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Alicia y el templo.

Por: Juan Pablo Yáñez Barrios.

En un día caluroso, yendo por plena agitación de Santiago, sentí la urgencia de una tregua. ¿Qué hacer? Quería estar solo, alejado del sudor de las aglomeraciones, cuyos cuerpos bullían por cada calle, cada rincón, cada esquina. Así fue como, porque la vida suele darle una oportunidad al urgido, de pronto la Catedral se elevó frente a mí. Entré. Me envolvió un aire fresco. A las pocas almas que había las percibí como sombras detenidas en oración o rogativa.

Las casas y edificios de hoy tienden a lo utilitario. El concepto actual es que el espacio no práctico carece de sentido. De este modo, las dimensiones de una catedral crecen con grandiosidad cuando se está habituado a los mezquinos volúmenes habitacionales de esta época pragmática.

Uno surge del ruido vehicular, de la música estruendosa, del tecleo de las impresoras y del bramido de la urbe. En medio del desenfreno auditivo, el silencio de los templos es divino. El oído se diluye en el generoso espacio de las alturas, de los altos cielos, de los muros largos. Si el ruido callejero llega hasta el templo, no pasa más allá de las orejas. El recogimiento logra que la grosería del mundo urbano se diluya en la paz.

Me recuerdo de niño, en una capilla campestre, emocionado en la detención que allí reinaba cuando, a escondidas, me introducía en ella por un agujero lateral que sólo los gatos, Alicia y yo conocíamos. Aquello me cautivaba. Ella y yo, recién púberes, penetrábamos al templo con el alma en un hilo. En el sosiego de esa capilla campestre conocí lo que era tocar otros labios, otra piel. El tiempo se detenía. El misterio de la quietud quedó para siempre enlazado al misterio del cuerpo. El intercambio sensual inconcluso quedó relacionado para siempre con la emoción. ¿Quizás aquello que el humano siente, y que llama Dios, estaba allí? Así lo sintió nuestra inocencia, nuestra espontaneidad, nuestra emoción, nuestro deseo de niños.

Aquella pequeña capilla campestre estaba construida en roble y forrada en tejuelas de alerce. Una escalera de caracol conducía hacia el tablado del coro y, hacia el final de la torre, se llegaba hasta donde colgaba la gran campana de metal, y donde también colgaban los negros murciélagos.

Todo era misterio. El templo era misterio, Alicia era misterio. El espíritu infantil de Alicia y yo: eso era misterio. Lo es aún. Y era misteriosa la luz entrando por las ventanas hacia la eterna penumbra. En la quietud de la medialuz sentíamos transcurrir el tiempo, y entonces adivinábamos la presencia de otra realidad detenida tras el presente. Fueron las primeras nociones que tuve sobre la relatividad de todo lo existente. ¿De todo lo existente? ¿No hay acaso algo que perdura, algo absoluto, algo secreto, una adivinanza íntima, un rayo de luz alumbrando con timidez un rincón de la mente, así como el resplandor que ilumina en el templo?

Eso es nuestro cuerpo: un templo que encierra a un espíritu, así como la catedral almacena cada segundo, cada día, materializando los siglos.

s¿Qué es ser ateo? Dicen que es negar la existencia de Dios. ¿De Dios? Mejor dicho, de un dios que pertenece a una doctrina. El ateo, pues, es una persona que niega al dios parcial, establecido do como todopoderoso por una religión. Sólo eso, porque nadie puede negarse a sí mismo el sentimiento de religiosidad que en algún momento de la vida aparece, sobre todo en el desamparo. Por eso se puede sentir el misterio en la soledad de un templo.

La soledad del templo es la soledad del alma. Las estructuras físicas -las del templo y las del cuerpo humano- son sensibles al tiempo y terminan por desaparecer, pero el misterio del misticismo queda incrustado en la conciencia.

No se puede acceder a lo trascendente de modo superficial, y ese acceso tampoco puede ser el producto de un plan doctrinario. Se trata de hallar caminos, estímulos que sirvan de guía. Eso era lo que me sucedía de niño al penetrar en la capilla campestre por el agujero secreto. Eso era lo que me sucedía con la sensualidad del alma de Alicia. En el silencio, a veces creía oír los latidos de su corazón, los latidos del mío. Y eso bastaba. En la quietud de mi rito, en el rayito de sol penetrando por la ventana, en la indiferencia del gato dormido, en el cuerpo de Alicia y en sus ojos en mi perfil, mi existencia se transformaba en un contemplar.

He dicho “contemplar”. Publio Terencio Varrón, poeta latino que vivió entre los años 81 y 13 antes de nuestra era, dijo que “templum” es un sitio limitado por ciertas pautas con el objetivo de cumplir profecías y predicciones. Este es el origen no sólo de la palabra “templo”, sino también de su hermana “contemplar”. De este modo, la auténtica contemplación se produce en el templo, y ya que sus muros impiden el extravío de la mirada, la contemplación sólo puede dirigirse hacia el interior, hacia lo humano, hacia el misterio de uno mismo, única parte en que se puede comprender realmente todo aquello aparentemente externo y extenso.

* Este texto es una re-creación del autor en torno a su artículo “Templos”, aparecido en Uno Mismo Nº 120, Diciembre 1999.