trasero
femenino espléndido y bronceado sobre un prado del
césped más costoso del mercado.
A una distancia cada vez menor, avanzaban las sombras amenazantes
de los grandes edificios de departamentos, que ya habían
engullido o privado de la luz del sol a viejas casas señoriales,
poblaciones de edificación barata, quintas y chalets.
El exiliado Arce ya no encontró a ninguno de los
viejos amigos o conocidos del barrio, aunque sobrevivía
aún, en un discreto recodo de una calle lateral,
el viejo bar El Chileno, frecuentado como ayer, por los
maestros todo terreno, electricistas, mecánicos,
gasfíteres, como le gustaba decir con alguna pedantería,
que mantienen funcionando las modernas máquinas de
vivir. Pasó dos o tres veces a tomar una cerveza
en el mesón. Lo atendieron de mala gana, nadie lo
saludó ni le dirigió la palabra. Se encontró
solo y aislado, entre miradas vacías y cuchicheos
ambiguos. Y seguía solo en la casita comprada antes
del diluvio, con préstamo de la Caja de Empleados
Particulares, que había rescatado con grandes dificultades
del intento de usurpación perpetrado por un suboficial
del Ejército. Su familia no debía llegar hasta
unos seis meses después, cuando ya los niños
hubiesen terminado el año escolar.
En tales
circunstancias Codelco pasó a ser, si no su amigo,
el ser vivo que sentía más cercano. Pequeño
y regordete, con una pelambre rizada color de cobre, escapaba
a diario de su casa, mientras una empleada gorda y bonita
de delantal celeste lo llamaba a gritos: -¡Codelco!
¡Codelco!
Al profesor
Arce el nombre le pareció muy adecuado. Notó
que al trotar y correr, Codelco desarrollaba una gran agitación
de sus patitas cortas, que no se traducía en la traslación
correspondiente. Lo veía avanzando lentamente mientras
sus extremidades se movían de manera frenética.
Esta desproporción entre el esfuerzo y su resultado
le producía una cierta ternura.
A diferencia de otros perros, indecisos, que describen círculos,
andan y desandan y huelen todos los vientos de la rosa antes
de emprender la marcha, Codelco iba rectamente en una dirección
u otra, sin mirar para los lados. Su motivación era
clara: lo único que le interesaba en la vida era
la posibilidad de establecer una relación carnal
con la Negrita, una perrita ladradora y siempre excitada
que habitaba en la casa más modesta de la cuadra
(más modesta, si cabe, que la de Arce). Sus amos
la mantenían encerrada en una especie de garage con
una gruesa puerta metálica de dos hojas, que no ajustaba
del todo en la parte central. Por debajo de ella el terreno
tenía una leve hendidura a través de la cual
se comunicaban Codelco y la Negrita intercambiando olfateos,
lengüetazos húmedos que no llegaban a destino
y breves ladridos angustiados mientras uno y otra raspaban
con sus uñas frenéticamente el piso de cemento.
Era la imagen del amor imposible.
Hasta que pasó lo que tenía que pasar. Un
día, al atravesar la calle con rumbo al mini-market,
vio que los enamorados daban curso pleno, con envidiable
naturalidad, a sus deseos reprimidos, en un rincón
de la calle donde una tapia ruinosa bordeaba un sitio eriazo
cubierto de pasto y de aromos desgreñados, que sobrevivía
milagrosamente a la voracidad del mercado inmobiliario.
Codelco se esforzaba a buen ritmo por cumplir con su deber.
La Negrita miraba a la distancia con expresión indescifrable.
Al regresar, unos minutos más tarde, la situación
había cambiado. Él y Ella, unidos físicamente
por sus partes traseras, miraban en direcciones opuestas.
Él hacia el Oriente, Ella hacia el Poniente. Ambos
parecían incómodos, más bien afligidos.
Él intentaba separarse dando unos pasitos, pero arrastraba
a su pareja, lo que al parecer era doloroso para ambos.
Se detenía con un aullido lastimero. Luego ella hacía
un intento similar con similar resultado. Cuán presto
se va el placer, cómo después de evocado da
dolor, meditó el profesor Arce, que tenía
una formación clásica.
En los mismos días, cada vez que salía por
la noche a fumar el cigarrito postrero al aroma del jazminero
de la casa vecina, el testigo Arce observó maniobras
discretas del amo de Codelco, un muchacho macizo de unos
15 años, colorín y pecoso, todavía
con las formas de una infancia de niño gordo. Al
caer la noche se desplazaba con llamativo sigilo por la
parte más sombría de la calle, y a ratos se
quedaba inmóvil esperando algo. Casualmente, el testigo
supo lo que esperaba: era la Rayén, una empleada
morena que trabajaba en la casa más grande y elegante
de la calle. Era lo que los franceses, grandes expertos
en clasificaciones de mujeres, llamaban rondelette, Redondita.
Pasó lo que tenía que pasar. Una noche que
había salido al cigarrito algo más tarde que
de costumbre, Arce escuchó una especie de risa ahogada
seguida de un resoplido rítmico o, si se prefiere,
de una respiración agitada, detrás de un añoso
roble que rompía la línea de la edificación
y que había ondulado las baldosas de la vereda con
sus raíces. Mirando de reojo y forzando la vista,
llegó a distinguir dos siluetas, la femenina algo
más alta que la masculina, y advirtió que
esta última se agitaba con porfía hacia adelante
y hacia arriba, con jadeos que por momentos bordeaban el
gemido. La femenina guardaba silencio.
El exiliado Arce dejó caer la colilla y emprendió
el regreso hacia su lecho solitario. Pensó que había
conocido otra versión del amor imposible, que llega
a ser posible en ocasiones pero que nunca es duradero. Le
pareció que esta es una preocupación humana,
a veces carente de fundamento. No existe entre los perros.
Nota:
Este cuento fue tomado de Proa Nº 56, octubre, noviembre
y diciembre 2002.