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AMAZONAS
El
crótalo y la sangre.
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Por:
Theodoro Elssaca.
En
el escrito anterior, (ver
escrito)
el autor nos narró la muerte de sus tres amigos
-Efraín, Fausto y Gregorio- tragados por las aguas
del Amazonas, situación de la que él se
salvó en la enigmática turbulencia del destino
de su Expedición. El río lo dejó
sobrevivir. Allí quedó, tendido, a merced
de lo incierto... En esta segunda entrega continúa
su relato.
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Perdido,
sin ninguna noción de norte o sur, en la emboscada
maraña, decidí -machete en mano- recorrer
el entorno más inmediato, en la imposibilidad
de avanzar, ¿avanzar hacia dónde? En una
ocasión descubrí rocas con petroglifos,
que intentaba descifrar. Luego caminaba extensamente
hacia mi rústico refugio aéreo, contando
los pasos y tratando de recordar algún hito diferente,
pero regresaba siempre al mismo lugar. Extraviado y
rendido ante la imposibilidad de retornar, me senté
en la base de las rocas talladas. Sentí entonces
algo que se acercaba, las ramas se iban rompiendo a
su paso, pero no veía nada. Luego pude ver ramas
que se movían y de súbito se irguió
la cabeza de la anaconda real.
Estuve
absolutamente inmóvil. Sacó su lengua
viperina sacudiéndola en el aire, la hizo vibrar
de tal manera que hubo un silencio de otros animales.
Olisqueó en el viento que venía en su
contra, después deslizó su pesado cuerpo
en un semicírculo en torno mío, como intuyendo
la presencia. Pude ahora ver su color verde oliva, mimetizado
en la foresta, con la línea de círculos
oscuros a lo largo de un dorso no menor a siete metros..
Es
tan temible la venenosa anaconda como la boa amazónica,
que era llamada por los nativos «la quebrantahuesos»,
porque ni siquiera requería del fatídico
veneno, pues con sus poderosos anillos trituraba los
huesos de los animales aún vivos, para tragárselos
lentamente.
Escaso
mi respirar, seguí tan inmóvil como pude.
La gran sierpe no tenía ningún apuro.
Azotó su larga cola entre los pastos, desde los
que vi salir asustados animales. Yo no tenía
ninguna posibilidad, ni siquiera las botas antiofídicas
fabricadas a medida me hubiesen servido para ese veneno
mortal. Eran botas para resguardarse solamente
de las mordidas de pequeños reptiles, llegaban
hasta más arriba de la rodilla con una rótula
de laminillas de cuero, que permitían el movimiento,
botas que ahora estaban al fondo del río Amazonas,
con mis tres amigos muertos, tal vez camino hacia el
Atlántico.
Yo
sentía que ellos estaban ahí, que de alguna
manera que no podría explicar ni explicarme,
ellos sí estaban. La muerte no impidió
que Efraín, Fausto y Gregorio me acompañaran.
Sus voces, creí escuchar sus voces en la infinita
polifonía constante de la selva. Sus enseñanzas
para observar la naturaleza y para sobrevivir también
me asistían. Muertos o vivos, vivos o muertos,
estaban ahí.
La
víbora se agazapó y esperó inmóvil
el paso del tokón, al que
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Theodoro
Elssaca y Carlos Germán Belli, Premio Iberoamericano
de Poesía Pablo Neruda. Ambos poetas unidos
por la creación en los momentos de la ceremonia,
15 de julio 2006,
en el Palacio de la Moneda.
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INDIO
YAGUA CON SU CERBATANA.
Foto del libro "En canoa del Amazonas al Caribe",
de Antonio Núñez J.
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mordió para anestesiarlo y engullirlo aún vivo.
El pequeño animal, movido sólo por sus reflejos
nerviosos, se estremeció por última vez mientras
era tragado. Permaneció como dormida mientras un delgado
rayo de sol iluminaba su cabeza. Fue cuando sorpresivamente
se irguió en el aire y atrapó a una bayuca. Entre
los múltiples olores percibí sutilmente el de
la sangre. Después de largo rato, la cauta anaconda se
movió lentamente haciendo un giro en espiral y se enrolló
como un ovillo, para dormir.
El calor
por sobre los cuarenta grados, con una humedad que no bajaba
del ochenta por ciento, me produjeron una peligrosa somnolencia.
Si me dormía estaba perdido, y si cambiaba la impredecible
dirección del viento, mi adolorida carne sería
vértice de su voracidad. Trataba de meditar sin cerrar
los ojos, para bajar el tono de mi exigua respiración.
Sentía mi sangre fluir, los párpados se me cerraban.
Me fijaba en la respiración de la víbora. Sus
anillos de color parecían crecer y decrecer rítmicamente.
Cuando
apenas podía yo sostenerme, el crótalo comenzó
a desenrrollarse cadenciosamente. Otra vez se presentaba ante
mí en forma de semicírculo, se elongó,
azotó su cola en el malezal y con solemnidad decidió
continuar su camino. Yo me quedé con la rara sensación
de que nuevamente la selva había sido amable conmigo.
Había sido salvado por el tokón y la bayuca.
Sin embargo
se acercaba la noche, y no encontraba refugio. El cielo se
cubrió de nubarrones, que se fueron haciendo cada vez
más oscuros hasta llegar al azul-violeta-ultramar.
Recorriendo el perímetro de la intrigante formación
rocosa, encontré un friso, lo que Efraín Contur
llamaría un “alero rocoso”. En el suelo encontré
rastros del fuego. Ahí habían hecho fuego, habían
estado, dormido, habitado... seguramente los propios ofrendatarios
del Chamán que había grabado las rocas. Pensé
que podrían ser de la tribu Aguaruna, o tal vez de
los desconfiados Machiguenga, y me dejaba tranquilo el no
estar más hacia el noreste, donde habitaban los sanguinarios
Aucas, en el Amazonas del Ecuador. Estos últimos atravesaban
con sus lanzas a los nativos de cualquier otra tribu, sin
perdonarle la vida a nadie, ni a mujeres o niños. Arrazaban
poblados completos. Pero en ese caso, sí estaba yo
cerca de los Campa, que en su beligerancia, han combatido
por siglos a los Machiguenga, al punto no del exterminio pero
sí de la penosa dominación.
Rápido
cayó la noche, y el ruidoso aguacero apagaba mis encendidas
deliberaciones. Entonces vino lo inevitable, fui asediado
por compactas nubes de mosquitos que, en la imposibilidad
de cubrirme, flagelaban mi piel de sobremanera, fenómeno
infalible siempre que se aproxima una tormenta. La agotadora
noche no dio paso a la luz, continuó la galerna dejando
sólo una claridad difusa a través de la pesada
cortina de agua, que desde el friso caía como cascada
delante mío. El agua no dio pausa y de día me
dormí mientras fragmentos cada vez más borrosos
del pasado se confundían entre el sueño y el
torrencial. Al tercer día amainó el aguacero,
y con el machete decidí buscar el perdido camino hacia
la hamaca. Miré a lo alto y siempre gotereaba sobre
mi rostro desde las grandes hojas que juntaban agua, las cuales
me permitieron llenar las dos botellas que llevaba.
Ante el
infructuoso esfuerzo y sin hitos referenciales, retorné
al refugio. Decidí sacrificar una de las dos botellas
para el agua. En un acto casi inverosímil y más
bién simbólico y poético, dispuse escribir
un mensaje, ponerlo en la botella de oporto y lanzarlo al
río en la parte hacia el este del Pongo de Mainique.
Tenía papel de la bitácora de viaje, pero no
con qué escribir. Entonces, de manera muy rústica,
escribí con restos del carbón bajo el alero
rocoso. El mensaje iba en español, en quechua y en
francés, seguido de un gran S. 0. S. remarcado con
mi propia sangre, dando el paradero con la ribera del río
Mantalo y una incierta latitud.
Lancé
esa botella como si en ello se fuera mi propia vida y regresé
antes que oscureciera al refugio de piedra, inconsciente tal
vez de mi desesperado romanticismo. Esa noche se desató
la borrasca. Al amanecer sentí un ruido lejano, como
un rumor. Pero estaba solo, con mi cuerpo adolorido, que era
mi patria muerta.
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