por
Francisco Javier Bécquer.
Frío
hace en la ciudad. A cada paso que daba, sentía crujir
mis huesos congelados por la tristeza de haber sido abandonado
por Noelia. Mi alma, al igual que las nubes que comenzaban
a dominar el cielo, se sentía acumulada de lágrimas
que pujaban por caer de mis ojos avergonzados. Esos mismos
ojos miran la ciudad con un desprecio enorme. Llego a la
estación Metro Universidad de Chile. Cuando ingresaba
sentí un viento tibio. Bueno -pensé-, va a
llover inevitablemente. Caminé hacia la boletería
con paso decadente, melancólico y algo nervioso por
la cantidad de gente que había a esa hora, gente
que me golpeaba y que ayudaba en el crecimiento de mi tristeza
interior. Pagué mi boleto, no sabía a donde
ir, y en la maquinita tragadora introduje el pequeño
papel y pasé.
|
|
|
Cuando
bajaba las escaleras sentí un fuerte escalofrío
y vi a una chica de cabellos dorados, tez blanca y ojos azules
que parecían piedras preciosas de algún fondo
oceánico. Su presencia irradiaba algo sobrenatural, como
si en sus reiteradas y poco disimuladas miradas me pudiera ver
el interior. Temblé, me estaba observando. ¿Qué
podía hacer? Nada. Entonces esperé y ella se acercó.
Su figura parecía un juego de palabras, un juego de poesías
que ondulaban en mi mente.
-Hola
-dijo -. ¿Qué te sucede que se te ve tan melancólico?
-No sé que me sucede -contesté -. Hola...
-Veo que no quieres conversar.
-No es eso, disculpa, es que tú sabes, en esta ciudad,
problemas internos, etc...
-Gente que te abandona, pero hay que olvidarla. ¿Adónde
vas?
-Iba a cualquier lugar. Pero hay algo que falta, no me has dicho
tu nombre.
-Me llamo Francisca. ¿Y tú?
-Ya sabes mi nombre, no lo preguntes.
-Bueno, entonces vamos, viene un carro. ¿Hacemos combinación
con la línea 5, al shopping?
-Está bien.
Subimos
al metro y nos fuimos conversando durante todo el trayecto.
Sobre nuestras vidas. Ella, una periodista egresada hacía
dos años, cesante, abandonada por su pareja hacía
unos meses atrás. No pude entender, mientras me conversaba,
cómo una mujer como ella podía estar tan sola.
Francisca tenía en su mirada un dulzor exquisito que
traía muchas sensaciones, algunas mucho más fuertes
y apasionadas que el enamoramiento. En cada palabra que salía
de su boca encontraba una poesía innata, encontraba besos
y ansias de tenerla cerca por siempre.
Ya
en el mall, anduvimos de un lugar a otro, conversando, riendo,
y pasamos a comer en algún lugar esa tan común
comida rápida. Allí le dije:
-Creo que tengo que volver a mi departamento.
-No te vayas... quédate.
-Pero es que tengo que hacer.
-No tienes que hacer nada.
-Sí, es verdad.
-Tengo una idea.
-¿Cuál?
-Vamos al Cajón del Maipo -me dijo con una mirada dulce
y llena de sensualidad.
-Está bien -contesté afiebrado de un no sé
qué-. Vamos a donde tu quieras.
- Pues bien, en marcha, al autobús.
Ya
en el bus, sentados en el último asiento, el beso se
hizo inevitable y el calor que tenía encerrado en mi
pecho brotó en llamaradas de fuego y pasión. En
el pueblo de San José tomamos un taxi hacia San Alfonso,
donde Francisca tenía una cabaña. Nos quedamos
allí esa noche. Fue una noche maravillosa. Después
de la cena nos sentamos en el sofá. Crepitaba el fuego
en la chimenea. Nos desnudamos y nos fundimos en incontables
estallidos de universos explosivos y de gemidos del alma femenina
y masculina. Soñé en su cuerpo, que como montes
de seda acariciaba el mío. Estuve en su sangre y en su
espíritu como uno solo. Fue una noche intensa, llena
de caricias, besos, hablar del alma y de la poesía de
los cuerpos confundidos en uno solo, amándose hasta exprimirse
por completo.
Cuando
amaneció me encontré solo en la cama. Me levanté
y busqué a Francisca por la cabaña. No la encontré,
pero sí una nota que decía: «Perdona que
me haya ido tan pronto. Me has dado la paz que necesitaba. No
llores, siempre estaré contigo. Sólo déjame
una flor en el pasillo C, número 2324.» Me acordé
que Francisca había dicho que había vivido casi
toda su vida en un barrio conocido de Santiago. Me disponía
a partir hacia allá cuando el administrador del fundo
vecino me dijo:
-Don Gerald, otra vez por esta cabaña.
-¿Quién soy?
-¿Se siente bien? ¿No recuerda? Lleva ya dos años
haciendo lo mismo. Aquí ya no queda nada de ella.
-¿Quién es usted, qué significa todo esto?
-¿Perdió la memoria?
Salí
enloquecido de tristeza y confusión de aquel lugar. Me
fui a Santiago y ubiqué la dirección de la casa
de Francisca. Una mujer de rasgos demacrados y mirada perdida
me recibió con una tristeza enorme y con muestras de
compasión: su madre.
-Gerald... otra vez.
-No entiendo.
-Has perdido la memoria desde que... Entra, mejor conversemos.
-Sí, recuerdo -dije confuso. Mientras, trataba de recordar
más allá de cuando entré a la estación
del metro, pero no podía.
-Noelia... Sí, yo había terminado con Noelia,
esto no puede ser.
-Siempre le dijiste Noelia a Francisca, por broma. Vamos, Gerald,
tomemos un café.
-¿Dónde está Francisca? Me dejó
este papel en la cabaña de San Alfonso le dije
pasándoselo. La Doña lo leyó, mientras
mi alma trataba de poner en orden todas las cosas.
-¿Estás seguro, Gerald, o es parte de tu depresión?
-¿Por qué depresión?
-Francisca murió hace dos años atrás...
cuando ustedes estaban comprometidos para casarse, justo cuando
ella había egresado de su carrera de periodismo.
-No puede ser. ¿Está segura?
-Puedes probarlo, ve al cementerio.
-¿Cementerio? ¿Está muerta?
-Recuerda que enloqueciste de rabia y dolor cuando supiste que
ella había muerto, y te fuiste a vivir solo a tu departamento.
-¡Nooooooo! -grité recordando todo en un instante:
la muerte de Francisca una semana antes de casarnos, mi huida
dolorosa del funeral de ella, la no aceptación de su
muerte durante dos años y mi convencimiento de que ella,
Noelia, como le decía a Francisca, me había abandonado.
Entonces el dolor revivió fuertemente y frente a la tumba
2324 lloré desconsoladamente...
-¿Por qué, Francisca?
Sentí un suave viento cuando deposite las flores sobre
la lápida, unos suaves brazos que me abrazaban y una
suave voz me decía al oído...
-Siempre estaré contigo, amor...
Pasa
el tiempo. Un día cualquiera voy a entrar a la estación
Metro Universidad de Chile y me encontraré con una chica
de cabellos dorados y crespos. Dudo, no sé si seguir
o ir donde ella. Pero siempre termino en la misma historia,
llorando sobre la tumba de Francisca...
|