que
el mismo ha cavado en la masa de su impureza acumulada por milenios
de aire viciado y abusos de la mente y el cuerpo.
Pudo concebir
tal vez el despiadado pensamiento de que los que allí
viven, en sí mismos son sólo basura humana.
Pero nada del estilo del botadero de Valparaíso
pudo fundamentar en su mente una tal idea. Su memoria del
hecho, a menudo reactivada, anima aún hoy en su visión
interna el espectáculo insólitamente grato de
ver numerosas banderas de la patria ondeando al viento, hábilmente
colocadas en estacas clavadas en la masa semi blanda de lo
que ahí se fue juntando y estratificando desde tiempos
inmemoriales. Todas estaban sucias, pero no tanto como para
que no pudieran distinguirse su diseño y sus colores.
Algunas pequeñas, otras medianas. Entre ellas una que
carecía de estrella... Interrogado el dueño
sobre el porqué de esta anomalía, respondió
que la estrella se le había volado al cielo.
Celosos
de su espacio, estos artesanos del desecho suelen ser agresivos
con los intrusos a quienes suponen la intención de
disputarles su fuente de recursos. Uno de ellos, particularmente
agresivo al parecer, habitaba en una caverna cavada en un
bajo que tal vez él mismo había devastado para
situar la entrada de su guarida en las estratas más
profundas y, por eso, más antiguas del botadero. La
entrada estaba tapada por una tela de saco, a través
de la cual dejó oír su voz, sin asomarse para
mirar a los que se aproximaban. Se limitó a insultar
y a amenazar. Uno de los acompañantes, en voz alta,
le hizo saber que no había razón para inquietarse,
porque nadie le iba a quitar nada de lo suyo. Era un hombre
pequeño, de unos cuarenta años, de pantalón
raído y polera. Levantó la tela de la entrada
y miró hacia fuera con desconfianza. El visitante,
sin vacilar, se adelantó y lo saludó con cortesía,
llamándolo señor. Hasta se atrevió
a darle la mano. Su rostro ostentaba una cicatriz bastante
larga en posición diagonal. Era una cara cortada, y
de seguro tenía otras cicatrices en su cuerpo. El respondió
al saludo cortésmente también, y sonrió,
y sin mediar más palabras dijo: Yo soy el cordero...
El visitante lo miró fijo tratando de entender el significado
de tan peregrina declaración, y le preguntó
por qué él se presentaba de ese modo. Él
le respondió entonces: Si usted entra en mi casa lo
sabrá. Los acompañantes desaconsejaron una tal
osadía y se lo hicieron saber con un solo movimiento
de cabeza. Pero el invitado ya lo había decidido dentro
de él y corrió el riesgo de entrar a la caverna
de desechos. Los otros lo esperaron afuera sin entender el
sentido de su acción, aunque uno de ellos montó
guardia a la entrada. Lo conocían como el señor
profesor y les costaba aceptar que un caballero educado como
él quisiera hacer algo semejante. Dentro había
una mesa y una silla pequeñas. Un colchón de
espuma y un saco de dormir. Pegados a las murallas había
muchas imágenes encontradas en años de búsqueda
por esos desparramos. El troglodita, tomando una vela encendida,
se aproximó a una de esas imágenes y la alumbró.
Era un póster en el que aparecía el maestro
Jesús llevando un cordero blanco en torno a su cuello,
cogido por las extremidades, igual a otro que en su infancia
él había visto en un santito entre
otros, que su padre le mandó hacer cuando hizo su primera
comunión en 1937. Entonces el hombre, mirándolo
fijo e indicando con el dedo al cordero, le dijo: Ese corderito
soy yo...