Por:Ana
María Arrau Fontecilla.
Hace
muchos años me encontraba en esa eterna búsqueda
del ser humano de, tal vez, forzar al destino en la parte
amorosa, y se me ocurrió comenzar a chatear con
la finalidad de lograr una pareja. Fue así como
hice muchos contactos con diferentes hombres, acordes
a mi edad y de diferentes ciudades y países. Chateaba
todos los días, y me entusiasmé tanto, que
en una ocasión conocí a un chileno radicado
en Estados Unidos desde hacía 18 años. Estaba
separado y vivía solo. Trabajaba en una empresa
de reconocida fama a nivel mundial. Era ingeniero especializado,
además de haber cursado varios master, así
que la conversación con él era fluida, amena,
y me encantaba cada día más. Por supuesto,
le di mi número de celular y el de mi casa, y él
también a mí, por lo que hablábamos
casi todos los días. Finalmente, al cabo de algún
tiempo, le envié mi foto, y él me remitió
la suya. Me pareció un muy buen hombre y yo le
gusté muchísimo. Fueron pasando los meses
y cada día nos acercábamos más. Él
continuamente viajaba a congresos internacionales, y desde
donde estuviera hablábamos, ya sea por celular
o por el chat.
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Al fin mi vida
amorosa estaba en pie firme. En varias ocasiones nos manifestamos
la intención de conocernos personalmente. En otra ocasión
me ofreció un viaje a las Islas Bahamas para que pasásemos
juntos unas vacaciones agradables, o en otro lugar que yo escogiese.
Mi entusiasmo y apremio por conocerlo en persona ya no tenía
límites.
Un día,
entre las conversaciones diarias, me contó que iba a
España, a un acostumbrado congreso de ingenieros, enviado
por su empresa. Llegando a Barcelona me llamó para contarme
de su vuelo y que ya estaba en tierra firme. Además,
me reafirmó su deseo de conocerme, y me dijo que a lo
mejor se "arrancaba" a Chile. ¡Qué alegría
sentí! Mi corazón latía, yo creo, a mil
por hora. Al día siguiente me dejó un mensaje
por chat: no podría venir porque tenía que ir
a la playa. Vaya, pensé, será más adelante
que nos conozcamos. ¡Pero qué excusa más
extraña! Luego, esa noche, estando durmiendo, como a
las tres de la mañana, recibí un extraño
llamado, en que me decían: así te quería
pillar, tienes otro hombre y me estás engañando.
No recuerdo exactamente las palabras, pero quedé un tanto
choqueada, porque la voz era la de él, aunque algo modificada.
Recordándolo ahora, la voz era casi igual a su modo de
hablar, parecía un gringo-chileno. Pensé: es él
que está en Chile. Al día siguiente lo llamé
por teléfono y no me contestó. Luego traté
de ubicarlo a través del chat y tampoco lo encontré.
¡Qué raro todo esto! Me daba vueltas la cabeza
con preguntas sin respuestas. Pasó el tiempo y un día,
finalmente, retomamos el contacto. Me contó que había
tenido una serie de dificultades y me juró que no había
sido él quien había hecho esa incomprensible llamada
esa fatídica noche.
Me dijo
que continuásemos nuestro romance, me juró que
se programaría para venir a Chile, y fue así como
todo lo malo quedó en el olvido y seguimos nuestro acostumbrado
chateo. Me reiteró su intención de venir a conocerme
y se programó para llegar a Chile en treinta días.
Nuevamente me entusiasmé, tomé clases de gimnasia
para estar en forma y hasta cambié de look: me compré
ropa nueva, cambié mi peinado y otras cosas. Gasté
hasta el último peso sin fijarme en gastos. En fin, estaba
eufórica, nuevamente entusiasmada con este amor virtual.
Fue así
como llegó el día tan ansiado. Chateamos sobre
la hora de arribo, que era a las 8 de la mañana en el
aeropuerto internacional. Nos despedimos por teléfono
el día anterior a su llegada. Recuerdo que ese día
me levanté muy temprano y me preparé para recibirlo
en mi casa. Me vestí hermosa, era pleno verano, el sol
brillaba más lindo que nunca y todo estaba muy bien:
mi ánimo, mi disposición, todo en mí. Fui
al aeropuerto, llegué antes de las 8 de la mañana
y esperé a que apareciera. Esperé, esperé
y esperé. De pronto me di cuenta que eran las 9 de la
mañana. La gente iba y venía y yo mirando los
rostros de los que circulaban delante de mí. No puede
ser, me dije, tanto rato. Así fue como llegué
a la ventanilla de la aerolínea con la que él,
según me había indicado, viajaría. Cuando
consulté por el vuelo me respondieron que ningún
avión arribaba a esa hora. Pero no puede ser, les dije
algo extrañada, cómo puede ser si yo sé
que hoy llega este avión. No, señorita, me dijeron.
¡Pero cómo puede ser esto!, dije una y otra vez.
Concurrí a otras ventanillas de aerolíneas y ningún
avión llegaba a esa hora. Es que no puede ser, reflexioné
otra vez. Pregunté por su nombre y no existía
ningún pasajero con ese nombre que hubiese llegado o
que arribara en vuelos próximos. ¡Qué terrible
fue ese momento, cuando me di cuenta que todo podría
ser una falsedad!
Ese día,
de regreso, ya no me acuerdo bien lo que hice. Lo único
que sé es que todo el día estuve lejos de mi
casa. Recorrí lugares y lloré como nunca por
tantas cosas acumuladas y por la pena de haber sido engañada.
Al final del día llegué a mi casa y encontré
un mensaje en el computador que decía: ¿te gustó
mi broma? En este momento, frente al computador, estoy repuesta,
y he recordado esta triste historia para contárselas
a ustedes.

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