temerarios
hombres arrojados al asombro: Fausto el botánico, Gregorio
el ornitólogo, Efraín el antropólogo
y yo, escritor y fotógrafo, impulsado por la indescriptible
necesidad interior de experimentar la gran travesía
hacia los orígenes. Quería encontrarme con la
danza primal, la primera música, el primer petroglifo,
la primera palabra. En
el río Napo, habíamos navegado en embarcaciones
como la que ahora tripulábamos, era una «ubá»,
la canoa india construida en el bosque de los gigantes samaumas,
árboles milenarios que sólo podían ser
cortados para este fin en una determinada fase de la luna,
porque si se hacía en otro tiempo se producía
la rápida putrefacción de la madera a cargo
de la acción de los insectos acuáticos xilófagos.
Nuestros antecesores habían navegado en embarcaciones
similares, incluso las más dotadas como la del explorador
Sir Alexander Hamilton Rice, que contó con un buque
para llegar hasta Manaus, requirió continuar en pequeñas
canoas para penetrar en el alucinante laberinto fluvial.
Al navegar
estos ríos desaparecen las fronteras o naciones, una
boa, un guacamayo o un jaguar pueden cruzar desde Brasil hacia
Paraguay, Bolivia, Perú, Colombia, Ecuador o Venezuela,
por ejemplo, y siempre están en la Amazonia. En este
tramo específico, quisimos acercarnos al origen mismo
de la gran serpiente de plata que es el río cruzando
y bañando la selva, desde algo más de cien kilómetros
al norte del Pacífico, a la altura del Callao, hasta
desembocar en el Atlántico.
Estábamos
en la región de Madre de Dios, navegando por el río
Mantalo hacia el Amazonas, el caudal era cada vez más
turbulento, y tratábamos de proteger el valioso cargamento
de equipos de precisión, ante el oleaje mareante. El
material cartográfico, los aparatos de meteorología,
telescopios y cámaras fotográficas corrían
peligro y ya habíamos salvado de dos rápidos
cuyas rocas eran verdaderos cuchillos de piedra. Al tercer
rápido escuchamos el rompimiento de la dura quilla,
y comenzamos a hacer agua. Acechaba la muerte, perdimos entonces
la pértiga que nos permitía orientar la pequeña
embarcación, y quedamos en medio de un remolino de
un kilómetro de diámetro, girando a merced de
las aguas borrascosas.
Premunidos
de cuatro remos de paleta corta y ancha, intentamos infructuosamente
salir del gran remolino generado por la confluencia de los
ríos. Nos turnábamos para remar y para sacar
agua con un balde, con intervalos cada vez más breves.
Tratábamos de tapar la grieta en el fondo, pero la
presión del agua lo hacía imposible. El bamboleo
era creciente y hacíamos agua también por los
costados y a ratos por la proa. Fue cuando Fausto vislumbró
la posibilidad de abandonar la canoa. «Primero -dijo
con voz ronca, pero sin ocultar el miedo-, vamos a lanzar
los bultos a la orilla, y luego nos lanzamos nosotros hacia
el ramaje, para agarrarnos y subir». Hubo bultos que
llegaron hasta las ramas y otros irremediablemente se hundieron
con los valiosos equipos que habían sido testigos de
siete meses de viaje por la enmarañada selva. Luego
se tiró Efraín, que alcanzó unas ramas
delgadas de follajes que caían sobre la turbulencia.
Después se lanzó Fausto y finalmente yo. Gregorio
no alcanzó a dar el salto cuando la canoa fue sobrepasada
por el agua y lo vimos hundirse hacia el centro del remolino
de agua, que era como si sacaran el tapón de un océano.
Agitó fuertemente los brazos entregado al destino.
Nunca más lo vimos.
Después
desapareció Fausto. Entonces entré en una especie
de paroxismo, y Efraín estaba al otro lado del remolino,
como para hacer una cadena y subir la orilla.
En ese
lugar del asombro, también me esperaba la tragedia
inenarrable, el golpe definitivo de la muerte.
Estaba
agarrado apenas de unas raíces que sobresalían
en la ribera, y yo sentía que se iban cortando, mientras
el cansancio y el barro me adormecían en la hipotermia,
haciéndome presa fácil del feroz torrente. Mi
vida pendía más que literalmente de un hilo,
era menos aún que eso, la generosa raíz de algún
árbol nunca clasificado ni descrito sutilmente sostenía
mi frágil y malograda existencia.
Fue cuando
algo chocó bruscamente contra mi cuerpo, pensé
que sería una boa de agua, un caimán, o un fragmento
de la embarcación. Ese golpe me hizo apretar más
fuertemente mis manos y sostenerme de las raíces, esperando
lo peor... y era aún peor, luego de una torsión
pude ver el frío cadáver de Efraín, su
rostro aguerrido, los ojos abiertos y fijos que nunca olvidaré.
Lo mantuve unos segundos desde su hombro izquierdo, le juré
continuar el viaje; luego el remolino me lo arrebató.
Mis manos heladas ya no sentían. Las raíces
comenzaban a cortarse por efecto de la succión del
agua, mi cuerpo cedía en el barro, cuando mi ser exangüe
recibió una última descarga adrenalínica,
el aguijón feroz de la supervivencia y pude subir apenas
a la orilla de este lugar que marcaría mi vida para
siempre.
Ahora
yo era un adulto recién parido de este gran útero
helicoidal. Estaba exhausto y caí apenas arrastrándome
para separarme algo más del mortal marasmo.
Tiempo
después desperté aún turbado. Estaba
solo, en la nada, en una selva que ahora se tornaba para mí
en el paraíso y el infierno en un mismo lugar. Al fondo
del río Amazonas, en el Pongo de Mainique, ya conocido
en centenarios relatos como el Pongo de la Muerte, estaba
todo lo que llevábamos para subsistir y los tres cadáveres
girando en la vorágine fluvial.
Entonces yo también estuve muerto para el mundo, y
los funerales y responsos en América y en Europa, eran
para los cuatro expedicionarios perdidos en la ignota maraña
de la espesa jungla.
Sentí
que debía completar el periplo de nuestra adversa travesía.
Durante días busqué los bultos con mínimos
resultados, y de lo poco encontrado sólo pude rescatar
algún alimento, una cámara fotográfica
mecánica, una hamaca, un machete y un suero antiofídico,
que de nada serviría ante la gran amenaza que la fronda
ocultaba.
Dormí
colgado de los árboles, despertado a ratos por el aullido
espeluznante de los animales nocturnos. En el día la
humedad y el calor no me permitían más que recorrer
un mínimo radio, y regresar fatigado.
Me había
salvado, el único sobreviviente, pero ahí quedé
tendido, ante mí se cernía lo incierto. Pensé
en aquellos versos del Siglo de Oro, de las Coplas de Manríquez,
cuando dice: «Los ríos son las vidas que van
a dar al mar».
Mis amigos
ya no estaban, Efraín Contur Canqui, el antropólogo,
Fausto Aranguren Zeballos, botánico, y Gregorio Guamán
Quispe, ornitólogo, jamás sabrán de mi
sincero agradecimiento, ni tampoco sabrán que más
tarde, de regreso a Madrid, yo escribiría el libro:
«El Espejo Humeante - Amazonas», dedicándoles
esas páginas.
A ellos
toda mi gran «saudade».
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EDICIÓN 32 (Continuación)