Y
ahora, niñitos, si se quedan tranquilitos y me
prometen comerse toda su comida, el Tata Gino les cuenta
una historia, tal como se la contaron hace muchos años
en una noche de tormenta, en la ruca de Salvador en
Plaza de Mulas.
La
Lola era una bella y joven recién casada, que vivía
con su marido, ambos muy pobres, cuidando una tropa de
cabros y haciendo y vendiendo carbón de espino.
Su cabrita preferida desapareció una noche como
aquella, cuando el viento aúlla melodías
de horror en cada rincón. El marucho ensilló
su mula y, haciendo caso omiso de las advertencias de
su mujer, partió en su busca. En vista de que pasaban
las horas y el marido no aparecía, se abrigó
lo mejor que pudo y partió a su siga. Pasado el
invierno, se encontró al marido muerto abrazado
a su cabrita. Pero ella no apareció nunca. Y
dicen que vaga por las montañas
|
|
La
Lola soy yo, y podría nombrarles a los otros
trece, incluida la madrina (si a alguien le
interesa, que me escriba). Por falta de nieve, el
año 1950 la Lola se corrió en Rodeo
Alfaro (o rodeo del faro), al otro lado de Punta
Sattler.
|
|
su busca, y cada vez que ve aparecer un solitario caballero,
se sube al anca y con dulces requiebros le hace volver la cabeza.
A los desventurados que lo hacen, la Lola, indignada por el
desencanto de no encontrar a su amado, los despeña en
la más próxima quebrada.
Hay variantes
a esta historia. Unas dicen que el marido en realidad se arrancó
para San José a una casa de remolienda. Otras dicen
que la Lola fue violada, y de allí su odio por los
hombres. Yo prefiero la historia de la mujer enamorada,
desde luego porque fue la que me contaron.
Cuando
los andinos -extraños personajes que insistieron en
construirse un refugio en el fundo Lagunillas (yo estoy convencido
que eran un club de masoquistas para encontrar placer en caminar
horas y horas para ir a pasar frío y miserias a un
lugar recóndito)- empezaron a sentirse incómodos
con el constante sermón de los arrieros ante cualquier
accidente que les ocurriera, lo cual no era extraño
dado el tipo de actividades que desarrollaban, tenían
que echarle la culpa a la Lola. Liderados por Humberto Espinosa
(papá), que tenía una increíble mentalidad
creadora, inventaron la carrera de la Lola, que no era una
carrera sino que un juego del pillarse al revés.
La Lola
designada -por lo general el que había ganado el año
anterior, usando una capucha en lienzo imitando un fantasma-
disponía de diez segundos para arrancar, luego de lo
cual los otros trece competidores partían a su siga
para capturarla, con lo cual la capucha pasaba a manos, diré
mejor a la cabeza, del captor, que disponía de otros
diez segundos para arrancar. El primero en cruzar la meta
con la capucha puesta era el ganador, y obtenía el
derecho de ser la Lola por todo el año.
La justa
estaba diseñada para los esquiadores de ese tiempo,
que se desplazaban con relativa dificultad. La aparición
de nuevas técnicas de esquí y el advenimiento
de los andariveles fue obligando a modificar los reglamentos,
pero a la larga era toda la fanfarria que rodeaba la celebración
del acontecimiento lo que atraía a más gentes.
Se corría
los 19 de septiembre, aprovechando la habitual pausa de semanas
patrias, y todo estaba rodeado de una mezcla de simbolismos
patrioteros e invocaciones a la dama. Había una
madrina que tomaba el juramento a los trece participantes,
usando como objeto de culto una punta de esquí quebrado,
resultado de alguno de los desaguisados de la Lola. Lo curioso
en todo este asunto es que entre bromas y chascarros, la Lola
no dejó de hacer sentir su presencia. Pocos de
los ganadores pudieron regresar al año siguiente. Siempre
hubo algo que les pasara.
Lo más
extraordinario es que cuando estaba por celebrarse la carrera
numero trece, la noche anterior, con la bandera azul de la
Lola flameando y todas las invocaciones ya hechas, algo
extraño ocurrió con la enorme salamandra que
nos daba calor en los duros fríos de invierno
y que a nosotros nos servía para transformar las magras
manzanas que nos daban de postre en suculentas manzanas asadas.
Extrañamente, el artefacto agarró fuego, que
se trasladó rápidamente a la estructura de madera.
Los andinos lograron a duras penas salvar sus pellejos, y
no fue fácil soportar el frío para la mayoría
sólo en paños menores. Hubo intenciones de reanudar
la carrera de la Lola "para matar el chuncho", pero
siempre algo ocurrió que lo impidió. Como la
Lola era mi amiga, se las arregló para que en esa oportunidad
yo no estuviera allí.