Por:
Eduardo Astorga Barriga.
En
un largo viaje que hice a Argentina iba entre los arrieros
un viejo llamado Carmelo González. Es una de esas
personas características de nuestros campos, pintoresco
y lleno de originalidad. Vive en el país de las
quimeras y para mentir es entretenidísimo. Narra
infinidad de cuentos y leyendas. En las alojadas y en
los momentos en que nos deteníamos a comer algo,
nos divertíamos haciéndolo mentir. Recuerdo
muy bien la extravagante mentira que una vez salió
de esa boca desdentada. Le hice una pregunta con un modo
especial, como no dándole mucha importancia:
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--¿Conoce
usted, Carmelo, a un tal Benito Mussolini?
González
me clavo un momento sus ojos de un color café claro,
y como haciendo un gran esfuerzo para recordar entre su larga
lista de conocidos, fijó su vista sobre una alta montaña
cubierta de nieve. Al poco rato me contestó:
--¡Oiga Iñor! Cuantuá había un
hombre en Queltehue que le icían así como ice
usté. Tenía un despacho y tréida mucha
oveja de l’Argentina y también tréida animales
de contrabando. Usaba siempre un cinturón muy anchazo.
Un
día alojamos en el real de Burgos, que se encuentra en
un estrecho valle argentino, rodeado de altas y abruptas cordilleras
con agudos e inaccesibles picachos, tronos de cóndores
con guirnaldas de nieve, desde donde ellos contemplan con calma
sus campos vastísimos. El pasto era escaso, solamente
yerbas espinudas crecían formando manchas diseminadas.
Por el pie de uno de los cerros culebreaba un ruidoso esterito.
Después de haber desensillado nuestros cansados caballos,
nos tendimos sobre los cueros, alrededor del fuego y cerca del
estero, esperando que el mancero asara luego un pedazo de carne
y nos pasara algunos mates. Cuando la noche nos abrazó
y nos cubrió con su manto, empezamos a comer la sabrosa
carne asada al palo, acompañada de un pedazo de tortilla
cenicienta, debido tal vez un poco a la mugre. Algunos arrieros
de pie, y otros sentados cerca del fuego, comían a mordiscadas
la carne con la ayuda del cuchillo que tenían en la mano.
Era un espectáculo diabólico y fantástico
ver el reflejo del fuego en los rostros bronceados y en los
cuchillos de esos hombres de cordillera. Le pedí a Ño
Carmelo que nos contara una historia. Sin hacerse de rogar comenzó
a contar una antigua leyenda. Estaba comunicativo, había
que aprovecharlo. Entretanto, me pasaron un sabrosísimo
mate que al poco comenzó a correr de mano en mano y de
boca en boca.
--Por
ei por San José de Maipo -principió Ño
Carmelo- había cuantuá un señor que se
llamaba Moyano q’hizo pauto con el diablo. Las personas que
vivían cerca sentían pasar, muy entrá la
noche, un carruaje que por la juerza tenía qu’ir tirao
por caballos muy regüenos, porque hasta las carretas tirás
por güeyes se quedaban pegás en los barriales. Una
de esas noches unas viejas averiguadoras esperaron p’aguaitar
el coche y casi se murieron de miedo las pobres viejas cuando
vieron er coche tirao por caballos de juego que echaban chispas
por toititas partes.
Luego
se detuvo Ño Carmelo para avisar a los oyentes, que estaban
en un cerrado círculo, que uno de los caballos estaba
enredado en el bozal, y aprovechó para darle una gran
chupada al cigarrillo. La boca se le llenó de arrugas
que partían del rededor del cigarrillo en todas direcciones.
Se oía cerca de nosotros el entrecortado estornudo de
un caballo y el estridente canto del grillo. Luego siguió
Ño Carmelo:
--El
señor, al poco tiempo di haber hecho pauto con el diablo,
s’hizo rico. Tenía muchísimos fundos y animales.
Pocos años después se casó con una niña
na e mal parecida. Después de varios años de prosperiá
le llegó la hora d’entregar el alma ar diablo, y pa’
que no e juera el hombre al infierno tuvieron que velalo. Sin
saber me llevaron a mí al velorio.
Se
detuvo nuevamente, se sacó el cigarrillo con calma, lo
miró, tomo un tizón y lo volvió a encender.
Lo tenía mojado y con puntas de papel mal encendidas.
Alrededor de nosotros todo era oscuridad. En el fuego sólo
quedaban algunas brasas que nos miraban con ojos moribundos,
prontas a extinguirse. La luna comenzaba a reflejarse en la
punta de los cerros. Se sentía el ruido de un caballo
al andar por las piedras. Todos estábamos tendidos en
los cueros fumando un sabroso Joutard. Yo estaba abrigado con
mis mantas, listo para dormirme en cuanto viera que la historia
de Ño Carmelo se alargaba mucho. El agua juguetona seguía
murmurando y se oía el claro tintineo de la yegua madrina.
Siguió Ño Carmelo:
--M’hicieron leso y me llevaron en un carretón regrande,
iba harta gente. Vi un bulto tapao y yo es que ije: debe ser
la comía que llevan pa’ la fiesta. Después me
pasaron un trago e juerte que me dio muchísimo sueño
y me dormí en el carretón. Al despertar me encontré
solo con un hombre qu’estaba al lao mío. Cerquita había
un cajón de muerto y hartas velas prendías. También
había un tacho de agua bendita. El hombre es que me ijo:
usté iñó tiene que velar al muerto, échele
agua bendita y récele. El hombre dio unos pasos y desapareció
en la oscuriá. Oí ruido de espuela y pisá
e caballo. Me queé solo y con rearto mieo. Miré
alreeor y vi solamente la sombra grande de los cerros. Estaba
en un cajón rodeado de altas montañas en donde
no poía escucharse el canto del gallo. Serían
como las doce o la una cuando sentí cerquita unos laríos
de perro y vi uno, neigro y grande, que se me venía encima.
Este venía seguío de un montón de perros
neigros. Ya me mordían cuando me acordé de rezar
y le eché agua bendita al muerto. Entonces los perros
se alejaon gruñendo y mostrando los dientes pero como
de medio metro e largo y con los ojos coloraos por onde salían
chispitas de toitos los colores. Pero los perros siguieron lairando
y me acordé de rezar la oración pa’ que se callen:
“Santa
Ana parió a María,
Santa Isabel a San Juan,
Por estas cuatro palabras
Los perros han de callar.“
--Después recé l’oración pa’ que no se
lleven al muerto de donde estaba. Es bueno que ustée
sepan por si les toca velar algún día a un hombre
que haya hecho pauto con er diablo: son las palabras redoblá
que icen:
“La
una es la una, la Virgen pura
Las do son las do, las do tabla e Moisé
Las tré son las tré, las tré María
Las cuatro son las cuatro, los cuatro Evangelista
Las cinco son las cinco, las cinco Llaga
Las sei son las sei, las sei Candela
Las siete son las siete, los siete pecao
Las ocho son las ocho, las ocho Vírgene
Las nueve son las nueve, los nueve mese
Las dié son las dié, los dié Mandamiento
Las once son las once, las once Candela
Las doce son las doce, los doce Apóstole
Las trece son las trece, reviente Diablo
Que así lo merece".
“Cuando
llegó la mairugá venía gente de a caballo.
Ya venían a llevar al muerto. Después de tomar
algunos mates llevamos al muerto al pueblo, onde llegamos después
de medio día de camino. A l’hora e doce lo enterramos”.
Después
calló Ño Carmelo y sin decir una palabra se fue
a sentar sobre sus cueros y se puso a cortar corriones que necesitaba
para corchar un lazo. Mientras, nosotros, un tanto recelosos,
nos acostamos lo más cerca que pudimos unos de otros.
Entre tanto, la luna ya nos bañaba con su clara luz,
iluminando así el extenso Cajón. Por aquí
y por allá se veían los caballos solos con sus
sombras, buscando yerbas. Se oía el misterioso murmullo
del estero con su agua plateada. Pronto dormiríamos envueltos
con nuestras mantas y cubiertos por la luna.
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