Por:
Marcela Cid Valenzuela.
Los
dos luchadores al fin se enfrentaron. Días antes
se habían reunido para ver cuándo y dónde
sería su encuentro. La cima de la única colina
cerca del asentamiento parecía el lugar más
apropiado, ya que no era de fácil acceso a los curiosos,
aunque de todos modos los hubo. Desde lo alto de la colina
podía contemplarse el paisaje desértico de
la zona. Desértico, exceptuando el pequeño
oasis donde se encontraba el poblado de las tribus. El cielo
era azul, sin nubes, solo la sequedad y el silencio de las
áridas tierras. El
día señalado, todo el grupo, con los dos guerreros,
el sacerdote y otros, subieron silenciosamente hasta la
cima del lugar más alto. Al caminar, la tierra crujía
bajo sus pies como si no hubiera sido nunca pisada. Al llegar,
los dos guerreros tomaron sus lugares mirándose fijamente
como si no existiera mundo a su alrededor. Se oyó
la orden del sacerdote y comenzaron a dar vueltas en perfecto
círculo, sin distraer sus miradas y dando gritos
de guerra. Estaban hermosamente ataviados con ropas y adornos
que sólo usarían en esa ocasión. A
la voz del Soerá, guía de guerra, ambos contendores
cesaron sus pasos y quedaron frente a frente, aún
mirándose, con los brazos abiertos en señal
de limpieza en la lucha de entrega a la causa.
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Dibujo
de Marcela Cid Valenzuela.
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Otra
orden del Soerá y comenzaron a acercarse lentamente,
agazapados, acechantes. Una tercera voz del guía y la
lucha comenzó sin titubeos, entre aullidos y chasquidos
del chocar de las lanzas. Sin trucos, todo a la vista de los
asistentes, y limpio, un largo rato de fuerza, pasión,
destreza... y también valor. De pronto, el descuido de
Josts, uno de ellos, y el otro, como un águila, se abalanzó
hundiendo su lanza en el pecho de su oponente. Luego, cuando
el sol batallaba con la noche, el guerrero mortalmente herido
yacía en la tierra aún caliente y un hilo de sangre
unía sus labios a las piedras. Su mirada estaba fija
en el cielo, reflejándose en ella el fuego de la solemne
ceremonia.
Dua,
el vencedor, siempre encontró aliados entre sus enemigos;
a sus ojos era como un semidiós, pero él, con
su alma puesta sólo en vencer y obtener el rango, no
oía las aclamaciones que reinaban a su alrededor, alentándolo.
Su cara, iluminada completamente por el fuego y la luna naciente,
se distorsionaba a merced de las sombras que delataban su origen
indígena. Ita, su mujer, lo esperaba en el templo, orando
desde hacía ya tres días sin descanso, tal como
lo hiciera años antes la madre de Dua, y como era la
costumbre. También se encontraba la mujer de Josts, Katú.
Ita,
arrodillada frente al altar y con un velo cubriéndole
la cara por completo, no hacía caso del dolor y el cansancio
que provocaba tal posición, y solo clamaba por su esposo.
Katú, ignorante del desenlace que había tenido
el enfrentamiento, continuaba repitiendo las plegarias una y
otra vez. Al mismo tiempo, en la lejana colina, Dua observaba
el cuerpo inerte de Josts y oraba junto al sacerdote para que
tuviera un buen viaje, pidiendo que fueran a su encuentro los
antiguos valientes guerreros que desde el firmamento los contemplaban.
Pensaba que la próxima vez que se encontrara con Josts
se vería el valle desde mucho más alto que desde
ese lugar.
Alumbrados
por la luna, el sacerdote rindió los últimos honores
para luego sepultar el cuerpo en una ceremonia solemne y silenciosa.
Luego, dibujando en la frente de Dua una línea con barro
de color rojo, se marchó a anunciar a las esposas el
resultado del encuentro. Los demás lo siguieron en una
silenciosa fila, lentamente, hasta que Dua quedó en la
cima de la colina, siendo acompañado sólo por
el fuego, la luna y el cuerpo sepultado de Josts, al que habían
enterrado con un cintillo de plumas sobre el pecho, la punta
de su lanza en la mano derecha y el asidero en la mano izquierda,
en señal de valentía en la lucha. En la frente
tenía la misma línea que el sacerdote había
dibujado a Dua, pero de color azul, lo que permitía una
mejor y más rápida liberación de su alma.
El
objetivo de la lucha era la obtención del máximo
rango: jefe de guerra, Icatán; rango que poseía
Dua hacía tres años y que Josts había querido
disputar. Anteriormente lo hizo Goé, antes de él
fue Taro, a quien antecedió Ertac. A nadie cabía
duda del poder y la fuerza de Dua, pero esta vez Josts parecía
un digno oponente, capaz de derrotarlo. Cada luchador sabía
que al caer la noche uno de los dos estaría con su cuerpo
bajo tierra y su alma reuniéndose con el consejo de los
valientes más allá de las estrellas. Pero nadie
temía, era un honor luchar y morir por esa causa.
Con
el frío endureciéndole la cara agrietada por la
sequedad quedó Dua en la colina, cara a cara con la muerte,
que nuevamente lo había dejado ir por otro de los guerreros.
Esa noche supo que era la última vez que saldría
glorioso de la disputa; era el último año sobre
la tierra y en su rango: luego lo tendría que ceder a
un guerrero mejor. Con su lanza en al mano y ese pensamiento
entre sus ojos, se alejo, dejando tras él el silencioso
recuerdo estampado en la tierra de la sangre derramada en un
tibio y lejano atardecer.
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