muy
bien tenidos según el parecer de María Eugenia.
Ella lo veía tan apuesto, tan varonil, con mucho dinero,
al decir de los demás.
Una de
sus compañeras de trabajo la sobresaltó al gritarle:
¡Quena, Quena, ven, ven a ver a Don José! ¡Míralo
que bien se ve! Ella, que ya lo había estado mirando,
corrió hacia la otra ventana sin titubear, teniendo
cuidado de no tropezar con los muebles. Don José era
muy admirado por todo el grupo de funcionarias que regularmente
se asomaban para verlo pasar. María Eugenia siempre
supo que este guapo hombre, junto con tener mucho dinero,
tenía un no sé qué que lo hacía
más varonil que el resto de los hombres. Pensaba María
Eugenia, ¿se imaginará cuántas admiradoras
tiene?
Don José
había sido casado y ahora estaba separado. Tenía
hijos mayores que no vivían con él. María
Eugenia solamente sabía que vivía solo en un
gran fundo cercano al pueblo. Un día María Eugenia
se enteró que Don José convivía con una
conocida actriz de televisión. Pensó en la suerte
que tenía esa mujer, pero, en fin, la suerte era de
ella. Lo comentó con sus amigas y todas quedaron pensativas,
deseando, tal vez, estar en el lugar de la actriz.
Muchos años después, un buen día, María
Eugenia fue a servirse un aperitivo a un conocido restaurante
de la zona y se encontró de casualidad con un amigo
que era ingeniero comercial y al que no veía desde
hacía mucho tiempo. Luego de la grata sorpresa, éste
le comentó, entre otras cosas, que tenía que
ir a ver un trabajo y le propuso que lo acompañara.
Claro, le respondió ella, encantada te acompaño.
Fue así como se dirigieron a las afueras de San José,
por un camino lateral. No les fue difícil llegar en
auto a la dirección que buscaban. El camino les presentó
una enorme y hermosa casona, que se veía con un antejardín
muy bien tenido, con exóticas plantas y bello entorno.
Cuando llegaron, luego de identificarse ante un mozo, entraron
tranquilos e impresionados por la belleza del lugar: los muebles
eran de fino tapiz y madera antigua, las alfombras con diseños
artísticos que hacían resaltar sus colores sincronizados.
Los detalles de las paredes eran de un gusto exquisito y todo
coordinaba bellamente.
De repente,
desde el fondo del enorme salón, se asoma él,
Don José. María Eugenia nunca imaginó
que ésta era su casa, nunca relacionó con él
el camino recorrido con su amigo, ni siquiera pensó
en el conocido nombre del fundo al que habían llegado.
Pero ahí estaba él. Lo vio hermoso y varonil
como siempre. Él, muy gentil, los saludó. Ella
temblaba de emoción y sorpresa. No dijo una palabra.
Primera vez que estaba cerca de ese hombre que tantos sueños
le anidó en su cabecita loca de juventud.
Luego
de las presentaciones y saludos de rigor, Don José
les dijo que los invitaba a cenar. Fue así como, sin
mayores preámbulos, se sentaron a la mesa. Al instante
Don José llamó a un muchacho joven, de tez morena,
rasgos comunes y ademanes feminoides. Lo hizo sentarse a la
mesa y dijo: les presento a mi pareja, convivo hace tiempo
con él, mi familia ya lo sabe. María Eugenia
no podía dar crédito a lo que estaba viviendo,
no podía convencerse de esa realidad. Esto no es verdad,
se decía, y luego no pensaba más. La confusión
en su mente no tenía límites.
Ha pasado
bastante tiempo desde este hecho y ella aún no recuerda
lo que cenó y conversó. Sí recuerda perfectamente
que Don José le tomaba la mano al muchacho, con mucho
cariño, y que de vez en cuando lo besaba en la mejilla,
delante de ellos, sin vergüenza, totalmente convencido
de lo que estaba haciendo. Y recuerda que estaba muda. En
el trayecto de vuelta, ni ella ni su amigo dijo palabra alguna.
Sólo aceptaban este nuevo mundo ante sus ojos. Pero
hay algo que María Eugenia nunca olvidará, aquella
frase que Don José dijo en la mesa: Lo que pasa es
que salí del closet.