Por:Ana
María Arrau Fontecilla.
C ristina
estaba un día recostada tranquilamente sobre
su ancha cama. Había llegado del trabajo un tanto
cansada, pero sin mayores sobresaltos. Hacía
tiempo que le requería respuestas a Dios sobre
el por qué los perritos no hablaban como
los humanos. Tenía esa curiosidad en su
mente y se preguntaba: ¿por qué Dios
no les dio lenguaje a los perros?, ¿qué
onda con estos pobres animalitos? Le preguntó
muchísimas veces al Señor y nunca tuvo
respuesta.
Tiempo antes le habían regalado
una perrita y un perrito. Los bautizó como
la Mostaza y el Ketchup. Ambos
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hermosos,
pequeñitos. Todos los días la esperaban en la
puerta de su casa, como niños buenitos. Ella les conversaba
a diario, y ellos, como seres inteligentes, la escuchaban
sin responder nada. Tenían una mirada muy diáfana
y siempre ponían mucha atención a todo lo que
Cristina les hablaba. Desde el día que los recibió
en su casa les dio de todo: casita, platos, collares con sus
nombres grabados, veterinario, vacunas, vitaminas etc. Eran
dos seres más que vivían con ella. Siempre pensaba
en ellos. Tan lindos que se veían, tranquilitos y ¡tan
inteligentes y extraordinarios que son!, reflexionaba.
Un buen día le rondó la idea de que los perritos
hablaran. Se dijo: si yo les cuento lo que me sucedió
hoy día en el trabajo, de seguro me van a responder
cosas bonitas, me van a apoyar en todo, me van a aconsejar,
y tengo la seguridad que me van a comprender. Soñaba
con que el Ketchup y la Mostaza algún día conversaran
con ella. Eran tan humildes, tan compañeros. La miraban
siempre con un signo de interrogación, como pidiéndole
disculpas por no poder responderle. Todos los
días ella les preguntaba: ¿qué hicieron
hoy?, ¿a qué jugaron?, ¿con quiénes
se juntaron? Ellos la miraban. Les traje comidita, les
decía, y corrían a su alrededor. Jugaban todo
el tiempo. Eran como niños.
¡Que
no tengan un lenguaje igual al mío!, pensaba,
¡qué injusta es la vida!. Diariamente
comenzó a interrogar a Dios, y le preguntaba: ¿por
qué, Señor, no haces que los perritos hablen?,
¿por qué no les diste lenguaje? Es muy injusto
lo que hiciste, Señor, con estos bellos seres que a
nadie hacen daño. Así, ella seguía
reflexionando, recostada sobre su regia cama. Hasta que de
repente prendió la televisión y se aprontó
a mirar un programa que le gustaba. Observó la propaganda
y, cuál no sería su sorpresa: apareció
un reclame sobre “alimentos para perros”. Un perrito
le reclamaba a su dueño porque le había comprado
cierta marca de alimentos. El perrito quería otra marca,
porque, según él, era de mejor calidad y el
sabor más agradable. Cristina de pronto quedó
muda. Claro, con razón el Señor no les dio
lenguaje a los perritos. Si la Mostaza y el Ketchup me reclamaran
por los alimentos, por el collar, por la cama, etc., ¿qué
haría yo? Constantemente tendríamos diferencias
de opiniones. Cada uno tendría sus gustos, sus deseos,
sus amigos perros diferentes, etc. En fin, todo sería
distinto a como es. Seguramente me discutirían por
cualquier cosa o por un problema generacional o qué
se yo. Se acabaría la paz y la felicidad en este hogar.
También pensó en otros hogares que tenían
varios perritos. Sería el caos, meditó.
Y pensó: ¡la obra de Dios es perfecta!
Cristina le dio gracias al Señor por no haberle dado
lenguaje a los perritos. Le dijo: Gracias, Señor,
ya sé por qué los perritos no hablan. No dudaré
jamás de tu obra, y más quiero a mis perritos
porque son capaces de escuchar y no discutir ni reclamar nada...
Nota
enviada a última hora a esta redacción por la
autora:
Gran sorpresa tuve hoy. Recibí un llamado de mi editor
y me dice: Anita María, no podré publicar
tu cuento porque algo me pasa con tus perritos, no sé
si el tema lo tengo agotado o realmente no me llegó
la historia... Tras consultas mías acordamos que
iba a estudiar la historia y a reflexionar qué le sucedía
con respecto a lo relatado. Días después me
llama nuevamente y me dice: ¡ya descubrí
lo que me pasa con este cuento! Mira, no estoy de acuerdo
con que no les hayas dado la oportunidad de expresarse a esos
pobres perritos. Pienso que ellos tendrían que tener
la oportunidad de hablar y rebatirte algunas cosas y que es
muy drástico de tu parte dejar sin expresión
a alguien. Pasaron algunos segundos en que me sorprendí
por el contenido de la llamada. Le prometí que iba
a repasar el cuento.
Fue así
como caí en una profunda reflexión sobre mi
persona. Pensé: ¡Qué mala soy! ¿Cómo
dejé sin expresión a dos seres? ¿A tanto
llega mi comodidad o mi falta de interés por las opiniones
ajenas? ¿Seré tan dictatorial? Tal
vez, puede ser, pero, y los resultados... ¿no habría
un caos con tanta opinión? ¿Tendrá que
ver esto con la democracia y la no-democracia? También
pensé: Que fácil es estar del lado del que
dicta. Entonces todo es más cómodo, más
rápido. Pero, en ningún caso yo estoy del lado
del que dicta sin más ni menos, más bien, creo,
me someto al orden natural que tiene la vida. De lo contrario,
andaría peleando con la naturaleza o renegando de Dios.
Ocurrió
que días después se me presentó la oportunidad
de hacer un “seminario insigth”, en el que estuve
cinco días reflexionando hacia “mi interior”,
tratando de analizarme. Ahora, yo me pregunto: ¿qué
onda tendrá mi editor, que quiere que los perritos
hablen? ¿Cuándo se le ocurrirá que los
muebles hablen? Prometo que se lo consultaré.
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