El
escritor Eduardo Barrios nació en octubre de 1884 y
murió en septiembre de 1963. En 1946 obtuvo el Premio
Nacional de Literatura. La oficina de esta revista -Dedal
de Oro- está en la casona que siempre fue su segundo
hogar, y su director, Juan Pablo Yánez Barrios, es
su nieto, hijo de Doña Pita. En el aniversario número
119 del nacimiento del escritor, esta revista lo recuerda,
homenajeando a una persona que, además de saber amar
la literatura, supo amar al Cajón del Maipo quizás
más que a ninguna otra tierra.
Presentamos
aquí su corta obra de teatro"Papá y Mamá",
casi desconocida y escrita para ser representada por niños,
en la que el escritor muestra una vez más su finura
para penetrar en la sicología de sus personajes.
EDUARDO
BARRIOS
Eduardo
Barrios nació en Valparaíso el 25 de octubre
de 1884. Su vida encierra mucho de aventura. Fue cadete
de la Escuela Militar, aprendiz de atleta en un circo,
novillero en Lima, expedicionario en la selva amazónica
peruana, minero en Collahuasi, taquígrafo del
Senado chileno, agricultor, director de la Biblioteca
Nacional y Ministro de Educación de Don Carlos
Ibáñez del Campo. En el año 1946
obtuvo el Premio Nacional de Literatura en Chile.
SUS
OBRAS
Cuentos:
- Como hermanas
- Lo que ellos creen y lo que ellas son
- Celos bienhechores
- ¡Pobre feo!
- La antipatía
- Santo remedio
- Camanchaca
Novelas
Cortas:
- Tirana Ley
- El niño que enloqueció de amor
- Páginas de un pobre diablo
- Canción
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Novelas:
- Un perdido
- El hermano asno
- Tamarugal
- Gran señor y rajadiablos
- Los hombres del hombre
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PAPÁ Y MAMÁ
A
prima noche, en la paz de una calle de humildes hogares.
Un
farol, tras el ramaje ralo y polvoriento de un árbol,
alumbra el muro de ladrillos desnudos. Próxima
se abre la ventana de la salita modesta, en cuya penumbra
se opaca el espejo, brilla el inmenso caracol que sobre
la consola canta su sorda y evocadora canción
de mar y se desdibuja la esposa sentada en el vano del
balcón.
Es
joven, la esposa; tiene el rostro empalidecido por la
luz de la calle; los ojos, como fijos en pensamientos.
¿Qué
piensa la esposa todas las noches a esa hora, cuando
el marido, en acabando de comer, sale? ¿Qué
piensa todas las noches, sentada en el vano del balcón,
mientras la criada lava dentro la vajilla y los niños
juegan un rato en la acera embaldosada y resonante...?
¿Añora? ¿Sueña...? ¿O
simplemente se rinde a escuchar el péndulo que
en el misterio de la sombra marca el paso al sigiloso
ejército de las horas...?
Es
plácida, la noche. El cielo, claro: nubes transparentes
blanquean en el azul ya lechoso, la vía láctea
empolva una banda de paz, hay una polvareda de estrellas
y, muy blanca y muy redonda, la luna recuerda viejas
estampas de romanticismo y de amor.
Dos
niños juegan en la acera: Ramón y Juanita.
Un tercero, nene que aún no anda, sentado en
el peldaño de la puerta de calle, escucha incomprensivo
y mira con ojos maravillados.
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Ramoncito
ha mudado ya los dientes; es vivo, muy locuaz y sus piernecillas
nerviosas están en constante movimiento. Juanita es
menor. Sentada como el nene sobre la piedra del umbral, acomoda
en un rincón de la puerta paquetitos de tierra, y botones,
y cajas de fósforos, y palitos...
Juegan
a la gente grande, porque ellos, como todos los niños,
sienten, sobre todo en las noches, una inconsciente necesidad
de imaginar y preparar la edad mayor.
Ramoncito
(deteniéndose frente a su hermana, con las manos en
los bolsillos y las piernas abiertas): ¿A qué
jugamos, por fin?
Juanita: Ya, ya está el almacén listo
(y corrige la alineación de los botones y las cajitas).
R: Pero ¿vamos a jugar otra vez a las compras?
J: Es claro, sigamos. Yo soy siempre la madama, y tú
me sigues comprando. ¿No ves que mucha gente de todas
estas casas no me ha comprado nada todavía...? Ni la
hija del sastre, ni el tonto de la cité...
R: Bueno. Entonces, ahora soy el chiquillo tonto de
la cité. (Se aleja unos pasos hacia la esquina. Luego
vuelve, silbando, a pasos desconyuntados, arrastrando los
pies, rayando el muro. Con voz gangosa): Madama, madama, dice
mi mamá que me diga qué hora es y que me dé
la llapa en huesillos.
J: (muy seria en su papel de madama indignada): ¡Ah,
estúpido qui sei! Dile a tua mama que me pague el demanche
que le fié a la matina. (Pero sobreviene una pausa
desairada. A Ramoncito ya no le divierte aquello.)
R: Mira, mejor juguemos a otra cosa. Siempre al despacho,
aburre.
J: (palmoteando): Al abuelito, ¿quieres? A contar
cuentos.
R: Oye, ¿para qué le servirán
los anteojos al abuelito?
J: ¡Tonto! Para ver.
R: Así decía yo; pero ¿no te has
fijado que para hablar con uno mira por encima de los vidrios
y para leer se los pone sobre la frente?
J: Cierto. ¿Para qué le servirán
los anteojos al abuelito?
R: Bueno, bueno. Juguemos a...
J: ¿A la casa?
R: Ya.
J: (con creciente entusiasmo): ¿Al papá
y a la mamá? Yo soy la mamá, o la cocinera...
Lo mismo da, como tú quieras. Las dos, puedo ser las
dos.
R: (improvisando un bastón con una ramita seca
que recoge del suelo): Yo, el papá. Llego del trabajo,
a comer, pidiendo apurado la comida, que tengo que ir al teatro.
¿Te parece?
J: Espléndido. (Y renace la animación.
La chica da nuevo acomodo a las cajas de fósforos,
agrupa los botones, desenvuelve la tierra. Entretanto, Ramoncito,
erguido, braceando y a largos pasos que retumban en las baldosas,
vuelve otra vez de la esquina.)
R: ¿Está esa comida, Juana...? Pronto,
ligerito, que tengo que salir.
J: Voy a ver, Ramón, voy a ver... Esta cocinera
es tan despaciosa... (Se vuelve hacia su fingida cocinera
y pregunta): ¿Mucho le falta, Sabina? ¿Sí...?
¡Ave María! (El chico levanta los brazos, admiradísimo.
Luego frunce el ceño, se ha enfadado súbitamente.)
R: ¡Qué! ¿no está todavía
esa comida?
J: Ten paciencia, hijo, por Dios... A ver, mujer, déjeme
a mí. Páseme el huevo, la harina... Eche más
carbón... ¡Viva, anímese...!
R: (que ha emprendido una serie de furiosos paseos
bastón en mano, renegando): ¡Habráse visto,
hombre! ¡Qué barbaridad! Se mata uno el día
entero trabajando, para llegar después a casa y no
encontrar ni siquiera la comida lista. ¡Caramba!
J: (riendo): Así, así, muy bien.
R: (en un paréntesis): No hables de otra cosa.
Ahora eres la mamá y nada más. (De nuevo en
son de marido tonante): ¿En qué pasan el día
entero dos mujeres digo yo?
J: Cosiendo, hijo, y lavando y...
R: Nada. Mentira. Flojeando... ¡Brr...!
J: ¡Dame tu santa paciencia, Dios mío...!
¡Chsss! (Afanada, simula freír, en un botón,
un huevo... de paja.)
R: Paciencia... Me das risa. Tengo hambre y estoy apurado...
apurado, ¿oyes? Trabajo como un bruto y llego muerto
de hambre. ¡Ah! Ya esto no se puede aguantar.
J: (que fríe con loco entusiasmo): ¡Chss!
Y... este aceite, Dios mío, no sé qué
tiene... ¡Chss!
R: ¡Buena cosa...! Está muy bien, muy
bien... ¡Ah, y cásese usted! (Sus paseos se hacen
cada vez más furiosos.)
J: No te quejes así. Y a los niños, a
estos demonios, ¿quién los lava, quién
los viste, quién les cose, quién...?
R: ¡Basta! Lo de siempre. Yo no tengo nada que
ver con eso.
J: Pero es que... ¡Uy, que se me queman las lentejas...!
Pero es que, por un lado, estos niños; por otro lado,
la calma de esta mujer...
R: (iracundo): Si la Sabina es floja, se manda cambiar.
¡Caramba!
J: Cuidado, Ramón, que cuesta mucho encontrar
sirvientes.
R: ¡Qué sé yo! Tú sabrás.
Podías aprender de mi madre, ya te lo he dicho. Ésa
sí que es ama de casa. (Como Juanita calla, sin atinar
a responder, el chico la auxilia:) Enójate un poco
tú también. Dime, así, rezongando: "Ya
me tienes loca con lo que sirve mi suegra. Ella será
un prodigio; pero yo, hijo, ¿qué quieres...?
una inútil..." (La chica suelta una carcajada.)
J: ¡De veras! No me acordaba.
R: Dilo, pues. No sabes jugar.
J: (entre dientes): "Ya me tienes loca con lo
que sirve mi..."
R: (rabioso, sin dejarla concluir): ¿Qué?
¿Rezongas?
J: Pásame esa cuchara, Sabina.
R: No, no. Ahora me debías contestar: "¡Ave
María! ¡Qué genio! Debes estar otra vez
cargado de bilis. Es tiempo de que tomes otro purgantito..."
No sabes, no sabes jugar.
J: Espérate. Ahora sí, verás.
R: (dándose por replicado y montando en mayor
cólera.) ¡Bilis, bilis...! Siempre la culpa ha
de ser de uno. ¡Ah, casarse, casarse! Para gastar, para
eso se casa uno. Así les digo a mis amigos: cásense
y verán...
J: (con viveza): Se te olvida una cosa: "¡Ah,
si yo tuviera la desgraciada dicha de enviudar!" Y entonces
yo te contesto: "No tendrás ese gustazo."
(Pero el hombrecillo se siente herido en su amor propio por
la lección y, blandiendo el palo, amenazante, brama):
R: ¡¡¡Callarse!!!
J: Veamos ahora el asado. Sabina, ábreme el
horno... (Respondiéndose a sí misma): Ya está,
señorita...
R: ¡Ay, ay, ay! ¡Linda vida, esta...! En
la oficina, aguantar al jefe; en la calle, los "ingleses";
en el tranvía, las conductoras hediondas, los pisotones,
las viejas que han de ir todos los días a misa, nada
más que para hacer viajar de pie a los hombres, que
vamos al trabajo... o las pollitas, que se largan a despilfarrar
en las tiendas lo que a los padres nos cuesta... nuestro sudor.
J: ¡Ah, si tuviera la desgraciada dicha de enviudar...!
R: ¡Imbécil! ¡Celosa!
J: ¿Celosa? No tendría el diablo más
que hacer. Ya no, hijo; ya no soy la tonta de antes.
R: ¡Callarse, he dicho! (Y enarbola el palo,
amenazador, terrible.)
J: (en un nuevo paréntesis): Oye, los palos
no los des de veras.
R: ¡Silencio! ¡¡¡Silencio!!!
Estoy ya cansado, aburrido, loco... ¡loco...! ¡¡Brrr...!!
(Da un garrotazo contra la puerta de calle. La niña
se sobrecoge.)
J: (realmente azorada): No se te vaya a ocurrir...
R: (repitiendo el palo con mayor furia): ¡Chit!
¡Callarse!
J: (seria): No juguemos más, ¿quieres?
R: ¡Nada, nada! ¡Pronto, la comida, si
no quiere usted que... (El palo cae repetidas veces sobre
la puerta, zumba alrededor de la cabecita de la niña,
que se alarma cada vez más. El chico sigue echando
chispas y vociferando. De pronto, con el palo alzado, se queda
mirando a la presunta esposa. En sus pupilas brilla la llama
de las travesuras temerarias: aquel brazo armado parece que
va a caer, que inicia la descarga en serio sobre la cabeza
de la niña. Entonces Juanita tiene primero una sonrisa
interrogativa, luego un gesto de miedo. El nene, asustado
también, suelta el llanto; y aquí Juanita, como
iluminada súbitamente por un recuerdo salvador, suelta
botones y pajitas, coge al nene en brazos, se yergue digna
y altiva, y dice):
J: ¡Ramón, respeta a tu hijo!

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