Uno
surge del ruido vehicular, de la música estruendosa,
del tecleo de las impresoras y del bramido de la urbe. En medio
del desenfreno auditivo, el silencio de los templos es divino.
El oído se diluye en el generoso espacio de las alturas,
de los altos cielos, de los muros largos. Si el ruido callejero
llega hasta el templo, no pasa más allá de las
orejas. El recogimiento logra que la grosería del mundo
urbano se diluya en la paz.
Me recuerdo
de niño, en una capilla campestre, emocionado en la
detención que allí reinaba cuando, a escondidas,
me introducía en ella por un agujero lateral que sólo
los gatos, Alicia y yo conocíamos. Aquello me cautivaba.
Ella y yo, recién púberes, penetrábamos
al templo con el alma en un hilo. En el sosiego de esa capilla
campestre conocí lo que era tocar otros labios, otra
piel. El tiempo se detenía. El misterio de la quietud
quedó para siempre enlazado al misterio del cuerpo.
El intercambio sensual inconcluso quedó relacionado
para siempre con la emoción. ¿Quizás
aquello que el humano siente, y que llama Dios, estaba allí?
Así lo sintió nuestra inocencia, nuestra espontaneidad,
nuestra emoción, nuestro deseo de niños.
Aquella
pequeña capilla campestre estaba construida en roble
y forrada en tejuelas de alerce. Una escalera de caracol conducía
hacia el tablado del coro y, hacia el final de la torre, se
llegaba hasta donde colgaba la gran campana de metal, y donde
también colgaban los negros murciélagos.
Todo era
misterio. El templo era misterio, Alicia era misterio. El
espíritu infantil de Alicia y yo: eso era misterio.
Lo es aún. Y era misteriosa la luz entrando por las
ventanas hacia la eterna penumbra. En la quietud de la medialuz
sentíamos transcurrir el tiempo, y entonces adivinábamos
la presencia de otra realidad detenida tras el presente. Fueron
las primeras nociones que tuve sobre la relatividad de todo
lo existente. ¿De todo lo existente? ¿No hay
acaso algo que perdura, algo absoluto, algo secreto, una adivinanza
íntima, un rayo de luz alumbrando con timidez un rincón
de la mente, así como el resplandor que ilumina en
el templo?
Eso es
nuestro cuerpo: un templo que encierra a un espíritu,
así como la catedral almacena cada segundo, cada día,
materializando los siglos.
s¿Qué
es ser ateo? Dicen que es negar la existencia de Dios. ¿De
Dios? Mejor dicho, de un dios que pertenece a una doctrina.
El ateo, pues, es una persona que niega al dios parcial, establecido
do como todopoderoso por una religión. Sólo
eso, porque nadie puede negarse a sí mismo el sentimiento
de religiosidad que en algún momento de la vida aparece,
sobre todo en el desamparo. Por eso se puede sentir el misterio
en la soledad de un templo.
La soledad
del templo es la soledad del alma. Las estructuras físicas
-las del templo y las del cuerpo humano- son sensibles al
tiempo y terminan por desaparecer, pero el misterio del misticismo
queda incrustado en la conciencia.
No se
puede acceder a lo trascendente de modo superficial, y ese
acceso tampoco puede ser el producto de un plan doctrinario.
Se trata de hallar caminos, estímulos que sirvan de
guía. Eso era lo que me sucedía de niño
al penetrar en la capilla campestre por el agujero secreto.
Eso era lo que me sucedía con la sensualidad del alma
de Alicia. En el silencio, a veces creía oír
los latidos de su corazón, los latidos del mío.
Y eso bastaba. En la quietud de mi rito, en el rayito de sol
penetrando por la ventana, en la indiferencia del gato dormido,
en el cuerpo de Alicia y en sus ojos en mi perfil, mi existencia
se transformaba en un contemplar.
He dicho
“contemplar”. Publio Terencio Varrón, poeta latino
que vivió entre los años 81 y 13 antes de nuestra
era, dijo que “templum” es un sitio limitado por ciertas pautas
con el objetivo de cumplir profecías y predicciones.
Este es el origen no sólo de la palabra “templo”, sino
también de su hermana “contemplar”. De este modo, la
auténtica contemplación se produce en el templo,
y ya que sus muros impiden el extravío de la mirada,
la contemplación sólo puede dirigirse hacia
el interior, hacia lo humano, hacia el misterio de uno mismo,
única parte en que se puede comprender realmente todo
aquello aparentemente externo y extenso.
*
Este
texto es una re-creación del autor en torno a su artículo
“Templos”, aparecido en Uno Mismo Nº 120, Diciembre 1999.