mucha fuerza, y para que no me molestara
en los ojos iba mirando hacia el suelo. A catorce pasos y medio
antes de llegar a la puerta de mi casa, en un charco de agua
y barro, flotaba con su guatita blanca hacia arriba una lagartija.