“Su alma es mía,
como la mía suya,
su cuerpo es mío,
como el mío suyo en la eternidad...”
(Rima CXXV, Francisco Javier Bécquer)
Hace
mucho que tenía en mi mente la inquietud de
escribir una historia sobre una mística muchacha
de la noche. Entonces, inspirado en este enigmático
Cajón del Maipo, surgió lo siguiente:
Por
el año 1800 llegó a la “Villa
San José” un joven español llamado
Bartolomé, hijo de un aristócrata español
residente en Santiago. Una tarde en que el joven paseaba
a caballo por las polvorientas calles de la villa,
unas jóvenes, al verle, suspiraron, pero éste
no les prestó atención. El cura párroco
le llamó y le reprendió, diciéndole:
-Bartolomé,
se comenta tu extraña actitud. No correspondes
a ninguna de las mujeres que se han enamorado de ti.
-Reverendo Félix -exclamó Bartolomé-,
¿no estarán acaso enamoradas de mi dinero?
-Ten cuidado –respondió el sacerdote
mientras se dirigía hacia las muchachas, que
los observaban-. El amor puede tocarte y hacer sufrir
como ha hecho con estas niñas que te adoran.
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Bartolomé,
sin darle importancia a las advertencias del sacerdote, dio
media vuelta y se fue.
Una
tarde primaveral, mientras miraba el sol esconderse tras la
Isidora, Bartolomé se acordó de Matilde, su
novia, la que él tanto amaba y que le había
abandonado en plena ceremonia de matrimonio. Después
salió por los cerros con su caballo. Esa noche no pudo
dormir. Se levantó y preparó su caballo para
bajar al pueblo. Allí, ninguna alma osaba interrumpir
la tranquilidad nocturna de la Villa San José. Bartolomé
vio que las puertas de la Iglesia estaban abiertas de par
en par. Extrañado y con un presentimiento sobrenatural,
ingresó al recinto, y grande fue su sorpresa al ver
a una pálida joven de cabellos largos y brillantes
como los rayos de la luna. La hermosura de esta mujer llegaba
a ser aterradora, pues inspiraba el vértigo en la sangre.
Alrededor de esta aparición, una densa niebla blanquecina
se apoderaba de todo. La misteriosa mujer se le acercó
y él se arrodilló.
-¿Quién
eres?
La mujer
lo encegueció con su luz y Bartolomé cayó
inconsciente en el suelo. Al despertar, vio que el sacerdote
y el sacristán le miraban con extrañeza.
-¿Qué
haces aquí?
-Padre,
la he encontrado, la mujer más bella que hubiese podido
ver en este mundo, me ha dejado completamente enamorado.
-¿Cómo pudiste entrar? ¿De qué
mujer me hablas? ¿No habrás venido borracho
hasta aquí?
-¡Por supuesto que no! De verdad, padre, la vi. Las
puertas estaban abiertas y yo ingresé para ver qué
sucedía, entonces ella apareció frente al altar...
-Puede ser causa de la borrachera aquella visión –respondió
el sacristán.
-No, padre, yo la vi –gritó Bartolomé
y salió enfurecido del templo.
Pasaba
el tiempo y en el pueblo crecía el rumor de que el
‘joven español’ enloquecía. Bartolomé
no prestaba atención ni siquiera a las amenazas del
cura, que le recriminaba salir a altas horas de la noche.
En efecto, el muchacho solía salir con la esperanza
de encontrar a su joven. Y un día, ya en la próxima
primavera, ella se le apareció nuevamente. Entonces
no pudo contener su corazón, y le habló:
-¡No
sé quién eres o qué eres, pero dime si
puedo amarte, si tú me amarías a mí!
Ella,
espectro de luz, que parecía estar viva, y que no lo
estaba sin estar tampoco muerta, exclamó con voz de
arpa y de aguas de vertiente:
-Ningún
mortal ha venido a ver cómo sigo sufriendo por lo que
no pude ser en vida, pero tú has venido y te has enamorado
de mí...
-Entonces dime qué piensas y qué eres...
-Soy un demonio que fue mujer -exclamó ella, y sus
ojos verdes brillaron a la luz de la luna.
-Seas lo que seas -respondió él con voz temblorosa-,
igual te amaré eternamente.
Ella se
acercó y le acarició el rostro. Él sintió
un escalofrío recorriéndole el cuerpo, pero
que le dio una agradable sensación.
-¡Eres
tan dulce y distinto a todos los demás hombres! -exclamó
ella, y de su boca parecía que brotaban rayos de luces
y estrellas-. ¡Por eso te amaré siempre, y aunque
nadie te acepte, yo te aceptaré para darte la eternidad
de la vida inmortal!
Bartolomé
estaba embelesado escuchando la clara voz de su amada, que
vibraba como agua de manantial. Ella le abrazó y le
iba a besar cuando...
El sacerdote
y el sacristán ingresaron con cruces y agua bendita,
gritando:
-¡Vete
de aquí Satanás, esta es la casa del señor!
La bella
doncella desapareció. Bartolomé se quedó
llorando.
-¿Por
qué la han expulsado?
-¡Porque es un demonio el que amas! -respondió
lleno de ira el sacerdote.
El tiempo
hizo lo suyo. La muchacha-demonio no volvió y Bartolomé
enloqueció. Una noche de primavera, sin embargo, algunos
años después, cuando las flores exhalaban sus
suspiros de amor, muchos vieron al loco-joven español
con su prohibida amada al borde de un precipicio, besándose
y desapareciendo bajo las aguas del río.
Moriremos, amada demonio de las noches primaverales.
No haremos caso de restricciones religiosas y morales, sean
sobre la edad, sobre el amor o los obstáculos todos.
Así quemaremos la inquisición de la religiosidad
materialista-dogmática-hipócrita, que mata el
amor y las líneas del planeta Venus. Inmortal y única
eres tú, y por eso, dentro de las noches asesinas de
pensamientos y palabras, moriremos en el fuego del infierno
que nos han creado las mentes oscuras que aparentan bondad
y sabiduría. ¡Nada me prohibirá amarte,
mi hermosa demonio de las noches de flores y suspiros del
amanecer! ¡Ni siquiera las lágrimas cristalinas
del invierno me alejarán de ti, mi primavera endemoniada
de luz y amor!...
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